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La crisis del coronavirus
Tribuna
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Estupidez

Ni inteligencia artificial ni extraterrestre: estupidez pura y dura propagándose a través de nuestros cuerpos, repentinamente devueltos al centro de la escena

Juan Cárdenas
Efectivos del Ejército (UME), este viernes en el Aeropuerto del Prat, en Barcelona.
Efectivos del Ejército (UME), este viernes en el Aeropuerto del Prat, en Barcelona.Enric Fontcuberta (EFE)

“¿Puede haber algo más estúpido que un virus?”, se preguntaba en estos días Slavoj Zizek en una entrevista con un canal internacional ruso. Al fin y al cabo, los científicos no se ponen de acuerdo sobre si los virus son entidades químicas o seres vivos, pues se comportan como unas cajitas inútiles con algo de material genético, pero no se reproducen ni se alimentan por sí mismos. De hecho, cuando no están en contacto con células a las que hackear para multiplicarse entre las vecinas, los virus pueden permanecer encima de casi cualquier cosa sin hacer absolutamente nada. Nada de nada. Ni siquiera estamos ante una especie con una identidad concreta que desea vivir y perpetuarse depredando a otras especies. Es un agente ambiguo, algo situado entre lo vivo y lo no-vivo, que abre las células ajenas y las coloniza al servicio de ningún propósito biológico. Los virus son “estúpidos” o son la estupidez misma, podríamos decir, el absurdo en persona. “They are meaningless”, añadía Zizek para acentuar la ironía de que la debacle humana no hubiera llegado del espacio exterior, de una inteligencia superior a bordo de naves espaciales, sino justamente de aquella unidad mínima de la estupidez del cosmos, de su ausencia de significado último. Y esa debacle, digámoslo de una vez, tampoco ha llegado desde la amenaza de la inteligencia artificial y la automatización, como venían advirtiendo Bifo Berardi y todos los gurús del apocalipsis tecnológico, convencidos de que la dominación de las máquinas era un hecho consumado. Ni inteligencia artificial ni extraterrestre: estupidez pura y dura propagándose a través de nuestros cuerpos, unos cuerpos repentinamente devueltos al centro de la escena.

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Nuestras fantasías apocalípticas suelen estar diseñadas a partir de una lógica humana, desde un antropocentrismo más o menos disimulado, siguiendo unas premisas fundadas en la invención del sujeto cartesiano y el homo economicus del capitalismo, así que por lo general solo somos capaces de imaginar que seremos superados por versiones mejoradas de nosotros mismos –alienígenas o androides-. Rara vez aquellas fantasías están dispuestas a situarse por fuera de los límites de nuestra vanidad y más raro aún es que se ocupen de lidiar con el arcaico mensaje que nos trae la nueva pandemia global del Covid-19: que somos animales tan vulnerables como cualquier otro, esto es, que formamos parte de una red de vida que involucra a todas las otras especies del planeta, que no estamos por fuera o por encima de toda aquella trama biológica y geológica y, por último, que la pertenencia a esa red está ligada a un misterio mucho más inquietante que los platillos voladores o los robots inteligentes, un misterio, por otro lado, mucho más obvio, oculto a la vista de todos: el misterio innombrable de estar vivos, la contingencia del animal, el cuerpo que hace cosas por su cuenta o que se deja invadir por agentes no-vivos que amenazan su supervivencia. Todo ello sin ninguna razón, sin ningún plan maestro, sin ninguna inteligencia general en los controles, sin ningún diseño: pura estupidez.

Lo verdaderamente insoportable para este animal pensante en que nos hemos convertido es ese núcleo de absurdo como horizonte primordial y último de nuestra presencia en la tierra. Preferimos entonces imaginar -y por tanto, hacer realidad- el porvenir como un fascismo hipertecnológico e insostenible donde las máquinas ya han tomado todas las decisiones de antemano, donde lo humano se ha trascendido a sí mismo en un giro evolutivo que beneficia solo a los más poderosos, antes que hacernos cargo del hecho ineludible de que estamos aquí por puro accidente, como parte de la historia general de las catástrofes que es el cosmos y que esa situación puede cambiar de un momento a otro, incluso para quienes se consideran los amos del universo. Que somos blandos, frágiles, penetrables, que dependemos los unos de los otros y que estamos a merced de aquello que creemos haber dominado o de lo que creemos habernos separado para siempre: la red de la vida. En otras palabras, que estamos a merced del inescapable deseo de transformación de la materia sensible, el deseo reprimido que tiene esa materia sensible de morir para que otras cosas puedan vivir, el deseo de la experiencia limitada del cuerpo mortal –cada cosa que hacemos cargada de sentido en cuanto recordatorio de nuestra finitud- y el deseo que tiene ese cuerpo de dejar su lugar a otros cuerpos o incluso del oscuro deseo que tiene todo ser vivo de dormir como las piedras. De ser polvo que viaja en el vacío sideral rumbo a ninguna parte.

“El lenguaje es un virus del espacio exterior”, canta Laurie Anderson tomando prestada una idea de William Burroughs. Y si nos detenemos un segundo a contemplar la estructura del significante, que por sí mismo carece de cualquier significado, que depende siempre del contexto para entrar en acción y producir efectos de significación, que funciona como una especie de vacío central, unidad mínima del decir y el no decir, y que es por definición “meaningless”, quizá nos estremezca constatar cuánto se parecen esas estructuras elementales del lenguaje a un virus (lo que se viraliza en realidad son los significantes, más que los significados).

La pandemia del Covid-19 es un recordatorio de ese vacío primordial, de aquel horizonte de absurdo sobre el que pivota toda la vida y cualquier intento de simbolización lingüística humana. Nos encontramos ahora mismo en el centro mismo de ese vacío, casi mudos, balbuceantes, aterrorizados pero con la saludable impresión de que se han derrumbado en pocos días todas las certezas. Han quedado suspendidas las justificaciones sobre las que se había edificado aquel mundo de competencia desenfrenada, de destrucción del planeta en aras de una economía irracional e insostenible.

A la luz de lo que ha sucedido en otras ocasiones en nuestro planeta, es improbable que los seres humanos acaben con toda la vida. La tierra ha sido testigo de otras cinco megaextinciones, todas ellas mucho más dramáticas que la actual, así que lo más probable es que solo estemos trabajando desesperadamente para provocar nuestra propia extinción como especie. Desde luego, la extinción o el exterminio son opciones tan plausibles como la posibilidad de que podamos permanecer un tiempo más en la tierra, aprendiendo nuevamente a convivir con las otras especies.

No se trata entonces de elegir entre la estupidez y la inteligencia. Se trata de elegir entre dos formas de estupidez, o mejor, de dos actitudes posibles ante el absurdo fundamental de estar aquí: aquella donde podemos prolongar nuestra experiencia de seres mortales o aquella donde ya no somos viables y la vida en el planeta debe continuar sin nosotros; aquella donde aceptamos que somos animales solidarios, partes minúsculas de una red global de especies, donde nuestros limitados recursos intelectuales y materiales están al servicio de esa solidaridad o aquella donde estamos solos, en la supuesta cúspide de la naturaleza, enfrascados en la ingrata labor de extinguirnos a nosotros mismos.


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