La vida al borde de la zona de exclusión del volcán: “Duermo porque hay que dormir”
Centenares de vecinos y empresarios se han salvado por escasos metros de ser desalojados, pero eso apenas disminuye su angustia
La de Senaida es la última casa antes del nuevo control que las fuerzas de seguridad instalaron a las 19.00 del pasado martes en la LP-213. Apenas unos metros más allá comienza el vacío, la zona prohibida evacuada ante el persistente avance de la lava que desde el 19 de septiembre brota del volcán de La Palma. “Mientras no me echen, mi marido y yo nos quedamos aquí. Duermo porque hay que dormir”, explica en la entrada de su domicilio. “Pero vivimos con miedo, angustiados. Esta mañana casi me da un ataque cuando llamó a la puerta el cartero. Creía que era la Guardia Civil que nos desalojaba”.
Es la vida que les ha tocado vivir a centenares de vecinos y empresarios que, en teoría y por un escaso margen de metros, pueden seguir con su vida y sus trabajos. Mientras el volcán lo permita. Viven pegados al barrio de La Laguna, en el municipio de Los Llanos de Aridane. Apenas cuatro vallas de plástico amarillo y la presencia de tres agentes uniformados los separan de esos otros 800 vecinos que, desde el martes, pueden regresar durante breves espacios de tiempo, y acompañados por un policía, para recoger todos los enseres que puedan llevarse.
“Esto era una calle con mucho trasiego”, explica Agustín Álvarez, empresario de 70 años, propietario del almacén Agropalma, una de las empresas más cercanas a la linde, dedicada a la venta de todo tipo de productos relacionados con la agricultura. “Pero ahora todos tenemos miedo, todo el mundo está enervado”. Álvarez da empleo a 22 personas. Ya sabe lo que es que el volcán le arrebate algo. “Ya he perdido 14 celemines [un celemín equivale en Canarias a algo más de 500 metros cuadrados] y dos fanegas [en las islas, cada fanega supone poco menos de 10 celemines] de terreno a las que no puedo acceder. Un desastre”, sentencia con el volcán de fondo, ignorando la ceniza que no deja de caer por la zona durante los últimos días.
La lava, al menos el miércoles, ha dado un respiro a estos vecinos. El portavoz del Comité Director del Plan Especial de Protección Civil y Atención de Emergencias por Riesgo Volcánico de Canarias (Pevolca), Miguel Ángel Morcuende, señaló que el brazo noroeste, que motivó la evacuación de La Laguna, “avanza muy lentamente, está perdiendo potencia” y se mantiene alejado de la zona evacuada.
El fin del volcán, con todo, no parece cercano. El cono emite unas 17.000 toneladas diarias de dióxido de azufre, uno de los principales indicadores de su vitalidad. “Tendría que situarse por debajo de las 100 al día para encontrarnos en el principio del fin”, ha explicado la portavoz del Comité Científico y directora del Instituto Geográfico Nacional (IGN) en Canarias, María José Blanco.
Apenas un kilómetro más al noroeste del nuevo perímetro de seguridad está el Camino de Palomares. “Un barrio agrícola, platanero, de gente sencilla, apegada a la tierra, a la vida platanera. Un entorno que parece incluso sacado de una novela de realismo mágico”, según lo define una de sus vecinas, la diputada regional por el PSOE Matilde Fleitas. “Estamos nerviosos, claro. Mi niño va al colegio de La Laguna, mi tía perdió su casa. Anoche, cuando regresé a casa, el escenario era dantesco”.
Tiene como vecinos, puerta con puerta, a sus padres, Froilán Fleitas y Francisca Martín. Y a su abuela, Matilde León, de 92 años, que vive con este su tercer volcán. “Yo estoy tranquila, lo que tenga que ser será”, explica Francisca, de 70 años, mientras barre con calma la entrada de su casa. “Me preocupa más mi madre, adónde llevarla, cómo estará. He preferido no contarle nada de que es posible que nos evacúen”. Su marido es más negativo: “La Palma está muy mal. Necesitamos mucha ayuda. No sé cómo vamos a salir de esta”.
Justo enfrente trabaja en su finca Adolfo Pais, de 42 años. Ha perdido buena parte de las fincas familiares (”lo que nos iba a tocar en herencia”, explica), y la casa en la que nació en Todoque corre serio peligro. “A nuestro barrio no nos convocaron para las reuniones sobre la evacuación”, recuerda con amargura. “Espero que la lava no llegue aquí al menos. Y si mi casa se la va a llevar la lava, que se la lleve ya, porque no puedo ni dormir con la espera”.
Ha acabado la jornada para Agustín Álvarez. Antes de regresar a su casa, charla con su vecino de almacén, el carpintero Manuel Reyes, en el local de este último. Es otro de los negocios pegados a la zona de exclusión. “Estás todo el día oyendo hablar que si el volcán se cargó lo de Emilio, que si lo de Sebastián por la parte de abajo, lo de los Domínguez que voló”, lamenta.
Mientras espera lo que decida el último capricho del volcán, Reyes sigue trabajando y usa parte del almacén para guardar enseres de sus vecinos. Mira hacia su almacén con preocupación. “Si llega aquí la lava esto arde como nada”, exclama. Y recuerda que este verano, durante el incendio que asoló la isla, las llamas pasaron de largo a escasos metros. “No sé si el destino me está queriendo decir algo...”. Y ríe.
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