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EL PAÍS SE QUEDA EN CASA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dentro de un gel desinfectante

Ante mi escritorio, entonces, acepto que no podré trabajar ni leer ni concentrarme, que no podré quitarme este extravío que es como traer una escafandra

Emiliano Monge
Una mujer trabaja desde casa.
Una mujer trabaja desde casa.SAMUEL DE ROMÁN

Antes de bajar a la cocina, pienso en los horrores de la crónica que he estado leyendo.

Tiene apenas seis páginas, pero la he leído una y otra vez y una más: es el año 46 AC y Tucídides narra los horrores de la última epidemia que asolara Atenas.

Cuando el mal que atacó los cuerpos de la antigüedad me suelta, desayuno escuchando la conferencia diaria de mi presidente, a quien había dejado de escuchar, antes de que esto empezara, porque hablaba de todo menos de aquello que tendría que estar hablando.

Hace dos o tres días, sin embargo, mientras desayunaba, igual que hoy e igual que ayer, un pan tostado, un pedazo de aguacate y varias hebras de quesillo, me di cuenta de que, por primera vez en muchos meses, quería que él, mi presidente, hablara de otra cosa, de cualquier otro tema que no fuera este del que ahora tiene que estar hablando.

Como seguramente haré también mañana, apago la radio antes de que mi presidente acabe su conferencia, guardo el quesillo en el refrigerador y me llevo a la boca, con los dedos, un pedazo de alguna de mis cenas anteriores, además de un trozo de chorizo que me chorreo las comisuras de los labios. Hace una semana, aunque también pudo ser hace diez días o dos semanas, dejó de importarme el colesterol.

Por esos mismos días, unos días que, curiosamente, prometen estar ahí también, en el futuro, por si trato de olvidarlos, dejaron de importarme mis problemas de tiroides, mi nivel de cortisol, mi taquicardia y el esguince de mi espalda: la pandemia vino, además de todo, a robarnos la hipocondria. Ahora resulta que, allá afuera, hay una enfermedad real y despiadada, un mal listo para meterse en nuestros cuerpos y chorrearse, con nuestras células, las comisuras de sus múltiples hocicos.

Acompañado por mis perros —dos de los cuales son tan viejos que luchan, día con día, hora tras hora, por durar aunque sea un minuto más que este presente inesperado, mientras los otros dos, que aún son jóvenes y fuertes, observan la puerta con coraje, pues sus paseos se han reducido al mínimo posible—, atravieso el comedor y la sala. Es así como me encierro en mi estudio. Y ahí, como ayer y mañana, la cabeza se me parte en mil ideas.

Ante mi escritorio, entonces, acepto que no podré trabajar ni leer ni concentrarme, que no podré quitarme este extravío que es como traer una escafandra, como vivir dentro de un gel desinfectante, como habitar un cuerpo cuyo sistema nervioso se ha proyectado a la estratosfera.

Como todos los días de la semana pasada, me dejo caer en el sillón que está al otro extremo de mi estudio y me digo o me dije o me diré que sólo soy o fui o seré capaz de llevar a cabo algo práctico. Por enésima vez, entonces, decido ordenar mi biblioteca.

Antes de levantarme, sin embargo, los cuerpos putrefactos de Tucídides me aplastan, aunque de un modo distinto. De golpe veo esa enfermedad como más benevolente.

Y es que su último acto era borrar la memoria del enfermo que conseguía sobrevivirla.

Emiliano Monge es un escritor mexicano autor de No contar todo (Literatura Random House, 2019).

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