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Diario Viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hasta el súper y más allá

Pertrechado como para una misión espacial —mascarilla, guantes, jabón, carrito— me dirigí al objetivo. Con una lista interminable de cosas y un encargo de mis vecinos: una botella de ron

Colas a la entrada de un supermercado en Madrid este sábado.
Colas a la entrada de un supermercado en Madrid este sábado.©Jaime Villanueva (EL PAÍS)
Íñigo Domínguez

Este sábado me vi como uno de los hobbits de El señor de los anillos, que al emprender un largo viaje de pronto se detiene: “Si doy un paso más estaré más lejos de mi casa de lo que he estado nunca”. Bien, yo no había pasado en dos semanas de un escaso perímetro de tiendas del barrio, pero tenía que hacer una gran compra en un supermercado enorme que está más lejos. Pertrechado como para una misión espacial —mascarilla, guantes, botellita de jabón, carrito— me dirigí al objetivo. Con una lista interminable de cosas y un encargo de mis vecinos, un matrimonio muy simpático que al decirles si necesitaban algo, me dijeron sin pensarlo: “Sí, una botella de ron”.

Salir a buscar alimentos para la tribu tiene algo de primitivo. Como un mensaje que me llegó de Italia: “Dentro de poco tendremos que salir a cazar para comer y yo ni siquiera sé dónde viven las lasañas”. Pasear con excusa en la ciudad vacía es reconfortante, aprovechas para mirar, aunque casi vas de puntillas. Dentro del súper había una atmósfera que por un momento te devolvía a la normalidad, aunque todo el mundo llevaba lista de la compra de un folio. Y al rato te dabas cuenta de que parte de la gente no es real. Eran dobles: son los empleados que hacen la compra a quien la pide por Internet. Al final de la cadena siempre hay un tipo currando. Se notaba que muchos eran nuevos y no se conocían los pasillos, un laberinto donde puedes quedar atrapado en un bucle espacio-temporal en busca del puré de patatas. Estaban tan perdidos como yo. “A ver, queso semicurado de oveja Don Ismael. ¿Y dónde estará? Ha pedido un montón, se ve que a este le gusta el queso, o esta, no sé qué será”, decía la mujer. Se volvía loca repasando la heráldica de los nombres de quesos: condes, capitanes, cardenales.

El carnicero sonreía con los ojos; la sonrisa se ve hasta sin ver la boca

No había nadie sin mascarilla, salvo algún jovenzuelo, van como más sobrados, se creen invulnerables. A esa edad es una necesidad sentirse especial, y es que además lo eres. También llevaban protección los empleados, pero el carnicero seguía sonriendo con los ojos. Es increíble cómo se ve una sonrisa, incluso sin boca. En la caja me gasté más de 200 euros, no he hecho una compra así en mi vida, tres o cuatro unidades de cada cosa. Y, de hecho, al salir me di cuenta de que no podía con todo. Temí no poder regresar. Pero divisé más que estaban como yo, algunos como si fueran a un carguero interestelar de papel higiénico. Renqueando a lo largo de la calle, desperdigados, como en una etapa alpina del Tour. Sentía mi jadeo en la mascarilla y cómo me sudaban las manos bajo los guantes de látex. Me propuse adelantar a uno, pero acabé tan hecho polvo que tuve que parar. Sentado en medio de la nada, anhelaba que pasara un coche de la policía para detenerme y que de paso me llevara a casa. Pasó una mujer ciega, cómo será el silencio en su cabeza, ahora que el mundo es tan silencioso. Su perro me miró raro, ver a las personas sin rostro les despistará. Una repartidora a domicilio, con casco y una mochila gigante cuadrada, muy poco aerodinámica, deambulaba buscando una dirección. Con todo vacío, cada vez que aparecía alguien es un momento teatral, una escena.

En el portal me vi en el dilema de coger o no el ascensor, y utilicé la frase comodín de nuestra especie: “Malo será”. Al abrir la puerta de casa fue como si llegara el séptimo de caballería con refuerzos. Todo el mundo eufórico a ver las cosas que había traído. Pero me mandaron vestido a la ducha, como un agente Blade Runner que viniera del mundo exterior tóxico de cazar replicantes, no lasañas. Además, como dice un amigo, estas misiones son muy desagradecidas, da igual lo que te esmeres, siempre te dirán: “Te había dicho semidesnatada”. Al quitarme la mascarilla se me desmontó en las manos. Y los guantes, rotos. Se te rasgan al poner las pegatinas del precio de la fruta, se pegan a los dedos. Por fin me sentí seguro, pero al día siguiente, al ver mi móvil, caí en un descuido, siempre hay algo que haces mal: lo estuve manoseando en la compra y luego lo fui dejando por todas partes. ¿Habré metido el alien en casa?

Ese día una amiga fue a hacer la compra a un Lidl de Bravo Murillo y mientras estaba esperando en la cola, todos en silencio, porque hay un extraño silencio, de personas solas, incluso donde hay gente, una señora dijo mirando a las cajeras: “Yo creo que estas personas se merecen un aplauso”. Y la comunidad humana del supermercado respondió con una gran ovación a estas heroínas galácticas.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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