“¡Qué más le da que su yogur lo fabrique un loco!”
Él no ha descubierto América, pero sí cómo integrar a enfermos mentales en el engranaje empresarial
Siempre se presenta con las mismas credenciales cuando le preguntan por lo que considera su proyecto más loco: una empresa de yogures. Y es que muchas cosas de la vida de este avilés son una "chaladura". Su nombre ya llama la atención: Cristóbal Colón. Él no ha descubierto América, pero sí cómo integrar a enfermos mentales en el engranaje empresarial. En este caso, en el mundo de los lácteos. Su empresa, La Fageda, nació como proyecto para dar empleo a personas con algún tipo de enfermedad psíquica. Colón lleva años trabajando con ellos y lo tiene claro: "La locura está en todas partes, lo que ocurre es que unos la disimulan mejor que otros".
A sus 63 años, se describe como "un sanador del alma metido a empresario". Dice que desconfía de las entrevistas como esta que afronta con una sonrisa tímida, porque no le gusta que hablen de él, huye despavorido de la publicidad. Aunque con un nombre tan sonoro es complicado.
Hizo la mili en Zaragoza, "como muchos españoles de los años cuarenta", explica mientras sorbe su café. La diferencia es que al segundo día, la mayoría de los 3.000 jovenzuelos que formaban filas en aquellos pabellones sabían quién era. Todo porque su padre tuvo la idea de ponerle un nombre con "mucha guasa".
Colón ha acudido a Madrid a recoger el premio Integra que le ha concedido la Fundación BBVA. Un galardón, asegura, concedido por hacer "los mejores yogures del mundo". Lo dice con modestia, pero lo dice.
Los últimos 30 años de su vida los ha vivido entre 500 vacas lecheras, en el parque natural de La Garrotxa, en Girona. Le gusta aprovechar estos parajes los fines de semana para caminar junto a su mujer, Carmen Jordá, "con j y tilde en la a", subraya. Quiere, sin falta, que también se la cite. "Es parte del proyecto", insiste.
Amante de la vida tranquila y de la naturaleza, el trajín madrileño o barcelonés le abruman, así que agradece que el desayuno —pide un café solo— sea en una tranquila librería, cuyas paredes albergan una exposición de fotografías de los años cincuenta. Mientras recorre las láminas y las observa con ojo clínico, este psicólogo de profesión, y amante de la fotografía, reconoce que es un "loco" —palabra que salpica muchas de sus frases— de este arte. Acaba de comprar una cámara con la que recorre su pueblo en busca de paisajes. Admite que de vez en cuando se permite un capricho, aunque presume de su austeridad. Una palabra "muy de moda", comenta mientras esboza una sonrisa.
Cada vez que sale de sus 16 hectáreas, acaba volviendo a su aldea con el mismo pensamiento: no está claro si los más desequilibrados son los que oficialmente padecen una enfermedad mental o aquellos que van trajeados, agobiados en sus coches abrumados por la crisis. Esto ultimo es algo desconocido para este empresario. Su compañía factura 14 millones de euros al año.
A Colón le gusta dejar claro que sus empleados son tratados como individuos que han sido "rescatados" por el mercado laboral, de ahí que nunca utilicen la enfermedad como marketing, porque un consumidor compra un yogur por su sabor, no por quién lo fabrica. "¡Qué más le da que sea un loco! Lo importante es su textura".
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