Ignaz Semmelweis, o cómo evitar contagios con tres palabras: lavarse las manos
El médico húngaro, pionero de la antisepsia, salvó la vida de las parturientas desde mediados del siglo XIX con esta sencilla pero efectiva medida de higiene sanitaria
Han pasado más de 150 años desde que Ignaz Semmelweis demostró que el hecho de que los médicos se lavasen las manos en el hospital evitaba la muerte de mujeres parturientas al dar a luz. Hoy, ese gesto, tan sencillo como cotidiano, cobra en las últimas semanas un valor incalculable al haberse convertido en una de las soluciones más eficaces para evitar el contagio del virus Covid-19, conocido ya en todo el mundo como coronavirus.
Sin embargo, a pesar de su gran descubrimiento y de su lúcida cabeza, Semmelweis nunca fue tomado muy en serio por sus colegas. Estos no le perdonaron que lanzara proclamas para que las mujeres no fueran atendidas en los hospitales por el riesgo a morir por la fiebre puerperal, también conocida como ‘fiebre de las parturientas’, que los acusara de “asesinos” y que no supiera explicar científicamente las conclusiones de sus estudios estadísticos para reducir la mortalidad. Tal vez, lo que en el fondo no le perdonaron fue su juventud, ya que con escasos 30 años puso en jaque todo el sistema de salud austriaco, ni tampoco su carácter orgulloso y agresivo.
Su reconocimiento tardó años en llegarle, entre otras cosas porque murió joven -47 años-, solo, deprimido y en un manicomio al que le llevaron engañado. Su fallecimiento se produjo, precisamente, por la infección febril por la que tanto combatió, causada por una herida, que no se sabe bien si fue hecha por él mismo o accidental. De lo que no cabe duda es que el investigador húngaro fue el pionero de la antisepsia sanitaria, más tarde trasladada a la cirugía por Joseph Lister, y quien allanó el camino a Louis Pasteur para que elaborara su teoría del germen.
Ignaz Philipp Semmelweis nació en Buda (actual Budapest) el 1 de julio de 1818. Fue el cuarto de diez hermanos en una próspera familia de comerciantes. Su padre se casó con la hija de un constructor de carruajes y tuvieron un fructífero negocio de venta al por mayor. Construyeron un almacén que se convirtió en la sede de la compañía y también en el domicilio del matrimonio Semmelweis, y donde en la actualidad se encuentra el Museo Semmelweis de Historia de la Medicina.
La educación del pequeño Ignaz fue tanto en húngaro como en alemán, aunque este último idioma nunca lo dominó. Al acabar la enseñanza obligatoria empezó a estudiar Derecho, pero tras presenciar una autopsia, se cambió a Medicina, licenciándose en 1844 y logrando la especialidad en Obstetricia en 1846. En aquella época, el Hospital General de Viena era el más grande y más famoso del mundo, con dos clínicas de obstetricia, una para enseñar a los estudiantes de Medicina y la otra para formar a las matronas.
El 20 de marzo, de 1846, Ignaz Semmelweis fue nombrado ayudante del director y jefe de Residentes en la Clínica de Maternidad del Hospital General de Viena. Se propuso a sí mismo investigar y dar solución a lo que otros simplemente asumían como normal en un mundo en el que aún no se hablaba de gérmenes: las muertes por fiebre puerperal. Era una grave enfermedad que afectaba a las mujeres durante el parto y por la que llegaban a fallecer hasta 700 mujeres al año de las que ingresaban para dar a luz.
La teoría de la época atribuía la alta mortalidad a los aires nocivos, así que se hicieron numerosos agujeros en los muros y en las puertas de los hospitales, conocidos como ‘casas de muerte’, para mejorar la ventilación, pero todo fue en vano. Entre otras razones, porque las condiciones de higiene desaconsejaban hasta ir a un hospital: los quirófanos eran tan sucios como los cirujanos que trabajaban en ellos. En medio de la habitación solía haber una mesa de madera manchada con huellas de intervenciones anteriores, mientras que el piso estaba cubierto de serrín para absorber la sangre y los enfermos estaban en camas llenas de todo tipo de bichos por la humedad de sus propios fluidos.
Las personas con mayor riesgo en el hospital eran las mujeres embarazadas, particularmente las que sufrían desgarros vaginales durante el parto, pues las heridas abiertas eran el hábitat ideal para las bacterias que médicos y cirujanos llevaban de un lado a otro. Las afectadas sufrían escalofríos, dolores de cabeza, se le enrojecían los ojos, convulsionaban, deliraban y, en cuestión de días, fallecían.
Los médicos lo achacaban al frío, a la humedad, al hacinamiento en las salas de maternidad, a la ansiedad de las parturientas, pero lo primero que notó Semmelweis fue una diferencia notable entre las dos salas obstétricas del Hospital General de Viena, cuyas instalaciones eran idénticas. La que era supervisada por los estudiantes de Medicina tenía una tasa de mortalidad tres veces más alta que la de las matronas.
Aunque nadie era capaz de resolver el misterio, la decisión de un anterior director del hospital era la clave: quiso modernizar algunas costumbres médicas, entre ellas decidió que los estudiantes de obstetricia dejaran de aprender anatomía con maniquíes y pasaran a hacerlo mediante la disección y el estudio de cadáveres.
El gran mérito de Ignaz Semmelweis fue empezar a hacer anotaciones y a recopilar datos estadísticos de ambas salas. Lo evidente, y lo no tan evidente, salió a relucir: muchas mujeres contraían la fiebre antes de dar a luz, la infección siempre surgía en el útero y, lo más importante, los alumnos que examinaban a las pacientes acudían de sus prácticas de anatomía con cadáveres sin haberse lavado antes las manos y en esas condiciones exploraban a las mujeres.
Las matronas que trabajaban en la segunda sala del hospital, sin embargo, no realizaban estudios forenses, por lo que a Semmelweis se le ocurrió que quizás aquellos estudiantes transportaban en sus dedos la infección que trasladaban de la sala de anatomía a las futuras madres y propuso tres simples palabras: lavarse las manos.
Su teoría no gustó nada a la dirección del hospital ni a sus colegas médicos, que se sintieron culpables y directamente acusados de cientos de muertes, así que tras discutir con el director, en octubre de 1846 Semmelweis fue destituido de su puesto.
Un año después, Ignaz Semmelweis se enteró de que un profesor amigo suyo había muerto tras sufrir un corte accidental durante una autopsia. Descubrió que los síntomas que había padecido antes de morir eran los mismos que sufrían las mujeres en el hospital, y así fue como encontró la evidencia que necesitaba para su espíritu metódico. “Su sepsia y la fiebre puerperal deben tener el mismo origen. Los dedos y manos de los estudiantes y doctores, sucios por las disecciones recientes, portan venenos mortales de los cadáveres a los órganos genitales de las parturientas”, anotó.
Gracias a su constancia, Semmelweis consiguió regresar al hospital vienés, donde empezó a corroborar sus hipótesis, y así fue como la terrible sangría de vidas que ocasionaba la fiebre puerperal se redujo drásticamente con un simple lavado de manos.
Él mismo preparó una solución de cloruro y ordenó a los estudiantes que se lavasen las manos con ella. Cuando Ignaz Semmelweis comprendió que las infecciones también se podían trasladar tras examinar a pacientes vivas reforzó las medidas de higiene y el número de fallecidas se desplomó aún más.
Sin embargo, la mayoría de sus colegas y los propios alumnos rechazaron su eficiente ‘receta’ al no estar basada en una explicación científica, y dos años más tarde, en 1849, herido en su orgullo, Semmelweis perdió de nuevo su empleo en Viena.
Tras ejercer como médico privado en Hungría y dar clases en una universidad, el médico publicó en 1861 una obra en la que exponía sus teorías y se sumió en una profunda depresión. Su carácter tampoco le ayudó a sobrellevar la situación, ya que durante ese periodo redactó también pasquines incendiarios en los que cargó contra los compañeros que lo ignoraron llamándolos abiertamente “asesinos”.
Terminó interno en un manicomio tras deambular por la calle con aspecto desaliñado y gritando. Fue su esposa quien llevo a Semmelweis, engañado, al manicomio vienés con la excusa de visitar a un amigo en su casa. Nada más llegar, tres médicos, ninguno de los cuales era psiquiatra, aprobaron su reclusión involuntaria, le pusieron una camisa de fuerza y lo encerraron en una celda oscura, donde fue golpeado por su obstinación. Cuando murió, la prensa médica simplemente dio cuenta de su fallecimiento y no hubo obituarios reconociendo sus logros.
Falleció el 13 de agosto de 1865, a los 47 años. Sobre su muerte circulan varias teorías. La más extendida es que en un arranque de locura se cortó a sí mismo y la herida le produjo la temida fiebre contra la que combatió durante toda su carrera. Otra, sin embargo, sostiene que esa lesión fue accidental.
Como reza en la estatua que lo homenajea en Viena, se le conoce como “el salvador de madres”, al igual que ocurre frente a la fachada del Hospital de Budapest, donde se alza una gran escultura con la inscripción “Semmelweis”, y a los pies del pedestal, entre ángeles, una madre de piedra da el pecho al bebé que sostiene en brazos. La mujer mira hacia lo alto de la peana, donde posa un hombre con barba, gabardina y varios cuadernos bajo el brazo.
La receta de Ignaz Semmelweis de lavarse las manos salvó incontables vidas desde entonces aunque él no supo darle una explicación científica al motivo de las muertes. Hoy, el concepto fiebre puerperal no es aceptado como categoría diagnóstica, y es más común identificar los órganos y tejidos afectados por la infección, por ejemplo endometritis o peritonitis, pero lavarse las manos ha vuelto a convertirse en las últimas semanas en la manera más segura de sentirse a salvo de un contagio.
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