La fuerza de Mary
El enfermero italiano Massimo Galeotti cuenta uno de sus encuentros cercanos con el ébola
El Triángulo de la muerte. Así es como tengo que describir esta parte del mundo en la que los equipos de Médicos sin Fronteras (MSF) están luchando día y noche para detener la epidemia de Ébola. La historia que voy a contarles comienza y termina en Guéckédou, un pueblo en el interior de los bosques guineanos, no lejos de la frontera con Sierra Leona y Liberia. Allí el virus del Ébola no parece querer detener su avance y en nuestro hospital de campaña tenemos cada vez más dificultades para encontrar camas y espacio para todos los casos que se nos presentan. Las muertes se producen a diario: es como una masacre que va dejando un reguero de víctimas gota a gota. El día que menos fallecidos tuvimos contamos cuatro víctimas, pero hemos llegado a perder hasta siete personas.
El mismo día de mi llegada ingresamos a toda una familia: el padre, la madre y sus tres hijas, de 7, 10 y 13 años. El padre murió a las pocas horas. Geneva estaba aterrorizada ante la posibilidad de que ella siguiera la misma suerte de su marido y que sus tres hermosas niñas se quedaran huérfanas. Su estado empezó a agravarse de repente. Comenzó a sangrar por la nariz y luego la boca hasta que no pudo aguantar más. No olvidaré nunca los gritos de horror de sus tres niñas, traumatizadas al tener que pasar por la horrible experiencia de ver morir a su madre de esta manera tan cruel. El padre había ido a un funeral de un hermano. En ese momento nadie sabía que aquel hombre había fallecido por Ébola, así que sus familiares realizaron la ceremonia de preparación de cuerpo sin protección. Una persona infectada con Ébola tiene el virus en todas las secreciones del cuerpo: el sudor, las lágrimas, la saliva, sangre, heces, vómito, e incluso en la leche materna. Y ya hemos comprobado que es precisamente en los funerales donde más fácilmente se propaga la enfermedad, ya que todas las personas que acuden al entierro tocan el cuerpo del fallecido. Y en el caso de esta familia, así fue como ocurrió: no todos fueron al funeral, pero una vez de vuelta a casa el padre transmitió el virus a su mujer y a sus hijas.
Mary, la mayor de las tres hermanas me impresionó de inmediato por su actitud madura y por las duras miradas que me dirigía. Se había quedado sola para cuidar de sus dos hermanas menores y pasaba horas tratando de darles algo de bebida y de comida. Les pedía que hicieran un esfuerzo para salir adelante, pero para ellas el abrir la boca ya era de por sí un auténtico calvario. La diarrea comenzó a manifestarse en la hermanita menor y después de una noche de agonía al final también se nos fue.
Mary y Jetta, la otra hermanita que todavía resistía, se encerraron en un silencio total. Ni siquiera me miraron cuando entré en la tienda de campaña a ver cómo estaban. Se negaron a comer a pesar de que Mary aún tenía fuerza para hacerlo. Mis compañeros y yo entrábamos por turnos en la unidad de aislamiento para no dejarlas mucho tiempo solas. El traje de protección da muchísimo calor y no podemos permanecer en el interior de la tienda durante mucho tiempo. Sin embargo, sabíamos que había que hacer un esfuerzo para estar con ellas. Mary y Jetta no hablaban inglés, así que cuando les preguntaba cómo se sentían o si querían comer ni siquiera me miraban.
Al día siguiente Jetta se durmió en un sueño profundo, del cual nunca más despertó. La tristeza invadió a todo el equipo, nuestros corazones se rompieron en pedazos y la rabia acumulada ante tanta frustración acumulada amenazaba con salir. La sensación de impotencia es la que tiene la sartén por el mango en este tipo de casos. La ira aumenta progresivamente y uno sólo quiere gritar para desahogarse.
Hemos comprobado que es precisamente en los funerales donde más fácilmente se propaga la enfermedad
Mary seguía allí, aparentemente indiferente ante la muerte de su segunda hermana, sin mirar a su cuerpo. Ya no lloraba. Quise abrazarla y me acerqué a ella para hacerlo, pero hizo un movimiento brusco y se volvió hacia otro lado. Mientras que mis compañeros se disponían a llevarse el cuerpo de su hermana, Mary seguía con su mirada fija en la pared de la tienda. No se movió de esa posición durante horas, y así me la encontré a las siete de la tarde, cuando fui a llevarle la cena. Le puse el plato delante y le pedí que hiciera un esfuerzo. Trataba de explicarle que comer y beber ayuda al cuerpo a combatir el Ébola. Pero ella no movió la cabeza ni un centímetro.
Al día siguiente, me la encontré tumbada en el suelo. Me temí lo peor, pero sólo estaba dormida. La llamé. Noté que reconocía mi voz y que reaccionaba como si estuviera esperando una de mis habituales preguntas. Tomé su mano derecha y la sostuve mientras le decía que no me iba a dar por vencido, que quedaría allí a su lado hasta que probara un poco de la comida que le había traído. Seguía sin mirarme. Y entonces fue cuando me dije a mi mismo: "¿por qué no hablas con ella en italiano? En el fondo va a entender lo mismo que si le hablas en inglés. Y al fin y al cabo nuestro idioma es un idioma hermoso, musical y cautivador incluso para aquellos que no pueden entender sus palabras”. Me puse a su lado y empecé a contarle cosas sin importancia: de dónde soy, a qué me dedicaba y qué estaba haciendo en su país. Después me puse a hablarle de mi familia, de mi sobrino Mateo, y de lo mucho que les echaba de menos. Algo empezó a funcionar. Mary me miró por fin, mientras yo sostenía su mano en la mía, embelesada como quien escucha por primera vez la letra de una bonita canción que le acompañará el resto de su vida. Me armé de valor para acercarle el plato, pero ella de inmediato se volvió hacia otro lado.
Le expliqué con gestos y palabras que el calor me estaba torturando y que todo el interior del traje estaba empapado de sudor, que el trocito de plástico trasparente a través del cual la miraba estaba completamente empañado y que apenas podía verla. Me costaba respirar, pero hice un esfuerzo por quedarme un ratito más, pues notaba que ella de alguna manera lo estaba agradeciendo. Dejé de intentar darle la comida y después de unos largos minutos, cuando ya me estaba yendo, sentí cómo su mano agarraba mi brazo para pedirme que no me fuera. Me di la vuelta y noté un movimiento en sus labios, pero no podía entender lo que me decía. Le pedí a otro de los pacientes que por favor me lo tradujera: Mary me estaba diciendo que por favor la bañara. Inmediatamente me sentí lleno de energía y supe que estaba listo para hacer este último esfuerzo antes de salir de la unidad de aislamiento.
Estaba tan débil que apenas podía mantenerse en pie, pero aguantó el baño como una auténtica heroína. "Yo he hecho un esfuerzo para ayudarte a que tomaras ese baño. Ahora yo te tengo que pedir que tú también hagas un esfuerzo y comas un poquito". Le acerqué de nuevo el plato y esperé de nuevo. Por fin abrió la boca y se comió unas cuantas cucharadas de arroz.
No sé cómo describir la sensación de alegría que sentí en ese momento. Siendo objetivo, este no era ni mucho menos un signo de que fuera a curarse, pero era un enorme paso adelante, un objetivo que nunca pensé que pudiera llegar a cumplirse. A la salida de la zona de aislamiento comuniqué a voz en grito la gran noticia a todo el equipo. No se lo creían. Entonces les hice acercarse a la tienda de campaña para que lo vieran con sus propios ojos: allí estaba ella, comiéndose poquito a poco su arroz.
El día siguiente, parecía que una vez más Mary no querría comer, pero después del baño se sentó en la cama y empezó a mojar el pan en su té. No estaba bien y se encontraba muy débil, pero me daba cuenta de que lo intentaba. Estaba haciendo todo lo que podía para seguir viviendo. Y yo por mi parte estaba seguro de que podía mejorar.
Por la tarde me dieron la noticia de que al día siguiente me tendría que ir a una misión de exploratoria en Liberia, donde el Ébola continúa su avance. ¡No me lo podía creer! Ahora que Mary empezaba a reaccionar, yo lo que quería era seguir su progreso y estar cerca de ella. Pero no me quedaba más remedio que irme, así que antes de salir fui a despedirme de ella. Me miró, tomó el plato y comenzó a comer, mientras yo permanecía sentado a su lado como las veces anteriores. Antes de salir de la tienda de campaña le hice un gesto de despedida con la mano, quise explicarle que me tenía que ir y le prometí que cada día preguntaría cómo estaba, que no me olvidaría nunca de ella.
Es realmente extraño cómo puede uno llegar a sentirse unido a otra persona a la que apenas conoce y con la que ni siquiera puede llegar a comunicarse en el mismo idioma. Sin embargo, esa niña me cautivaba con su mirada. No me la quito de la mi mente.
Ya han pasado unos días desde que me despedí de ella y hoy me han dado la gran noticia: "Mary está fuera. Lo hemos conseguido”. No tengo palabras para expresar la alegría que siento. He llorado durante horas como un bebé. Decir que le he salvado la vida sería mucho decir, pero estoy seguro de que el estímulo, la cercanía y mi terquedad le han ayudado a salir adelante. Ella hizo el resto. Y seguro que el destino del algún modo también la ayudó.
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