El vacío no es la nada
El vacío está lleno de una sustancia, el campo de Higgs, cuyas vibraciones son los bosones de Higgs
“Papá, papá, ¿por qué lo llaman la partícula de Dios? Por dos motivos, hija mía. Uno es que quienes lo hacen son ignorantes, o deshonestos. Otro es que tanto sobre Dios como sobre el bosón de Higgs lo sabemos todo… menos si existen”. Nos estamos quedando sin el mal chiste, dada la diferencia entre las citadas hipótesis: la existencia del bosón puede comprobarse. Basta crearlo y detectarlo, como los físicos del CERN muy probablemente han hecho.
En el LHC se hacen chocar frontalmente protones de energía equivalente a unas 3.700 veces su masa —o energía en reposo—. Parte de esta energía puede transmutarse, creándose nuevas partículas, algunas de masa mayor que la de los protones. El bosón sería una de ellas, con una masa de unas 134 veces la del protón, si las anunciadas medidas son fehacientes. Esta partícula se observa a través de los productos de su rápida desintegración: su vida media sería una fracción de trillonésima de segundo.
El bosón de Higgs —y de otros, el comité Nobel decidirá un día quiénes— es una partícula elemental distinta de todas las conocidas y quizás la más interesante. Es una pieza clave del Modelo Estándar —la lista de partículas elementales y de reglas de su comportamiento que permite comprender con precisión espeluznante lo que son y cómo funcionan, a un nivel básico, casi todas las cosas—. Curiosamente, los conceptos y el lenguaje matemático de esta descripción de la realidad son sencillos y elegantes. Pero traducidos al román paladino parecen cosa de brujas. El siguiente párrafo es un ejemplo.
Las partículas elementales, a diferencia de un buen vino, tienen muy pocas propiedades personales. Nuestro querido bosón estándar, por ejemplo, tiene solo su masa; su carga eléctrica y su spin son nulos. Sus demás propiedades son sociales: la intensidad con la que interacciona con otras partículas, incluido consigo misma. La autointeracción del bosón parecería su faceta menos erótica, pero es la más interesante: implica nada menos que el vacío y la nada no sean lo mismo. El vacío —el estado de mínima energía— está lleno de una sustancia, el campo de Higgs, cuyas vibraciones son los bosones de Higgs. La interacción del vacío —que no lo está— con el resto de las partículas hace que tengan las masas que las caracterizan: el vacío les concede buena parte de su carné de identidad.
Supongamos que nuestros presuntos gobernantes, presentes y pasados, nos hubiesen mentido las 10 últimas veces que nos dijeron algo importantísimo. La hipótesis de que mienten a voleo estaría excluida a algo más del 99,90%. Pero deberíamos ser aun más incrédulos; cuenta también el contexto: el resto de lo que sabemos y nuestro sentido común. Con los descubrimientos científicos pasa algo parecido. Estadísticamente, la probabilidad de que el hallazgo del bosón sea cierto también es calculable y es muy elevada. Pero el contexto hace que ya casi nos lo creamos a pies juntillas.
En el caso del bosón la cuestión es estadística porque, en el Modelo Estándar, se produciría en una de cada cuatrocientas mil millones de colisiones entre los protones del LHC. Quiere esto decir que, aunque uno filtre mucho los datos, las agujas-bosón son pocas y están escondidas en un gigantesco pajar, algunas de cuyas pajas, por azar, pueden parecerse a la aguja. El sentido común entra al considerar que las propiedades del bosón son predecibles y las dos o tres ya medidas (en su producción y distintas desintegraciones) coinciden suficientemente bien con lo predicho. Si lo que los experimentos ven no fuese lo que buscábamos, sería un excelente impostor. Pero el Modelo Estándar no nos ha mentido nunca… aún.
Álvaro de Rújula es físico teórico del CERN y del Instituto de Física Teórica (Universidad Autónoma de Madrid-CSIC).
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