Ombligos en peligro
El mundo sigue sin intentar una de las cosas que lo salvarían de sí mismo: que todos comamos lo suficiente


La comida puede hacer mal de muchos modos; el más común, el más cruel, es cuando falta. Pero nuestras sociedades saciadas se inquietan por lo mal que les hace saciarse.
Once millones de personas, dice el estudio de The Lancet, se mueren cada año en el mundo por comer lo que no deberían, no comer lo que sí. Y reseña más causas de muerte pero no cuenta cuántos mueren por no comer, a secas. Los ciudadanos ricos se preocupan cada vez más por lo que comen, menos por lo que no.
Es probable que el informe tenga más datos que los que anuncian en su anuncio. Pero, a juzgar por los que dan, el mayor problema de la alimentación en el mundo sería la falta de ciertos nutrientes o el exceso de otros y, en esa lista, Ruanda puede estar mejor nutrido que Estados Unidos de América. Algo falla si se piensa, por ejemplo, que el americano medio tiene una esperanza de vida de 81 años y el ruandés, de 68. Y que, en Ruanda, uno de cada tres niños está malnutrido.
El mundo sigue sin intentar una de las pocas cosas que lo salvarían de sí mismo: que todos comamos suficiente. Durante milenios pareció imposible. Hasta que, hace tres o cuatro décadas, sucedió el hecho más decisivo que la historia nunca registró: el planeta empezó a ser capaz de alimentar a todos sus habitantes. Ser capaz, claro, no significa hacerlo. Podemos producir comida para 12.000 millones de personas, dicen los expertos. Sin embargo, en un mundo donde viven 7.500 millones, hay casi 1.000 millones que no comen lo que precisan cada día, y se mueren de eso. Y no hay ninguna decisión global de atacar el problema: el hambre, ahora, para nosotros y nuestros gobernantes, es un problema de otros.
Me han preguntado muchas veces cómo se hace para solucionarlo; siempre contesto que lo primero es querer hacerlo, decidir que es importante, que es lo más importante. Si millones y millones lo deciden será más difícil para los Gobiernos y los organismos internacionales seguir haciéndose los tontos. Aunque haya que aceptar que, para producir comida suficiente para todos, algunos deberíamos comer un poco menos, quizá un poco peor, sin duda menos pomposo, y no desperdiciar un tercio de nuestra comida y repensar todo el sistema de elaboración y distribución de los alimentos.
Para eso, millones y millones deberían mirar menos sus ombligos repletos —su sodio, sus omega-3, sus grasas saturadas— y más los estómagos vacíos de los otros. No es fácil, en los tiempos que corren.
Martín Caparrós es autor de El Hambre (Anagrama).
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