Confinados en La Palma: como en los peores días de la pandemia, pero con explosiones y lluvia de ceniza
La decisión de las autoridades de confinar los cuatro barrios más próximos a la desembocadura de la lava provoca el éxodo de sus residentes y la preocupación por el futuro económico de la zona


El silencio y el vacío en las calles de los barrios de San Borondón, Marina Alta y Baja y La Condesa recuerdan a los días más duros del confinamiento por la pandemia del coronavirus. Con dos diferencias fundamentales: las constantes y atronadoras explosiones del volcán de La Palma y una incesante lluvia de ceniza que se cuela por cualquier resquicio y se impregna en el pelo y la ropa. El bar local, hasta hace dos días centro de reunión, está cerrado. En la puerta, pegado con celofán, un aviso escrito a mano: “No puedo abrir de momento, lo voy a intentar un poco más tarde. ¡Gracias y disculpen! Cathaysa”. Lo firma su propietaria, de 24 años, quien hace apenas dos días aseguraba que iba “a abrir mientras pudiese”.

Los 300 vecinos que residían en estos cuatro barrios del municipio costero de Tazacorte han cerrado la puerta, y muchos de ellos han decidido no volver a abrirla por el momento. Es el caso de Enrique Pons, un vecino de San Borondón natural de Vic (Barcelona), que está metiendo lo indispensable en su coche para marchar con su familia a la capital, Santa Cruz de la Palma, al otro lado de la isla. “Me voy porque la nube de cenizas cada vez está más encima. Y a saber si van a llegar los gases de allá”, asegura, señalando en dirección a la desaparecida playa de los Guirres, a unos cuatro kilómetros por carretera, donde la colada se encontró con el mar en la noche del martes. En su edificio, asegura sin mascarilla, queda ya poca gente. “Es que en esta zona hay mucho turismo vacacional y solo algunos vecinos de toda la vida”.
Una de las personas que se ha quedado es María Pilar Rodríguez, de 79 años, que vive con su marido y una de las tres hijas del matrimonio. “Lo llevamos fatal”, asegura apoyada en el quicio de la puerta. “Cada vez peor. Mi marido sufre de los pulmones y estamos encerrados. Es igual que cuando la pandemia y encima hemos tenido muertes recientes en la familia. Esto es un drama”.

La misma ansiedad sufre Antonia María Martín, una sonriente anciana residente del barrio de Marina Baja, que barre con denuedo la acera que da a su puerta. “Estoy mal la verdad”, asegura pese a su sonrisa. “El psicólogo viene aquí cada semana”, explica sin soltar el palo de la escoba. Hace poco le extirparon un riñón y asegura que se ha “quedado mal tras la operación”. Ahora vive en su casa con su marido y el único hijo soltero de los cuatro que tiene. “Yo de aquí no salgo para nada, los mando a comprar a ellos... No era de mucho salir antes, pero ahora menos”. Y sentencia: “Solo pido a Dios que este volcán pare de una vez”.
Martín va a tener que echarle paciencia. Los portavoces del Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias (Pevolca) han mostrado este miércoles una cierta preocupación por la calidad del aire: no se superan los límites máximos, pero recomiendan respetar las medidas de seguridad como el uso de mascarillas y, si es posible, permanecer en casa. Sobre todo en esta zona de Tazacorte, la más cercana al vertido de lava al mar. “El confinamiento se va a mantener hasta que se pueda comprobar que los niveles son adecuados”, ha explicado su director técnico, Rubén Fernández.
La preocupación de los residentes se extiende al terreno laboral. José Juan Santana es uno de los propietarios de Cerrajerías Santana, situada en la calle principal de San Borondón. Acaba de recibir un pedido de vigas de acero y las está descargando del camión con ayuda de Ubay González, empleado de la siderúrgica local Darymar. “Llevamos cuatro días confinados y se ha notado un bajón tremendo del negocio”, explica Santana. Sus ingresos provienen fundamentalmente de la industria platanera, omnipresente en la zona. “Si se van los plátanos al carajo nos vamos todos detrás, José”, le replica González. La agricultura supone de forma directa el 5,4% del PIB de la isla, pero este peso se multiplica si se tienen en cuenta las exportaciones, el envasado o las subvenciones que recibe de la Unión Europea. Estas últimas dependen de que los empresarios locales puedan cumplir con su cuota de producción. Y los plataneros de la zona no son muy optimistas al respecto.

“Mis plátanos aguantan por ahora”, asegura Francisco Gómez Acosta, de 80 años, vecino de Marina Alta y testigo ya de su tercera erupción. “He salido a regar porque no puedo permitir que se me pierda toda la cosecha”. Su finca está al otro lado de la calle, y sigue cuidándola con sus propias manos y la ayuda de un peón. “Nací pobre y me lo he currado toda la vida”, asegura. “Y este dichoso volcán me ha jodido ya dos casas y un invernadero”.
No todos confían en que aguanten los plátanos. “Mire, todos estos plátanos parecen sanos, pero no sirven. Esta ceniza les crea manchas, y se hacen más grandes con el roce del camión”, explicaba con amargura Marco Lorenzo, en la finca de una fanega (medida agraria que en Canarias equivale a unos 5.000 metros cuadrados). Este agricultor está esperando un camión que le ayude a cortar las piñas de plátanos y las lleve a la cooperativa.
Es lo que sucede apenas un kilómetro más arriba, en el cruce de la carretera Zapata con la de Laguna y Tazacorte. Ahí, custodiados por la Policía Nacional, una docena de camiones hace cola para entrar en las fincas. El primero de la fila es Alberto, un camionero de la localidad que, como todos, tendrá una hora y media para entrar acompañado de la Guardia Civil, cargar la fruta, descargarla en el almacén de la cooperativa y volver a ponerse a la cola para el siguiente turno de recogida. “Estamos preocupados por nuestro trabajo, claro”, dice. “Pero hay que seguir”.
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