Cómo se coló el virus en una residencia blindada
Las estrictas medidas de seguridad no han impedido el contagio de 38 usuarios de la Fundación Elorduy de Bizkaia
Hasta el timbre de la entrada tiene una cubierta protectora. Unas vallas limitan el recorrido para quienes podían acceder a la residencia de ancianos. Los trabajadores, en contacto constante con los mayores, se cambian en casetas independientes y se someten a pruebas regularmente desde el primer estallido de la pandemia. Los usuarios llevan sin abrazar a los suyos desde marzo y han de conformarse con charlar con ellos separados por una pantalla de metacrilato. Tampoco han salido; pasean por los pasillos y por el exterior de una instalación con palmeras y vistas al mar. Y aun así el coronavirus ha sorteado los obstáculos, se ha colado en la residencia de la Fundación Elorduy en Barrika (Bizkaia) y ha dejado 38 infectados. Un panorama idéntico a otros centros españoles, donde Sanidad contabiliza unos 1.200 casos y el 7,4% del total de rebrotes nacionales (aunque la suma de los brotes que reporta cada comunidad es mayor que los datos ofrecidos por el ministerio). Las estrictas medidas sanitarias se enfrentan a un patógeno irreductible.
La noticia sorprendió a un centro que sorteó el primer envite de la covid-19 gracias a la anticipación, pues cerraron sus puertas antes de que fuera obligatorio, y de recursos, pues nunca faltó material sanitario y personal. Pero sabían que tarde o temprano podría ocurrir. Además, aquellos centros que no tuvieron casos en la primera oleada son ahora los más expuestos, porque no hay inmunidad. Así lo asume Fernando Ibarra, gestor de esta fundación que ha invertido 70.000 euros en medios humanos y sanitarios desde marzo, sabedor de que el virus aprovecha las “grietas” para aparecer sin que haya necesariamente negligencias o errores.
Esta es una de las premisas de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG), que incide en que “el virus no ha sido erradicado” y “el rebrote no supone una gestión inadecuada de la desescalada o del control de la infección”. También apunta a que los casos asintomáticos dificultan contener la expansión, pero aquí aparece un mecanismo clave: la aplicación frecuente de PCR a los empleados tanto nuevos como los habituales y realizar pruebas a los nuevos inquilinos o a sospechosos de portar la enfermedad. Ibarra explica que la residencia de Barrika siguió siempre esta táctica y que solo así lograron percibir un positivo en una trabajadora que, a su vez, difundió el virus. Los controles frecuentes revelaron cero casos el 11 de agosto; el 19 se conoció uno “de forma casual” cuando un usuario acudió al hospital por otro motivo.
Las instalaciones para la tercera edad suponen un entorno especialmente vulnerable. Juan José García, secretario general de la Fundación Lares, que agrupa a más de mil centros, recalca que sus inquilinos son particularmente sensibles a esta afección y que la distancia social es “imposible”. “Es inviable en el aseo de las personas o en el acompañamiento constante”, subraya. Por eso aparece un vector de contagio cuando, por muchas barreras que se interpongan, los ancianos interactúan con trabajadores que también tienen vida y familia fuera de la residencia. García reconoce que existe “margen de error” y que “en cuanto el bicho entra, se lía”. Al igual que es difícil impedir su aparición, es clave reaccionar a tiempo cuando actúa. Ibarra informa de que la segunda planta del edificio se ha convertido en la “zona covid” y allí tratan a los contagiados, 27 asintomáticos, toda vez han trasladado a tres a otras instalaciones y ocho se encuentran hospitalizados, la mitad por coronavirus, pero sin problemas graves.
Las recomendaciones sanitarias de la SEGG marcan esta sectorización como método esencial para reducir la incidencia. El geriátrico de Barrika implementó nada más conocer los positivos un plan de contingencia ya preparado para que solo un grupo concreto de empleados, bien protegidos por EPI, cuide de los infectados. Las tres plantas en total tienen distintos accesos, muestra Ibarra, y los trabajadores solo coinciden, y a distancia, en el aparcamiento. Estos circuitos, también con vestuarios independientes, dificultan que el coronavirus se extienda a través de la plantilla y que, si ocurriera, se pueda intervenir con exactitud sobre los sectores afectados, otra de las recomendaciones para el sector.
Dorita Baskaran es una de las usuarias que ha tenido que moverse desde su habitación de la segunda planta tras dar negativo. Esta mujer de 63 años, que ha descubierto la pintura durante el confinamiento, sonríe y reclama otro bingo para su nueva ubicación. Echa de menos, continúa, ver a los suyos: apenas tiene 15 minutos de encuentro, siempre con metacrilato mediante, aunque la normativa vasca lo limita a una hora diaria. Las familias, sostiene Ibarra, aceptaron menguar este tiempo a cambio de ganar seguridad. El rebrote ha suprimido las visitas hasta recuperar la normalidad, pero las videollamadas suplen parte de este calor añorado intramuros, dice Dorita.
Todo era más fácil durante la cuarentena, suspira Ibarra. Ahora los gerocultores también van a la playa, a los bares y tienen encuentros sociales. “No podemos reprochar nada porque el virus sigue fuera”, recalca. Ellos están preparados: tienen almacenados recursos “para más de un mes” y han contratado nuevos efectivos. La ropa o regalos que las familias mandan a los ancianos también se desinfectan, incluso el chocolate de Dorita. Solo queda esperar, sentencia el gestor de Elorduy, a superar esta segunda ola y cruzar los dedos para que no haya resaca.
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