Una cocina con vistas al infierno: vivir bajo la amenaza de que el volcán de La Palma engulla tu casa
La cercanía de la erupción y de la lava a viviendas próximas a zonas ya evacuadas trastorna la vida de sus habitantes, que sufren insomnio y, en algunos casos, crisis de ansiedad. Miden al minuto el avance del desastre
La ansiedad corre por las venas de Tuquelia Gómez, de 39 años. Las ventanas de su casa han temblado tantas veces que no se quita ese sonido de la cabeza. Los cuadros de la pared rebotan como en una película de terror y las explosiones del volcán, sobre todo las nocturnas, le han arrancado el sueño. No descansa. Mientras enseña una de las habitaciones desde la que se ve descender la lava, la angustia le sale por la boca. “No estoy bien, así no se puede vivir, no quiero irme porque esta es mi casa, pero no la quiero así”. Mientras habla, no mira directamente a los ojos, los tiene fijos en el volcán. Lo vigila mientras se muerde las uñas. “Nos está arrancando la vida, he llorado muchas veces viendo cómo se comía casas que ni siquiera sé de quién son”, dice desde el porche, en lo alto de una de las colinas de Tacande, en el municipio de El Paso, donde residían casi el 20% de los 7.000 evacuados de La Palma.
Las casas y calles de los alrededores están en silencio. La zona de exclusión más cercana está a menos de un kilómetro. Muchos de los vecinos dejaron sus hogares de forma preventiva porque ya no se sentían seguros. Tuquelia, su marido Jorge Calero (40 años) y su hija, de casi cuatro, resisten. La desolación del lugar se palpa desde su terraza. Un extenso paisaje de montañas negras echan humo en lo que antes era un valle repleto de pinos. Jorge muestra una foto de su mujer en el lugar que ahora ocupa una de las bocas volcánicas. Fue en julio. Ella vestía ropa deportiva y posaba con una mueca divertida. En ese lugar hay ahora una montaña de lava que ya alcanza los 200 metros de altura. “Nosotros no vamos a vivir para volver a ver estas tierras fértiles, lo que nos queda es esto, lo único que pido es que no se la lleve”, dice Tuquelia sobre la casa.
Es casi la hora de comer, pero todo está oscuro, el cielo está cubierto por nubes de ceniza negra y a medida que avanza el día los estruendos se intensifican. “Me tiene mosqueada, llevaba unos días muy tranquilo, es como una bestia que te engaña y luego vuelve a destruirlo todo”, dice Tuquelia. Lo que perciben los sentidos, el ruido, la falta de claridad, y un olor similar al del caucho quemado empujan al cuerpo a salir corriendo. La sensación de amenaza es constante.
Siguiendo la carretera en coche hacia arriba, Hartmut Boog, un alemán de 70 años que reside en la isla seis meses al año desde hace 23, escucha la radio mientras ordena herramientas en un garaje convertido en taller. Las vistas al volcán desde el exterior y el interior son impactantes, parece que con pocos pasos se puede llegar muy cerca. Lo tiene todo alborotado, pero como persona previsora tiene dos maletas listas al lado de la puerta. “En cualquier momento nos dan el aviso”, dice mientras sostiene un puro, que se vuelve a colocar en los labios. No teme vivir tan cerca, solo pasó algo de nervios los primeros días por los continuos terremotos.
En la parte de abajo de la vivienda, tiene la cocina y el dormitorio en una especie de semisótano. “Veo el volcán tumbado en la cama”. Tiene metástasis en el riñón y muestra una mochila llena de medicamentos. “La morfina me ayuda mucho”, cuenta mezclando algunas palabras en español e inglés. Pasa mucho tiempo en esa habitación, en la que también hay una cocina y una mesa. Desayuna, come y cena con vistas a la lava y a las continuas explosiones. Muestra muchos vídeos que ha grabado por la noche y que le manda a sus familiares en Hannover. “No tengo prisa por marcharme, pero no quiero ver cómo la lava entra por la ventana”.
Ha empezado a llover ceniza. No es una sustancia ligera, sino pequeñas piedras que se incrustan en el cuero cabelludo y se pegan a la piel. Se hace imposible caminar sin gafas protectoras de plástico. A pocos metros de un control policial que impide el paso, David Barrios y Nieves Castro, su mujer, retiran con palas la ceniza de su tejado. Es una construcción moderna, con fachada blanca y partes de viga de madera. Hace unas semanas que consiguieron que unos amigos les prestasen una casa en Garafía, al norte de la isla. “La calidad del aire no nos parece adecuada para nuestras dos hijas pequeñas, las hemos cambiado de colegio y nos hemos trasladado, perdonad el desastre”, dice David. El salón está medio desmantelado con un colchón apoyado en el sofá. Las niñas, que dormían en la planta de abajo, tenían miedo, no querían estar solas y las tuvieron que instalar en el salón, al lado de la habitación de matrimonio. La pequeña había empezado a tener pesadillas.
“Vivir aquí es imposible, mi mujer empezó con síntomas de estrés, se movía toda la casa, lo tenemos muy cerca”, relata mientras mira hacia el volcán. Empieza a contar y cuando llega a siete se escucha una fuerte explosión. “Así se mide la distancia de la onda expansiva”. Nieves, que es astrofísica, conoce la ciencia que hay detrás del fenómeno. Quizás por eso han decidido marcharse. Es imprevisible y eso no les permitía vivir en calma. Cada dos días vuelven a la casa a retirar la ceniza; a partir de seis centímetros de altura hay peligro de hundimiento de los techos. “Tenemos una vida un poco nómada últimamente”, dice David mientras se seca gotas de sudor de la frente. Actúan rápido, se quieren ir cuanto antes. A una de sus hijas no la dejan salir a las terrazas. La situación es tensa, parece que se acercara un tornado.
Las noches han dejado de ser placenteras para Juan Rodríguez, de 67 años. Se levanta de la cama una media de tres veces “para ver cómo va”. Le han llegado mensajes contradictorios al móvil, que si están a punto de evacuarles, que si la lava de la nueva boca surgida esta semana se dirigirá hacia su calle... Su casa era una antigua escuela que su abuelo dejó en 1905, cuando se marchó a Cuba. En los ochenta, Juan la reformó y se encontró una pizarra con palabras escritas en tiza. “Tiene mucho valor sentimental para nosotros, esta sí que no la queremos perder”, cuenta. La lava se ha llevado otra vivienda que tenían en Tazacorte y un campo de plataneras.
Carmen, su mujer, huele todas las mañanas a azufre cuando abre la puerta. “No es ese olor a huevo podrido que dicen, es otra cosa más química”. Se han tenido que acostumbrar a convivir con continuos temblores y rugidos. “¿Qué vamos a hacer? No tenemos otro sitio al que ir, que no nos maten los nervios”.
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