Ladrones de bajura
Lo que más me sobrecogió no fue el libro en sí, sino que entre sus páginas escondía lo más cercano a la arena, la playa, el mar, la paz y la alegría que podía imaginar
Se refería hace poco mi querido vecino de columna al placer que le supone encontrar arena de playa dentro de un libro. Me alcanzó el vívido impacto de un volumen que me robaron hace casi tres lustros. No recuerdo al ladrón, supongo que sería uno de los parásitos habituales, pocos se salvan de ellos. Sí tengo presente, como el primer día y cuando la pieza en cuestión ya no está conmigo, la emoción que sentí al abrirlo por primera vez, recién llegados él y yo, como amantes, a mi primer apartamento en Beirut. Nos habíamos conocido cerca, en una de las librerías de viejo que por entonces sobrevivían en los callejones de Hamra.
Era una guía turística distinta a todas, con dibujos a pluma de los mejores rincones de la ciudad y comentarios literarios. Anterior a las guerras: de principios de los setenta. Lo que más me sobrecogió no fue el libro en sí, que también, sino que entre sus páginas escondía lo más cercano a la arena, la playa, el mar, la paz y la alegría que podía imaginar. Entre las hojas de aquella pequeña obra maestra, de aquella pieza de coleccionista, se hallaba la tarjeta de embarque de un vuelo Kabul-Beirut de la época. De un tiempo en que las muchachas afganas llevaban minifaldas y el pelo cardado, y se abrazaban a sus trastos de estudio, camino de la Universidad, ignorantes de que todo iba a perderse en una sucesión de guerras y fanatismos.
Ningún ladrón puede llevarse la huella que dejan los objetos.
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