Wuhan dice adiós a su bloqueo; a su confinamiento, aún no del todo
La ciudad levanta su aislamiento y recupera sus conexiones de transporte con el resto de China
“En Wuhan, ningún día es igual”. Durante la peor etapa de su cuarentena, en esta ciudad foco original de la pandemia de Covid-19, el lema turístico sonaba a broma cruel para sus once millones de habitantes, encerrados en sus viviendas en un confinamiento estricto y vigilado en el que cada jornada resultaba monótonamente similar a la anterior. Este miércoles, ahora sí, la urbe vive un día diferente: al menos de modo oficial, acaba su aislamiento de dos meses y medio contra el coronavirus. Este importante núcleo industrial y nudo de transportes en el centro de China volverá a estar conectado con el resto del país, aunque aún con limitaciones. Por ahora, la señora Sun y su familia seguirán en casa casi todo el día; la señora Gao continuará temerosa de abrir su restaurante; y Amigo Motorista permanecerá a la espera de clientes que aún tardarán en llegar.
En ocasiones es posible olvidar, por un momento, todo lo que ha pasado en esta ciudad, fruto de la fusión de otras tres -Wuchang, Hanyang y Hankou, antigua plaza colonial- y asentada en la unión de los ríos Han y Yangtzé, el más caudaloso de China. En el parque de Jiangtan, a lo largo de la orilla del Yangtzé, los cerezos dejan caer sus últimas flores en una mañana de primavera. Un hombre hace volar una cometa. Pasean familias con niños deseosos de correr. Frente un monumento con el rostro de Mao Zedong, el fundador de la China actual y gran admirador de esta ciudad, una pareja se toma la mano.
Pero basta volver la mirada: la entrada al parque está vallada, y solo se puede acceder tras mostrar a un grupo de vigilantes un “código de salud”, el código QR de color verde que produce una aplicación de móvil y que prueba que no se es portador del coronavirus. Del otro lado de la calle, restaurantes antaño atiborrados de turistas permanecen cerrados a cal y canto, sus plantas decorativas marchitas y descoloridas las sillas de sus terrazas. Absolutamente todo el mundo lleva mascarilla.
Más allá aún, se entrevén las barreras amarillas, las vallas azules, que como gigantescas serpientes han estrangulado barrios y calles enteras. A la entrada de cada complejo residencial, grande o pequeño, una carpa -azul o roja- marca dónde el representante del comité vecinal que controla las entradas y salidas de los vecinos tomará la temperatura a quienes quieran entrar, y tomará los datos a los no residentes que entren, si es que les permite pasar. También aquí es donde los mensajeros dejan los paquetes, o los encargos de comida, que han comprado los residentes aún confinados, o temerosos de salir al mundo exterior por miedo al virus. De estos últimos, aún hay muchos.
E incluso en el parque, y sus alrededores, las conversaciones continúan dominadas por el virus. “Cómo van a controlarlo en las calles, si no han podido controlarlo en las cárceles” (a finales de febrero se supo de varios brotes en diversas prisiones del país), “ten cuidado, no toques nada, ponte los guantes mejor”, se oye en las ráfagas de diálogos de los paseantes y a través de las ventanillas abiertas de los coches. En los aún pocos centros comerciales abiertos, huele a alcohol, el desinfectante que se ha convertido en el perfume de Wuhan.
Los nervios entre la ciudadanía están aún muy a flor de piel. Al menos entre ciudadanos como la señora Sun, jubilada, y cuyo hijo Xiaobo cuenta que, aunque no sale de casa desde finales de enero, aún le da mucha aprensión hacerlo. Es él, cuenta por teléfono, quien baja a hacer la compra ahora que ya se puede, cerca de su apartamento. En su complejo residencial solo pueden salir un par de horas al día, una de la medidas que su comité vecinal -el más bajo organismo de gobierno en China, y que se encarga estos días de supervisar el cumplimiento de la cuarentena- impone como parte de la “campaña de prevención y control de la epidemia” decretada por las autoridades. El de la señora Sun no es una excepción: dependiendo de cuántos casos haya habido en el distrito, muchos comités han optado por las mismas medidas.
A lo largo de las calles, en las rejas de las entradas de cada complejo residencial, los que pueden cuelgan con orgullo un cartel: “Certificado libre de virus. Ningún caso desde x fecha”. En el distrito de Hankou, la marca de salud la da una banderola verde; cerca de la Universidad, un cartel rojo; en Wuchang, una imagen multicolor.
Este miércoles, la ciudad retirará, por fin, las vallas que cierran sus autopistas. El aeropuerto, cerrado desde que el 23 de enero se impuso la cuarentena, retomará los vuelos. Las dos grandes estaciones de tren admitirán pasajeros de salida, además de los de entrada que ya admitía desde el 28 de marzo.
Aunque continuarán las limitaciones. Solo podrán salir de Wuhan aquellos que puedan demostrar, mediante la aplicación, que gozan de buen estado de salud. El complejo residencial de la señora Sun y otros muchos van a continuar las restricciones a la libertad de sus habitantes. La incorporación laboral será gradual. Solo ahora comienzan a abrir algunos restaurantes, como el de la señora Gao, en una de las calles de la antigua zona colonial de Hankou. “Tuvimos que hacer muchos trámites para conseguir la licencia de operación. Solo nos dejan estar abiertos hasta las ocho y no me importa, no querría seguir hasta más tarde. Me da un poco de reparo abrir, no sé qué gente puede venir y si pueden traer virus. Pero no me queda más remedio, después de tanto tiempo hay que ganar dinero”.
Es difícil, aún, cuantificar hasta qué punto el cierre de la ciudad ha perjudicado su economía. Pero no cabe duda de que el golpe será durísimo. Y afectará de modo desproporcionado a gente como Amigo Motorista, un veterano wuhanés que se gana la vida cerca de la estación de Hankou transportando viajeros en su moto por unos pocos yuanes. El lamento por la pérdida de ingresos es el leit motiv de su conversación. “Malos tiempos. No hay clientes. Con la estación cerrada, no hay nadie. E incluso cuando abra, seguirá igual. La gente tiene miedo. No se atreve a que les lleve. Claro, tienen miedo de que pueda contagiarles el virus”.
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