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La naturaleza se enfada más en el poblado tlapaneca

Seis años después de los huracanes Ingrid y Manuel, los indígenas mexicanos desplazados de sus tierras aún no han recuperado su vida completa

Niños de Zontecomapa frente a una de las aulas de su antigua escuela, que sucumbió al huracán en 2013.
Niños de Zontecomapa frente a una de las aulas de su antigua escuela, que sucumbió al huracán en 2013.Hector Guerrero (El País)
Carmen Morán Breña
Zontecomapa (Guerrero, México) -
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Los bisabuelos indios decían que el río se salía de su cauce cada 48 años. Habrían hecho sus cuentas, pero los nietos ya no están de acuerdo con ellas: ahora les toca llorar más a menudo. En 2013 la furia de los huracanes Ingrid y Manuel recorrió el Estado mexicano de Guerrero, causó 105 muertos y afectó a 13.000 viviendas; escuelas, centros de salud… todo se lo llevaron el viento y el agua. Lo que suele llamarse desastre no es más que un fenómeno natural. El desastre vino después y persiste todavía. Entre el 11 y el 18 de septiembre de aquel año, el cerro a un lado de Zontecomapa sucumbió al temporal y toneladas de piedra, tierra y cultivos de maíz cayeron sobre el río empujando sus aguas hacia el poblado donde dormían los tlapanecas. Ese tsunami fluvial en un cauce que bajaba crecido obligó a los indígenas a refugiarse montaña arriba. Nunca volvieron a sus viviendas. “La gente trepó. Muchos días hubo hambre y sed, no podíamos comunicarnos, solo llorar. Todo era lodo y lodo. Todo era oscuro. Unos pocos caminamos para buscar apoyo. Llegamos llorando a comunicar”. Antonio Rodríguez Jiménez tiene 58 años y era el comisario de su comunidad aquellos días. Su nombre y sus apellidos son imposiciones de hace siglos: él es indio tlapaneca y su idioma es el me’phaa. Solo en esa lengua saben los tlapanecas decir cómo se llama el río que devoró su pueblo.

La comunidad todavía recuerda el helicóptero en el que aterrizó el gobernador del Estado, antes de hacer unas promesas y largarse por dónde había venido: por el aire. Para calibrar la incomunicación en la que vive esta comunidad hay que recorrer más de dos horas en automóvil desde Tlapa, la capital de La Montaña, donde se reúnen el comercio, algunos servicios y mucha violencia asociada al narcotráfico, es decir, a la pobreza. El vehículo sube de curva en curva por la carretera, después desciende dando tumbos entre cárcavas y charcos por las pistas de tierra, moviéndose de lado a lado como una antigua diligencia. El nuevo emplazamiento de Zontecomapa ya mira al río desde arriba, pero sus casas, sus escuelas, las tiendas y el Ayuntamiento están colgados de un barranco. Ay de la próxima vez que la naturaleza dé un rugido.

La comunidad tiene 1.480 habitantes y muchos de ellos se han reunido para recibir a los forasteros. Les obsequian con pozole, un desayuno de maíz y cerdo picante recién salido del caldero a la lumbre y rematan la hospitalaria ceremonia con collares de camelias silvestres. Pero los indígenas quieren que este reportaje vaya al grano: “No tenemos agua corriente, la nueva escuela de secundaria es un puro cascarón, sin luz, los baños se atoran. Queremos un puente porque no podemos cruzar cuando llueve; no tenemos Internet, ni computadoras y algunas de las aulas ya se han cuarteado de nuevo; no enchufamos los ventiladores por miedo a que se desprendan, de las luces saltan chispas…”. El comisario (alcalde), las maestras, el personal sanitario, cada uno se acerca a dejar su súplica para las autoridades, que hasta ahora, seis años después, han prestado oídos sordos, dicen. Y aún faltan lamentos. Susana Parra Olea, una de las maestras, con 30 años de servicio en la comunidad, se acerca para presentar a tres mujeres que no superan la timidez. La maestra hace la traducción al español. Vienen a decir que ellas, y no son las únicas, aún no tienen la casa prometida. Han construido algo provisional para vivir. Rosa Rubio Castro, 36 años, seis de familia; Hermelinda Aurelia María, cinco comparten la vivienda, y Natalia Ramírez Aurelio, siete malviviendo como pueden. Son el ejemplo de un desastre que solo empezó con la riada.

El cambio climático ha obligado a millones de personas en todo el mundo a desplazamientos forzosos y estas son las consecuencias. Los huracanes Ingrid y Manuel solo pusieron el agua y el viento, la tormenta perfecta ya estaba situada en La Montaña de Guerrero: vulnerabilidad física, ambiental, técnica, económica y étnica. Esas son las condiciones que describen los expertos para que el fenómeno natural se convierta en desastre. “La vulnerabilidad de las poblaciones no la determina el huracán sino las condiciones previas, por eso la gran exposición de México a estas crisis ambientales son sus condiciones de partida”, explica el biólogo Fernando Aragón Durand, que ha participado en dos informes del IPCC. Se refiere, desde luego, a la pobreza, la marginación y el abandono en que el Estado tiene sumidas a estas poblaciones. “El cambio climático se aborda en México desde el punto de vista de la mitigación, es decir, del combate a las emisiones de efecto invernadero, pero debería centrarse en eliminar la vulnerabilidad. Si el nuevo Gobierno ha elegido el discurso de reducir la pobreza tendría que vincularlo con la política climática”, sostiene este experto en planeación y desarrollo sostenible.

Cuando Ingrid y Manuel azotaron esta sierra de Guerrero, en la comunidad indígena ya había grietas: siglos de exclusión que los arrinconó en las montañas más escarpadas, a merced de la naturaleza, un territorio deforestado por la industria maderera que deja los suelos como serrín frente al agua brava, viviendas de adobe y tejado de latón que no aguantan un soplido y una economía precaria que impide recuperarse del golpe. Esa y no otra es la tormenta perfecta, como bien se recoge en una investigación académica de Alejandra Toscana y Alma Villaseñor sobre aquel huracán combinado de 2013.

Casas para reubicar a los desplazados de la comunidad de La Lucerna.
Casas para reubicar a los desplazados de la comunidad de La Lucerna.Hector Guerrero (El País)

Los expertos exigen medidas de prevención de la vulnerabilidad con las que combatir, de paso, el cambio climático. Por ejemplo, impedir talas abusivas y cultivos que empobrecen los suelos. O trazar una carretera que no sea una herida abierta en la montaña. Algunas de las vías por las que ahora entra el camión de Coca-Cola para su reparto semanal las abrieron los madereros para sacar su mercancía sin pensar en tifones ni huracanes.

Los indígenas se apuntan humildemente al reparto de la culpa. Ellos también han talado para sembrar maíz en la vertical del cerro: “Es difícil explicarlo, el hombre también destruye, nuestros abuelos limpiaban con las manos, ahora se usa lo químico. Esa es la causa y la consecuencia ya la estamos viendo”, se autoinculpa en nombre de todos Antonio Rodríguez. El paseo por el río le da la razón con creces: a un lado, la maleza casi cubre la antigua sala de usos múltiples de la escuela, un edificio circular caído contra el suelo como una tarta enorme. De la tienda de Ernesto Cirilo Constancio apenas se atisba el tejado, lo que había debajo de él ahí enterrado estará. La antigua vivienda de Ramón Díaz de la Cruz sigue en pie, pero las grietas suben del suelo al techo: son dos cuartos mínimos, uno para la cocina y el otro para que durmiera la familia, en su caso, 10 hijos. Las demás eran parecidas y las que les han hecho nuevas en la ladera de la montaña para reubicarlos tras el desastre siguen siendo así, pero no de adobe, de cemento. Eso no es garantía de nada, como se verá.

A una hora y media de Tlapa, pero viajando en otra dirección, varias hileras de casitas de colores sorprenden en la cresta de la sierra. Es como un decorado de plastilina. También son tlapanecos, una cultura muy devota de la virgen de Guadalupe que recibe, a cambio, muy poco del cielo. Bonifacio Solano Navarrete está pelando un árbol en su patio, donde transitan las gallinas y se pelean los gallos, cuando le sorprende la visita. El comisario manda de inmediato reunir a la comunidad por el altavoz y los campesinos y algunas mujeres se acercan al Ayuntamiento (la comisaría). Se muestran desconfiados y tímidos, amén de protocolarios; no suelen ser objeto del interés de nadie. “¿Y esto que usted propone, qué beneficio nos traerá a nosotros?”, pregunta uno de ellos a la periodista.

La comisaría se hizo de concreto (cemento) pero cuando llueve se mojan más si están dentro que fuera de ella. El olor a humedad y las manchas justifican su queja. Falta pavimentación en las calles, un médico, luz, la escuela de prescolar no tiene sanitarios dignos de tal nombre. Y las casitas apenas miden seis por ocho metros cuadrados. “Tengo que poner mi lumbre fuera porque dentro es pequeño y se llena todo de humo”, dice con una voz casi inaudible Mercedes Gálvez Guzmán. Lo más chistoso es que los vecinos ya están pidiendo un muro de contención porque ven que el terraplén va a enterrar algunas construcciones cualquier día en que vuelvan a ser protagonistas de eso que llaman el cambio climático, al que se refiere así Emigdio Maldonado Navarrete, de 62 años: “Si dejáramos de talar mejoraríamos algo. Y también dejamos los plásticos por todos lados, las bolsas calientan el suelo y ahora las gripas son más fuertes”.

La verdad de estas comunidades es una constatación científica: cada fenómeno natural que padecen les deja más desnudos para el siguiente. Donde antes había una sala de usos múltiples ahora no hay computadoras; donde antes se levantaba un puente ahora los niños caminan hora y media para ir a la escuela y los padres lo mismo para llegar a sus antiguos cultivos de maíz, frijoles y cacahuates. Las poblaciones desplazadas solo empeoran sus condiciones de vida, coinciden los estudios. Y el resto, en sus casas, delante del noticiero seguirá las futuras desgracias con la misma frase: ‘siempre les toca a los mismos’. Pero no se trata de una fatalidad, sino de un territorio dejado de la mano de los gobernantes: no son desastres naturales, sino sociales y políticos, dicen en su informe Alejandra Toscana y Alma Villaseñor.

Después del zarpazo de Ingrid y Manuel, México tembló en 2017 y la nueva escuela de Zontecomapa, también de cemento, se cuarteó. Y no hace ni tres meses, cuando los vecinos levantaban un muro para encauzar de nuevo el río, llegó la tormenta Narda y le pegó un bocado a lo construido. No, definitivamente, la naturaleza ya no se enfada con la misma frecuencia que calcularon los bisabuelos tlapanecas.

Muerte entre las amapolas

La pobreza es la única causa. Ella es la que deja los muertos y la miseria cuando los fenómenos naturales golpean las estribaciones de la Sierra Madre del Sur en el Estado de Guerrero. Ella es la que obliga a los campesinos a sembrar amapolas y amasar la goma de la heroína. La Montaña de este Estado mexicano es una de las zonas más golpeadas por las balas del narcotráfico. Rara es la semana que Tlapa, la capital, no registra algún cadáver. Estos días, los cazahuates blancos están en flor y dan brillo a los caminos que conducen a la sierra, los mismos que usa el narco para trasladar la cosecha de sus amapolas. La zona siempre está militarizada, cuando no es por los desastres naturales es por el tráfico de droga, pero la violencia no cesa. A las plantaciones clandestinas respondió el Estado con fumigaciones masivas que afectaron a otros cultivos. Los campesinos siempre andan en protestas: a veces por subvenciones que no llegan, fertilizantes que llegan tarde, levantamientos contra la minería de oro y plata que amenaza la tierra. El centro de Derechos Humano de La Montaña Tlachinollan les acompaña en sus reivindicaciones. También toman nota de las carencias de la población los miembros del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), con el presupuesto recortado. Pero la pobreza no remite en estas sierras. Y ella es la puerta de las maldiciones que asolan La Montaña.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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