El mejor oficio del mundo
Entre quienes cayeron en México se encuentran decenas de periodistas Su único delito fue testificar de una realidad oprobiosa
Señor ministro de Justicia, señor presidente del tribunal de Cuentas, autoridades, miembros del jurado, queridos premiados.
Desde hace veintinueve años el diario El PAÍS ha venido entregando estos galardones que honran la labor de los profesionales del periodismo. Los premios llevan el nombre del pensador del siglo XX más universalmente reconocido, José Ortega y Gasset, el menor de cuyos hijos fundó la empresa de este periódico. No es sin embargo la tradición familiar lo que principalmente une la figura del gran filósofo con la de nuestro diario, sino su actitud intelectual y vital ante los problemas de España. El PAÍS es por eso, desde su nacimiento, un diario liberal, en el más recto y evidente sentido del término: partidario acérrimo de la libertad y practicante de una tolerancia sin más límites que el recurso a la violencia en la defensa de las propias ideas e intereses. Fue y es también un periódico socialmente solidario, defensor de los más débiles, de las minorías sojuzgadas o amenazadas, y empeñado en la democratización y modernización de la sociedad. Por último, y desde hace casi una década, es también un diario global, con amplia difusión fuera de nuestras fronteras tanto a través de su edición en papel como de las diferentes versiones de Internet.
Lo que desde hace tres décadas venimos premiando es el esfuerzo, individual o colectivo, de aquellos profesionales que contra viento y marea defienden el derecho a saber de los ciudadanos, su libertad de informar y de ser informados. Muchas veces ese esfuerzo no es suficientemente reconocido por los propios lectores, ni por sus colegas o las empresas editoras, pese a que su entusiasta servicio a la comunidad les supone a menudo la antesala de la cárcel, el destierro o aun la muerte. Junto al reconocimiento de la figura epónima de Harold Evans, cuya ejemplaridad en el servicio a nuestra profesión ha sido ya glosada, este año los premios han incidido en dos fenómenos distintos, pero de lacerante actualidad. El movimiento del 15 M y la extensión del crimen organizado en México. Sobre el primero de ellos, los gobernantes harían mal en desoír unos mensajes compartidos por millones de integrantes de lo que un día se llamó la mayoría silenciosa, que no se reclama de ideologías ni de partidos. Son demandas que exigen tan insistente como inútilmente el regreso a lo mejor del ejercicio de la política. Que los gobiernos regulen los mercados (como prometieron hacerlo en las cumbres del G-20 en Londres y Pittsburg, hace más de tres años) y pongan fin a la actual situación, en la que son los mercados quienes se dedican a regular a los Gobiernos. Mientras esto sucede en Europa, en otras áreas del globo, y notablemente en los estados fronterizos del norte de México, se ha hecho realidad el eslogan que diera nombre a una famosa canción ranchera: “No vale nada la vida, la vida no vale nada”. Más de treinta mil víctimas mortales en los últimos cinco años son el saldo aterrador de la lucha sin cuartel contra el crimen organizado, dirigida por el Ejército y la Armada, y de los ajustes de cuentas entre los propios narcos. Entre quienes cayeron se encuentran decenas de periodistas, cuatro de ellos asesinados esta misma semana. Su único delito fue testificar de una realidad oprobiosa. De modo que entre las amenazas cumplidas de los delincuentes y las presiones de los poderosos, lo que peligra a la postre es la libertad de expresión misma.
Les reitero mi agradecimiento por su asistencia y hago votos porque este acto que ahora clausuramos sirva no solo para felicitar muy efusivamente a los premiados en él, sino de homenaje y reconocimiento a cuantos periodistas desconocidos, alejados del oropel, del dinero y la fama, siguen haciendo posible que exista lo que el maestro García Márquez definió en su día como el mejor oficio del mundo. El nuestro.
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