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Izpisúa y el destino

El exdirector del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona alcanzó la élite de la ciencia tras escapar de la pobreza

Javier Sampedro
Juan Carlos Izpisúa.
Juan Carlos Izpisúa.SCIAMMARELLA

Los buenos científicos son cada uno de su padre y de su madre. Pero los grandes científicos tienden a seguir una plantilla psicológica asombrosamente predecible, como si el coro de una tragedia griega les fuera guiando con sigilo hacia su destino. Obsesivo y apasionado, brillante y paranoico, pragmático pero leal a su modo, Juan Carlos Izpisúa, que ha dimitido esta semana de la dirección del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona (CMRB), parece seguir esa plantilla con fidelidad. Hasta cierto punto hay que entender a los gestores españoles de la ciencia que le han dejado ir: no están acostumbrados a esa tipología. Nadie lo está.

Izpisúa salió de la nada o, peor aún, de un agujero negro social del que, según todo lo que saben los sociólogos y los educadores, nadie puede escapar jamás, ni siquiera la luz del talento. Nacido en Hellín (Albacete) en 1960 y criado en una familia pobre de solemnidad, tuvo que dejar los estudios a los nueve años para ayudar a sacar adelante a su familia. En las postrimerías del franquismo eso significaba servir cañas como camarero, recoger almendras como temporero, vender globos a dos reales y trozos de turrón duro o de Jijona, calzarse la chaquetilla de botones y tocar la guitarra para los turistas de Benidorm. Para salir de ahí y convertirse en un científico de los que influyen en las decisiones de los Institutos Nacionales de la Salud norteamericanos hay que estar hecho de una pasta especial. ¿Qué pasta? Bien, vayamos por partes.

La ciencia no es

Para Izpisúa, como para otros investigadores de su altura, la ciencia no es un trabajo: es una obsesión que son capaces de poner por encima de cualquier otra consideración, o de cualquier traba. Izpisúa cree firmemente en el avance científico, sabe que mejora la vida del ser humano y está dispuesto a contribuir a ese progreso con toda su energía y su talento, que es mucho.

Tras el descubrimiento de las células madre humanas en 1998, fue uno de los científicos relevantes de Estados Unidos que presionaron a los centros de decisión para respaldar la investigación en medicina regenerativa, en medio de un ambiente político y legal adverso, por decir lo menos. El ambiente no era mucho mejor en España a principios de la década pasada, pero de nuevo Izpisúa fue uno de los investigadores que más contribuyó a despejar esas nubes. Hasta el punto de que fue nada menos que una ministra del PP, Ana Pastor —entonces en la cartera de Sanidad— quien fue a buscarle al Instituto Salk de California para traérselo a España. A tiempo parcial, porque la condición de Izpisúa fue desde el principio permanecer en el Salk.

La ministra Ana Pastor fue a buscarlo a EE UU para traerlo a España

Esta pertinacia en mantener los lazos con el centro norteamericano, que al final ha sido lo que ha precipitado su dimisión nueve años después, no es tan difícil de entender como pueda parecerle al lego. Los centros de élite de EE UU —y el Salk es una élite entre las élites— funcionan exactamente como la vida en las junglas del Cretácico: mediante un sistema darwiniano cruel e implacable, donde tener un nombre o un premio Nobel sirve de muy poco si tu trabajo no sigue en la cima. Mes a mes, año a año. Ahí arriba solo se mantienen los mejores entre los mejores. Aunque hayan nacido en el peor barrio de Hellín y vengan de tocar la guitarra en Benidorm. Pero sin que tampoco esas circunstancias cuenten para nada en tu valoración. O este año sigues siendo el mejor o te vas a otra parte, muchacho; esto es el Salk. Así me lo explicó Izpisúa hace años, durante unos cursos de periodismo científico organizados por este periódico; y así sigue siendo. Uno no se va del Salk: lo echan.

Según casi todas las fuentes científicas y políticas imaginables, Izpisúa no ha perdido su apoyo en España por su bajo rendimiento científico. Todo el mundo admite —porque es objetivamente obvio— que el CMRB ha manifestado en su escasa década de vida una productividad científica desconocida en este país hasta ahora. Un número casi tan alto de fuentes arruga la boca cuando habla de su capacidad como gestor.

Su talento como

De nuevo, esto resulta poco sorprendente si consultamos nuestro cliché sobre la psicología de los grandes. Para Izpisúa, la ciencia es lo que cuenta. El científico no entiende muy bien las críticas que le hacen los responsables políticos. Si los resultados de la investigación son excelentes, ¿a qué viene el descontento de los políticos —y de algunos científicos— con la marcha del centro? Los políticos han explicado estos días que su dedicación era insuficiente, que seguía más ligado a La Jolla que a Barcelona, que ni sus resultados ni sus patentes revertían lo bastante al prestigio del CMRB. Izpisúa no aceptará nunca esas excusas. Si la ciencia iba bien, se preguntará el resto de su vida, ¿cuál era el problema?

Hace unos años le diagnosticaron una enfermedad renal grave, una que afecta a sus dos riñones y puede costarle la vida. Tras el desánimo inicial que una noticia así causaría en cualquiera de nosotros, Juan Carlos Izpisúa tuvo una reacción que poca gente más podría tener: abrir una línea de investigación renal en sus laboratorios de medicina regenerativa. Lo mejor es que tuvo éxito, y el año pasado presentó unos minirriñones humanos construidos a partir de células madre humanas. La selección de este trabajo por la revista Science como uno de los 10 más notables de 2013 se dio a conocer solo dos semanas antes de su dimisión. Otra de las paradojas que persiguen a este investigador brillante y poliédrico, como si el coro de una tragedia griega le dictara en secreto su destino.

Su trabajo ha dado impulso mundial a la medicina regenerativa

Hay un detalle que pertenece al making of de la información que motiva estas líneas, pero que servirá al lector a añadir una pincelada más al perfil de este científico extraordinario. Durante las largas conversaciones e intercambios de mensajes ocurridos durante la preparación del artículo, solo vi a Izpisúa contento una vez: el martes pasado, cuando tuvo que coger un avión a Tokio para reunirse con el premio Nobel Shinya Yamanaka, un líder de su campo. Iban a hacer ciencia.

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