Julia Canals, o el altruismo médico al servicio de las mujeres
La ginecóloga estableció una red de apoyo a los colectivos más desvalidos
Julia Canals, o el altruismo médico al servicio de las mujeres
Las mujeres que hoy pasan la cincuentena recordarán sin duda la incomodidad —a menudo rayana en la humillación— a que se veían sometidas durante sus primeras visitas al ginecólogo, cuando el entorno social, moral y legal en que vivíamos ni siquiera permitía la prescripción de la píldora anticonceptiva. Poco a poco empezamos a encontrar en los cuadros médicos la presencia de mujeres ginecólogas: a esta primera generación de profesionales pertenecía Julia Canals (Madrid, 1955), fallecida el pasado 19 en Alicante.
Las tarifas de su despacho eran tan asequibles que siempre tenía llena la consulta pero, aún así, empezó a derivar a las pacientes más escasas de recursos a su otro lugar de trabajo, un centro de planificación familiar municipal, desde donde podía atenderlas de forma gratuita.
Así fue como, corriéndose la voz de su profesionalidad y de su amplia generosidad, se fue encontrando con los colectivos más marginales y, por lo tanto, con las mujeres más desvalidas a las que empezó a prestar especial atención: no la olvidarán las gitanas que vivían en el empobrecido barrio alicantino de las Mil Viviendas, ni las mujeres inmigrantes, ni las trabajadoras del sexo, con quienes estaba poniendo en marcha un proyecto del que desconocemos los detalles; tampoco las lesbianas, ni los transexuales; y mucho menos las reclusas que, hasta su intervención, habían vivido abandonadas a su suerte, asistidas únicamente en casos de maternidad, y sin ninguna posibilidad de revisión ginecológica. Pero su tarea iba más allá de la mera inspección médica. Julia conseguía atravesar, mejor que nadie, esa barrera de desconfianza con que las más vulnerables observan al resto de la sociedad, sin maldita esperanza.
Le gustaba viajar, y allá donde fuera seguía desplegando sus alas protectoras. En Nicaragua la recuerdan conduciendo un jeep, arriba y abajo, día y noche, porque tenía que verlas a todas; porque ninguna mujer con problemas tenía que dejar de ser atendida.
Trabajadora infatigable, hasta el punto en que una se preguntaba cuándo encontraba tiempo para dormir, no dejaba aparcado nada al terminar su jornada. Su insaciable curiosidad la empujaba a seguir estudiando las más diversas materias, indagando en los enigmas, tanto del cuerpo como del espíritu, que rodean al ser humano; en sus fortalezas y en sus debilidades, asuntos todos ellos que le eran familiares porque sostenía una especial visión de la religiosidad.
Su compromiso con las mujeres también formaba parte de ese peculiar sentido de la espiritualidad. Trataba a todas con afecto y comprensión; sabía escuchar y hacía suya la sentencia de Terencio de que nada humano le era ajeno.
Por eso, escribo estas líneas desde la convicción de que el lector —habituado a abrir estas páginas cada mañana para descubrir la indecencia que muchos exhiben sin pudor— necesita imperiosamente conocer de la existencia de personas como Julia Canals para recuperar la confianza en el género humano. Al menos, eso es lo que a mí me pasa al recordarla.
Carmen Ordóñez es periodista.
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