Autonomía, luces y sombras
El término se encuentra cargado de tantas connotaciones positivas como negativas
Hoy en día, el término autonomía únicamente cobra pleno significado si va de la mano de conceptos tales como la evaluación del sistema educativo o la eficiencia de los centros docentes, inseparables ambos de una educación de calidad capaz de obtener óptimos resultados.
Siguiendo el camino marcado a principios de los noventa por la LOGSE, la LOE se refiere al término autonomía en el artículo 2 del título V, aunque no todos los aspectos que en él se mencionan (la autonomía pedagógica, el proyecto educativo y de gestión, la utilización de recursos, el horario de los centros o la gestión de personal) reciben idéntico apoyo por parte de nuestra organización.
Aplicado a la educación, el término autonomía empezó a emplearse a finales de los ochenta y principios de los noventa, en un momento en que ya no parecía suficiente hablar de una oferta educativa estándar y surgía la necesidad de poner en valor el papel del alumnado. Hasta entonces, el objetivo único del sistema educativo radicaba en proporcionar a todo alumno y alumna españoles un lugar físico dentro de él; a partir de ahora, sin embargo, entran en el debate cuestiones tales como los programas de atención a alumnos con dificultades, o las aspiraciones del alumnado desde una perspectiva académica y profesional. En consonancia con esta filosofía, emanada del espíritu de nuestra Constitución, la autonomía se convierte en una de las claves del debate político de esta etapa, que ve consecuencias positivas en la extensión de la misma a otros campos.
La década de los noventa se inica, pues, con una ley que decide ampliar la optatividad e inaugurar así la atención personalizada al alumno, al cual las asignaturas optativas le permiten completar el diseño de su propia formación. Al mismo tiempo, aparecen también los programas de compensatoria y se incrementa la autonomía organizativa y de gestión de los centros, que les dota de la capacidad de elaborar su propio proyecto educativo; a partir de ahí surge por primera vez la competencia entre ellos, y buena parte de la comunidad educativa comienza a revindicar dicha autonomía como la solución a la mayoría de los déficits y problemas que arrastran tanto los centros docentes como el sistema.
Así define el Diccionario de la Real Academia Española el término autonomía: “Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie”. Pues bien, si dicho significado se traslada al ámbito de la educación, no es sorprendente que despierte cierto recelo: de hecho, las consecuencias de una autonomía que equivalga a “no depender de nadie” en la toma de decisiones podría actuar como causa de una importante disgregación de nuestro sistema educativo.
A nuestro juicio, el término autonomía se encuentra cargado de tantas connotaciones positivas como negativas. Encabeza las primeras esa especie de consenso general a favor de una mayor autonomía en el campo pedagógico, de modo que cada centro pueda ajustar su metodología y programaciones a las características propias de su alumnado, rentabilizando al máximo sus recursos tanto materiales como personales. Igualmente positivo parece dotar a los centros de una mayor autonomía desde una perspectiva organizativa (distribución de horas lectivas, diseño de actividades extraescolares, flexibilización de los grupos que los integran, etcétera), así como en lo relativo a su gestión económica.
Otros aspectos de la autonomía, sin embargo, pueden incidir de un modo negativo sobre la calidad educativa y el rendimiento escolar. La posibilidad de que cada centro educativo, por ejemplo, decida sobre su propio currículo abre las puertas a una especialización curricular que, en nuestra opinión, acabaría convirtiéndose en la antesala para una selección del alumnado. De ahí que sea a las administraciones educativas a quienes corresponde la tarea de marcar los objetivos, contenidos y competencias básicas que deben adquirir todos los alumnos y alumnas de este país. Prudencia, pues, y un serio análisis previo de todo lo que signifique autonomía en cuanto al proyecto curricular.
Por otra parte, y desde una perspectiva más sindical, nos parecen preocupantes ciertas corrientes que han abierto el debate en torno a la asimilación por parte del sistema público, y en aras de una mayor eficacia, de algunos aspectos de gestión propios de la red privada. Y, en cuanto a las numerosas propuestas con vistas a incrementar la capacidad de gestión de los equipos directivos, nada habría que objetar siempre que se respetase la ley de la función pública, encargada de marcar el tipo de relación contractual, desde el punto de vista laboral, con los trabajadores de la enseñanza del sector público.
Por último, tanto en algunos países de la Unión Europea como en determinadas comunidades autónomas se viene contemplando la posibilidad de ampliar las competencias del equipo directivo, y en especial del director, en lo relativo a la selección de personal. Si lo que se pretende con ello es “romper” la ley de la función pública, no está de más recordar que corresponde al Parlamento decidir sobre el futuro acceso de los trabajadores –y no solo de los docentes- al sector público. Tampoco conviene olvidar que la selección de los equipos directivos no debe separarse de la perspectiva vertical de la carrera profesional, ni desligarse del Estatuto en la parte pública y, en la privada, de la negociación colectiva, debiendo permanecer ambas partes en una relación lo más estrecha posible.
Autonomía, pues, sí, pero con suma prudencia, y siempre con vistas a una auténtica mejora de la calidad educativa.
Carlos López Cortiñas es el secretario general de FETE-UGT
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