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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nunca rezaste por mis manos

La visión de los escasos paseantes enfundados en sus mascarillas y sus guantes de plástico me ha hecho pensar estos días en ‘Los comulgantes’, de Bergman

Gustavo Martín Garzo
Una mujer con mascarilla y con carrito en una calle en Madrid.
Una mujer con mascarilla y con carrito en una calle en Madrid.Andrea Comas (EL PAÍS)

La visión de los escasos paseantes que, enfundados en sus mascarillas y sus guantes de plástico, recorren temerosos las calles vacías de nuestras ciudades, me ha hecho pensar estos días en Los comulgantes, de Bergman. Me dirán ustedes que no es muy reconfortante ocuparse de una película tan desoladora en momentos como estos, pero por qué tendríamos que dedicarlos a la búsqueda de entretenimientos que los hagan más llevaderos, cuando podríamos aprovecharlos para preguntarnos por el mundo que nos vamos a encontrar cuando la epidemia termine. ¿Seguiremos dedicando un dinero que no tenemos a gastos militares que en nada nos aprovechan, mientras que los que de verdad luchan contra la enfermedad y la muerte deben hacerlo en condiciones cada vez más precarias? ¿Seguiremos sin hacer de la investigación y de la educación de niños y jóvenes, objetivos prioritarios de nuestra sociedad; haciendo oídos sordos a las reiteradas advertencias de los científicos acerca del deterioro del mundo; encerrando a nuestros ancianos en residencias de las que preferimos no saber nada; haciendo, en definitiva, del homo economicus el único Señor de la Realidad (o debería escribir el Señor de la Guerra)?

Los comulgantes gira sobre el silencio de Dios y sobre la toma de conciencia por parte de su protagonista, el reverendo Thomas, de su propio ateísmo. No estamos ante una obra exclusivamente religiosa, sino ante una que habla del absurdo de vivir y de la búsqueda de ese sentido que siempre se nos escapa. Es tal búsqueda la que tortura al reverendo, su personaje central. Por eso, cuando uno de sus fieles acude a él buscando consuelo, lejos de ayudarle a superar su angustia, provoca sin querer su suicidio. Los comulgantes habla de la incapacidad de amar, ya que el pecado de su protagonista, antes que su falta de fe, es su incapacidad para entregarse a los demás.

Pero el momento más extraordinario de la película es cuando lee la carta en que su amante le reprocha que nunca rezara por sus manos. Un terrible eczema las ha llenado de llagas y el reverendo se aparta de su lado por el asco que le dan. “Dios mío, por qué me creaste eternamente insatisfecha, tan asustada y resentida —le escribe ella—. Si mi sufrimiento tiene algún sentido, dime cuál es”. Ese sentido que busca solo puede obtenerlo a través del amor. Por eso no le pide al reverendo que rece por su salvación eterna o por su alma, sino por sus manos, para que desaparezca de ellas el estigma que las deforma y ensucia y vuelvan a ser aptas para las caricias y el juego.

He pensado en la queja de esta pobre mujer al ver esa legión de manos enfundadas en sus guantes azules, manos que no quieren tocar ni ser tocadas. Esas manos hablan de exclusión, de pérdida de contacto con el corazón de lo real. Son el símbolo de una comunidad rota. No solo por el virus que nos invade, sino por el tipo de mundo que hemos creado. Un mundo donde la práctica social y la tradición comunitaria aparecen dramáticamente separadas, y que condena a tantos a la miseria, la locura o a la soledad. Preguntamos qué podemos hacer para que esas manos de plástico vuelvan a ser nuestras, es la única pregunta que debería importarnos en estos tiempos de confinamiento.

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Gustavo Martín Garzo es escritor. Su último libro es La rama que no existe.

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