Follarse a un cerdo
No importa cuán lejos me encuentre del dolor, debo dejar de cerrar los puños y permitir que entre, y con él todo olor a enfermedad y muerte
Di con una frase muy buena, en una película muy mediocre. En plena e inverosímil partida de ping-pong con Mao Zedong (entonces se llamaba Tse-Tung: era en el 69, durante la Revolución Cultural), Gregory Peck (la razón de que me mantuviera atenta a la pantalla) le habla de solidaridad al autor del Libro Rojo, lanzándole esta aseveración: “Las lágrimas humanas deben ser contadas de una en una”.
Coño. Echarse a llorar viendo el panfleto La sombra del zar amarillo quería decir algo. Y claro. Sintetizaban, aquellas palabras, el motivo de mi búsqueda diaria de detalles reales que me impidan acostumbrarme a lo que está pasando. No importa cuán lejos me encuentre del dolor, debo dejar de cerrar los puños y permitir que entre, y con él todo olor a enfermedad y muerte; lo que está sucediendo, sucedió y sigue haciéndolo. Y el peso de las ausencias. Conocer los nombres ayudaría, busco nombres y a veces los encuentro, pero por encima de todo hay cifras, números que informan pero no infectan, y por la noche, cuando finalmente sé que voy a entrar en el sueño, no quiero irme a la oscuridad ligera de equipaje, anestesiada, sin dedicar una idea, un fruncido en la mente, un desasosegado recuerdo a los que perdieron, a los que están perdiendo, a los que temen perder y desearían no haber vivido para soportarlo.
Y esas sirenas, esas ambulancias que, a toda velocidad, enfilan hacia el Clínico, pasando cerca de mi casa. Nada es ya excitante como los sonidos urbanos que nos solían acompañar cuando las metrópolis parecían mantenerse en pie para siempre.
Buscando datos hechos con sangre y carne, intentando contar lágrimas una a una, me encuentro con un artículo escrito en The Guardian por Rory Kinnear, actor británico a quien los cinéfilos conoceréis, y que pasó a la historia de las series de televisión cuando, en uno de los primeros episodios de Black Mirror, se tuvo que follar a un cerdo, en directo para 1.300 millones de espectadores televisivos, bajo el chantaje de alguien que amenazaba con matar a una princesa del pueblo.
Rory Kinnear glosa en su artículo la muerte de su hermana, Karina, por coronavirus, y describe así sus últimos momentos: “Una enfermera, Patricia, sostuvo el iPad de Karina mientras mi madre, vía FaceTime en su móvil, le narraba por última vez su historia favorita, y le agradecía la felicidad que nos había dado a su familia”. Sigue la explicación de cómo los diferentes parientes, hermanos, primos, a través de distintos aparatos, le cantan a la moribunda canciones para acompañarla en su viaje.
Contar una a una las lágrimas de quien sea que haya sufrido esto, eso es humanizar a los sin nombre y sin rostro. Me gusta haber sentido aunque remotamente el duelo de alguien que fingió ser un primer ministro agobiado que se follaba a un cerdo mientras la multitud, entretenida, contemplaba el espectáculo.
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