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Diario Viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tengan cuidado ahí fuera

Varios conocidos sienten una especie de agorafobia al salir, mareo por las distancias, vértigo ante el horizonte. Y ahora que a Vox ni le gusta lo de aplaudir, hasta asomarse a las ocho va a ser un problema

Un hombre protesta con una cacerolada este lunes durante el homenaje a los sanitarios en Valladolid.
Un hombre protesta con una cacerolada este lunes durante el homenaje a los sanitarios en Valladolid.Nacho Gallego (EFE)
Íñigo Domínguez

De pequeño me mandaban a la cama cuando empezaba una serie en la que se abría un garaje, salía un coche de policía y aparecía el título, Hill Street Blues (la voz de un señor nos traducía: “Canción triste de Hill Street”, en los ochenta no sabíamos lo que era blues). La música tenía algo de melancolía, cada capítulo empezaba por la mañana en una comisaría y daba el tono de lo difícil que es arrancar la jornada. Cuando por fin me dejaron verla descubrí que era sobre todo una serie de gente trabajando y con muchos problemas. Dilemas morales, incompetencia de jefes, memeces de burócratas. Los personajes no estaban seguros de casi nada y al final del día acababan cansados, insatisfechos, confusos, no eran finales muy felices, sino a media luz, nocturnos. Recuerdo de niño la sensación de pensar entonces que el mundo era un sitio complejo. Aunque me impresionaba más que el teniente Furillo y la abogada Davenport hablaran en pijama en la cama, y que se vieran en secreto, y esas cosas. Cualquiera que viera la serie recordará una frase: “Tengan cuidado ahí fuera”. En el inglés original era más amable, colectivo, “vamos a tener cuidado”, la versión ibérica es más marcial e imperativa. La decía el sargento Esterhaus cada mañana antes de mandar a sus hombres a la calle.

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Este lunes, cuando salimos a aplaudir a las ocho, pasó un tipo gritando por la calle: “¡Que no, que os están engañandooo!”. Nos trataba de ingenuos y era como si aquello le pareciera mal, aunque no comprendíamos por qué, ni quién nos engañaba, ni para qué. Los vecinos que estábamos asomados, y había de todo, de derechas y de izquierdas, nos miramos sorprendidos y nos encogimos de hombros. Hay vecinos que no salen, pero nunca he pensado que el aplauso les parezca mal, sino que les da pereza o no les van esas cosas. Pero ayer Vox dijo que esto de los aplausos está fatal, ya es directriz oficial. Son muy rápidos en crear mal rollo.

La extrema derecha se alimenta del cabreo y aquí en la Península es un misterio casi geológico de dónde sacan tanta mala leche. Debe de haber yacimientos subterráneos y tienen zahoríes especializados en este ramo lácteo. Se quejan del buenismo, pero lo suyo es malismo tontorrón tipo Gargamel, el malo de los pitufos, mira que fastidiarles los aplausos. Es verdad que la gente cada vez está más caliente. Hay más broncas y malentendidos en chats, mensajes y llamadas. Los amigos ya se pelean furiosamente por los matices de las reglas de confinamiento. Para Vox debe de ser una pena toda esa gente cabreada sin aprovechar.

¿Recuerdan al principio? Todo eran buenos sentimientos, explorar sensaciones, gimnasia, recetas, libros. Nada era política. En Vox debían de subirse por las paredes, parecía un maldito musical podemita. Había que volver a las bofetadas, acabar con este distanciamiento social del mal genio, ni que fuéramos daneses. Hacer algo todos juntos al margen de ideologías, aplaudir, dónde vamos a ir a parar. El español se realiza más, entronca más profundamente con su esencia patriótica, atrincherado en los extremos y con alguien a quien sacudir. Ahora le veo el sentido a la idea de Vox de fomentar los pisos zulo, esas cápsulas tubulares a la japonesa, para arreglar el problema de la vivienda. En esos agujeros tan ideales, además de no haber ventana para aplaudir, la gente se habría cabreado antes.

Es llamativo que les moleste que unos protesten a una hora y otros aplaudan al personal sanitario, y eso que muchos a lo mejor hacen las dos cosas. No, tenemos que estar todos rebotados. La verdad, tardé en enterarme de que había caceroladas contra el Gobierno a las siete, hasta que un día oí a alguien dándole a una olla. Era un vecino, y duró 10 segundos, hasta que se dio cuenta de que era el único. Él no entendía nada, porque pensaría que iba a salir todo el mundo, y yo tampoco, hasta que busqué lo que pasaba en Internet. En otros lugares ocurre al revés, todo el mundo protesta a las siete, algunos amigos dicen que en su zona es un estruendo general, y me parece estupendo. Lo curioso es que uno puede llegar a creer que el mundo es lo que ve por su ventana, o lo que lee en su periódico, o escucha en un canal majara de extrema derecha de YouTube. Vivimos en burbujas, algunas muy burbujeantes, y sin duda lo mejor para todos es incomunicarnos cada vez más, odiar más al vecino, pelearnos entre nosotros, cazuelas contra aplausos. Ahora resulta que aplaudir va a ser progre, de derechita cobarde, de pringaos. Habíamos descubierto a los vecinos, pero ya hay que enfadarse con ellos. Con lo bueno que es para la salud intentar entenderse con quien no piensa como tú.

Varios conocidos han sentido una especie de agorafobia al salir por primera vez, un mareo por las distancias, vértigo ante el horizonte. Pero ahora a lo mejor hay que tener cuidado al salir ahí fuera a aplaudir, ya va a estar mal visto, y la náusea será peor el día que podamos salir todos a la calle y siga ahí lo más desagradable de nuestra clase política dándose de palos como si no hubiera pasado nada. Los políticos más sensatos de todos los partidos estos días quedan en segundo plano. Para Vox todo es simple y lo tienen todo clarísimo. Igual que en una Cataluña independiente habría menos muertos, si en España mandaran ellos no se habría muerto nadie, ni los bares habrían cerrado y a lo mejor ni siquiera ellos habrían hecho su congreso el 8 de marzo. Y tampoco aplaudiría nadie, que es una mariconada.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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