Ingrid Guardiola: “El capitalismo de plataforma está acumulando mucho más poder y más rápido”
La profesora e investigadora cultural alerta del riesgo de que el confinamiento ahonde en las brechas
Ingrid Guardiola, profesora e investigadora cultural, aborda el papel de las tecnologías en nuestros imaginarios colectivos en El ojo y la navaja: un ensayo sobre el mundo como interfaz (Arcadia). Responde aquí a varias preguntas por escrito:
Pregunta. Esta crisis vuelve a poner en valor las relaciones físicas reales. ¿Perderá prestigio la relación virtual frente a la física tradicional o por el contrario se reafirmará en este contexto de confinamiento?
Respuesta. Creo que estos tiempos de confinamiento no solo han provocado un sobreuso de la tecnología digital conectada (un ruido global insoportable), sino que en muchos casos nos están generando un uso consciente de las herramientas, se cargan de valor. Sería hipócrita y esnob no verlo así, yo misma estoy viviéndolo así. Mi hijo de dos años me dice que quiere entrar en la pantalla para ver a sus primos. Con mis alumnos hacemos clases virtuales con programas donde nos conectamos todos juntos. La conexión da paso a la comunicación, la relación virtual permite dibujar una experiencia colectiva, nos sentimos parte de una comunidad. Pero ahora mismo pienso en tres escenarios:
1) Los que no tienen que teletrabajar tienen el tiempo y las herramientas de comunicación, pero también el dilema de qué hacer con todo ello. Este paso nos lo habíamos saltado: ¿cómo nos relacionamos con estas herramientas?
2) También se está produciendo un abuso irreflexivo, está claro, e incluso la gente ha hecho aflorar el influencer que lleva dentro, convirtiendo las redes sociales en un espacio dominado por identidades dominantes (blanco, homosexual, clase media) haciendo cosas supuestamente graciosas o aleccionando al público.
3) Y los que, frente al pánico, buscan una teleterapia transitoria para no pensar en las devastadoras futuras consecuencias.
P. ¿Qué riesgo corremos por exceso de dependencia de la tecnología e Internet?
R. Este riesgo ya existía, son herramientas diseñadas para que seamos dependientes, generan adicción. Para mí el problema no es la dependencia de estas tecnologías, sino cómo las empresas del capitalismo de plataforma están acumulando más poder del que ya tenían, y eso no estaba previsto a tan corto alcance: Google-YouTube, Amazon (acaba de anunciar la contratación de más de 100.000 nuevos trabajadores en Estados Unidos), las teleoperadoras, Facebook (WhatsApp), Microsoft (Skype), Netflix… y las grandes cadenas comerciales. El confinamiento nos está llevando a consumir a través de estos monocultivos basados en compañías que funcionan como plataformas de datos. Hay alternativas (Filmin, Zoo, Teatroteca, medios especializados, los canales de muchas instituciones culturales, los libros —imprescindibles—, etcétera), pero sobre todo se trata de que cuando pase esto podamos recuperar el comercio de proximidad, la cultura de proximidad y una aproximación responsable al consumo y a la política, votando no desde el castigo, la inercia o el miedo, sino desde la certeza de que aquellos que votamos priorizarán el bien común, las lógicas distributivas, frente a la tendencia sociópata de los mercados y de las políticas más reaccionarias. Cada uno deberá encontrar su propio etólogo.
P. En términos de empatía ¿las redes nos permiten sustituir lo que nos da una conversación cara a cara?
R. Sherry Turkle (En defensa de la conversación, Ático de los Libros) y la psicoanalista británica Gillian Isaacs Russell publicaron un artículo en el que decían que algunos ya sueñan que la inteligencia artificial y la robótica pronto podrán simular la experiencia emocional y las consciencias de estar físicamente con otra persona, como una intimidad artificial. Pero el confinamiento ha evidenciado que hay un elemento que el cautiverio inhibe, y es el azar. En las formas de comunicación humana hay un componente azaroso muy estimulante, atañe a lo progresivo, a lo que está vivo. Sin eso no se puede ni tan solo pensar: el pensamiento es un proceso en marcha, abierto. La inteligencia artificial no podrá emular lo imprevisible. Lo que da miedo no es que la máquina se humanice, sino que nosotros nos maquinicemos. Si la conversación se da cara a cara hay más elementos para lo azaroso, pero las conversaciones online también generan autoestima y empatía. La diferencia estriba en que las conversaciones no presenciales pueden romperse sin motivo aparente, son más transitorias, no siempre siguen un principio-desarrollo-fin, son más fragmentarias y corales. Hay fenómenos como el ghosting que encuentran en la esfera virtual su mejor aliado. Esto nos hace sentir vulnerables. Con el confinamiento, la conversación virtual adquiere otra dimensión: al no haber alternativa, ese uso interesado, conectivo, aleatorio, es sustituido por una comunicación más buscada, más certera.
P. ¿Corremos el riesgo de ser arrastrados por el algoritmo o sabremos buscar información solvente?
R. El espectro comunicativo ha cambiado radicalmente. En las redes sociales y en algunos medios ofrecen teleterapia cultural u ofertas de contenidos de calidad mientras en los canales oficiales públicos o generalistas privados prima la información sobre la pandemia y las comparecencias oficiales. Ante un escenario tan monolítico (poca diversidad informativa), el riesgo a ser arrastrados por el algoritmo no es tan diferente al riesgo de crear una agenda reduccionista y alarmista. De hecho, la falta de personal profesional y el momento excepcional que vivimos hace que no pueda ser de otra manera. Ya no existen refugiados, ni la justicia, ni una monarquía fraudulenta… Solo en algunos medios especializados online, y a duras penas en los medios que hacen gala de “servicio público”, todos con unas plantillas a medio gas. Lo que sí que es verdad es que los algoritmos están aprendiendo demasiado sobre nosotros. Las consecuencias las veremos en breve, cuando tengamos una distancia crítica, física y emocional suficiente.
P. ¿Hay riesgo de ampliar brecha digital estos días?
R. Sí, claro, hay riesgo de ampliar la brecha digital. Pero también la brecha salarial, laboral, cultural…
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