Caminar entre zumbados
En la esquina donde, antes de la pandemia, fornidos jóvenes me embestían sin mirar y hablando por el móvil, tuve a bien esquivar a un par de ejemplares parecidos, pero con mascarilla
He visto antes cielos nocturnos como estos. En los momentos moralmente turbios mantienen una armoniosa indiferencia.
Salí a la calle, por primera vez, a comprar los zapatos especiales que precisaba y deseando encontrarme con Eva, la dependienta que siempre acierta. Necesitaba unas deportivas, pero acabé también con unas sandalias rojas que me pusieron las extremidades más extremas de extremado buen humor.
Otra cosa es la realidad. En la esquina donde, antes de la pandemia, fornidos jóvenes me embestían sin mirar y hablando por el móvil, tuve a bien esquivar a un par de ejemplares parecidos, pero con mascarilla. Metros adelante, una vieja más vieja que yo pero más asistida por el Señor avanzó por su izquierda, sin desviarse ni un centímetro al tenerme a tiro. No llevaba mascarilla, pero un crucifijo de plata XXL le protegía los pulmones. Y así casi todo.
Viene lo difícil, pues. La tremenda crisis económica y humanitaria, el desparrame unido a la impericia, las insoportables colas en bancos de alimentos y la mala leche de los que tienen de todo y hasta frivolidad les sobra; la eterna sucia sangre de este puñetero país entretejido con tantas variedades de distritos como de bilis. Cuando me preguntan si estas semanas de miedo y confinamiento me inspiran (se lo preguntan a todos los que escriben), respondo que no. Lo único sobre lo que los mejores podrán escribir será acerca del tiempo que ha comenzado. Porque cuando el bicho haya pasado a peor existencia no querremos recordar lo que ocurrió. Para poner un ejemplo de la Transición, en los kioscos se pedirá Interviú, no Cuadernos para el diálogo. Borrón y cuenta nueva.
Sin embargo, qué buen escenario, el que viene, para grandes novelas. Sobre todo, policíacas. Y para series. Y películas. Me viene a la mente el magnífico arranque de la tercera temporada de Babylon Berlin, con ese Banco berlinés (fin de todo: de la democracia, de los años 20), de cuyos techos manan documentos y folios, como inútil papel moneda; y de donde llueven suicidas, y personas sonadas por la súbita ruina. De aquella hecatombe, en otro continente, nació el primero, genuino y para mí único King-Kong, aquel en que la protagonista es reclutada en una calle neoyorquina, después de desmayarse de hambre a la espera de una olla común. Preston Sturges hizo una comedia genial (Los viajes de Sullivan), y John Steinbeck escribió Las uvas de la ira, que llevó al cine John Ford. Habrá arte y habrá belleza, surgidos de la búsqueda de una explicación.
De esa cacería solitaria que cada creador emprende, en pos del sentido de la vida. Algo que jamás consigue averiguar, pero cuyo intento traducido en obras nos merece la pena.
He conocido cielos así. Inalcanzables. Calmos, entre el ruido estúpido y la ciega furia. Por la noche salgo al balcón y pienso en todo esto. Cuando no hay nadie. Ahora, con mis sandalias.
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