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Coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ciencia de la fe

El miedo que los españoles llevamos en el ADN no tiene que ver con la enfermedad y la parca, sino con el hambre, pues seguía sin haber ni rastro de fe en la epidemia

Un parque de Madrid cerrado por el coronavirus.
Un parque de Madrid cerrado por el coronavirus.©Jaime Villanueva
Elvira Navarro

Vivo donde Alcobendas acaba, frente a un baldío que colinda con una zona militar. Algunas noches llegan ruidos de tanques: son los soldados haciendo maniobras. El último día en el que las máquinas de guerra rugieron fue como colofón a la primera jornada sin colegio, con todo oliendo a vacaciones, a primavera, especialmente en los parques y en el descampado, donde correteaban los infantes y refulgían los jaramagos amarillos, las tímidas manzanillas, las malvas. ¿Quién iba a creer que había vuelto la peste? ¿Cómo podía ser cierta la muerte en mitad de aquella purísima vida de flores y chiquillos, y qué padres no iban a ir tras esa estela de inmortalidad encarnada en su progenie?

En el segundo día sin cole siguió habiendo niños por el descampado, pero manteniendo más las distancias bajo la vigilancia adulta. Las familias no parecían haber quedado con amigos para pasar el rato mientras sus hijos jugaban, pero se saludaban entre ellas y charlaban un rato sobre el inverosímil virus que las condenaba a un confinamiento llevadero, de salir al descampado, ya que a los parques no se podía. Los estaban precintando. El cambio era más llamativo en el patio, sin una sola alma, de mi bloque, una vivienda de manzana cerrada con el típico parquecito de tobogán y balancín. Veinticuatro horas atrás estaba a rebosar de chiquillos mientras los progenitores se daban a la conversación y a la lata de cerveza. Los gritos de los juegos se oyeron hasta bien entrada la tarde, y hubo profusión de besos, abrazos y mocos entre adultos y niños.

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Con la declaración del estado de alarma, todo cambió un poco más, es decir, con cierto disimulo, como si hubiera algo pegajoso que impidiera creer en lo que estaba sucediendo. Por el baldío las familias siguieron saliendo con bicis y cometas, con manteles para poner sobre el suelo, aunque sólo a ciertas horas. Los mayores no renunciaron a la caminata mañanera, recetada por los médicos para una vejez saludable. Los que nos quedamos en casa y miramos la algarabía nos convertimos en sospechosas viejas del visillo, en aguafiestas, en espías. La histeria solo estaba permitida en los supermercados; pensé entonces que el miedo que los españoles llevamos en el ADN no tiene que ver con la enfermedad y la parca, sino con el hambre, pues seguía sin haber ni rastro de fe en la epidemia. Recordé que durante días, y a pesar de las advertencias, no dar dos besos cuando te encontrabas con amigos o conocidos sin síntomas se había considerado casi una afrenta, e incluso yo, que evité toda cercanía, me marchaba luego contrita y algo avergonzada, con la impresión de haberles negado el pan a los míos.

Tuvo que aparecer la policía para que el descampado se vaciara. Entonces, los confinados empezamos a escuchar por las paredes. A mi baño llegaban voces de los vecinos: “Quedaremos en los trasteros”, escuché. ¿Se trataba de una broma? Empezaron también las fiestas del balcón: tras los aplausos a los sanitarios, un rato con Paquito el Chocolatero, Manolo Escobar, Parchís y luces de discoteca. Incluso los perros bailaban. De vieja del visillo pasé a vieja piadosa: a lo mejor, me dije, lo que necesitamos ahora para sobrevivir es, paradójicamente, no creer en la muerte.

Elvira Navarro es escritora. Su último libro es La isla de los conejos.

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