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‘Cerditos’ en la UE: ¿Son los países católicos manirrotos?

Arrecia el debate sobre la influencia de la religión en el desarrollo económico de los pueblos. ¿Por qué la crisis se ha cebado más en los Estados del sur que en los del norte, de tradición protestante?

El primer ministro italiano, Mario Monti, junto al Papa Benedicto XVI.
El primer ministro italiano, Mario Monti, junto al Papa Benedicto XVI.

¿Son manirrotos los católicos, e incapaces sus políticos de sostener una economía capitalista creíble? ¿Por qué la crisis se ceba más en los países católicos del sur de Europa que en los del norte, de tradición protestante? ¿Son anticatólicos los mercados? Como en la canción de Bob Dylan, la respuesta (y la pregunta) está en el viento. No es un debate nuevo, pero arrecia en los tres últimos años.

De rodillas, andrajosos, humillados, cinco sujetos aparentemente sobrealimentados piden limosna en actitud perpleja. Detrás, un muro. Enfrente, la nada. Un letrero dice que son miembros de la Unión Europea. Cada uno luce en la pechera la marca de su país: Italia, Portugal, Irlanda, España y Grecia, de izquierda a derecha. El dibujante Jim Morin sublimó así el viejo debate sobre la inferioridad económica de los países católicos. Su ya famosa caricatura se publicó en The New York Times para ilustrar un informe sobre los PIGS europeos, literalmente cerdos en inglés.

PIGS es el acrónimo despectivo con el que financieros anglosajones se refieren a los países del sur de la UE: Portugal, Italia, Grecia y España (Spain en inglés), para subrayar sus problemas específicos: déficit incontrolado, contracción económica, desempleo galopante, endeudamiento, burbuja inmobiliaria, derrumbe de sus emisiones de deuda y, sobre todo, mentira y falseamiento de las cuentas. Tras la crisis de 2008, se reemplazó Italia por Irlanda, pero ahora añaden a las dos, con el acrónimo PIIGS. Algunos de esos países fueron presentados como ejemplares por sus gobernantes, en el caso de España como una economía de “champions”, a punto de superar a Francia e, incluso, a Alemania (palabras de Zapatero hace tres años).

El calificativo PIGS ha sido usado incluso por el Financial Times, referido a los prejuicios habituales de un determinado pensamiento económico sobre países de la periferia europea, oponiendo su situación a los emergentes BRIC (Brasil, Rusia, India, y China). El periódico jugaba con las palabras brick (ladrillo) y pig (cerdo), con una sutil referencia a la frase hecha que designa en ese idioma la idea de algo inverosímil: flying pig (cerdo que vuela).

Otros teóricos han utilizado la expresión economía porcina. “Es un apodo peyorativo, aunque refleja la realidad. Hace ocho años, los cerdos llegaron realmente a volar. Sus economías se dispararon después de unirse a la eurozona. Ahora, los cerdos están cayendo de nuevo a tierra”, escribió Financial Times en septiembre de 2008. Los mismos calificativos han usado The Times, Newsweek y The Economist.

Pese a que las economías de los países donde más han arreciado esas críticas (Reino Unido y EE UU) también atraviesan por dificultades, los desprecios no han desaparecido. Todo empezó con las tesis del sociólogo Max Weber sobre la inferioridad del cristianismo romano respecto al protestantismo para construir economías capitalistas solventes.

Los cinco pordioseros del dibujante Jim Morin tienen esa característica religiosa. Son católicos romanos, salvo Grecia, que es ortodoxa, una religión prima hermana del catolicismo. Si hubiera un barómetro para medir el maridaje entre el Estado y la religión, Grecia se llevaría la palma confesional, por delante de Italia y España. La última demostración fue la jura del cargo del nuevo primer ministro heleno, humillado ante el nutrido grupo de prelados encabezados por el arzobispo de Atenas y primado de Grecia, Jerónimos II.

En España, los presidentes de Gobierno y sus ministros, incluso los tachados por el Vaticano de “laicistas furibundos” (como Rodríguez Zapatero), juran su cargo ante un crucifijo y la Biblia abierta por el Pentateuco, el llamado Libro de los Números.

Veamos las tesis del sociólogo alemán Max Weber (Erfurt, 1864-Múnich, 1920). Las expone en un libro que se hizo pronto famoso, La ética protestante del capitalismo, publicado en 1905. Dice: “El mundo protestante es más exitoso económicamente que el católico gracias al influjo de la religión protestante en cada uno de sus individuos: amor al trabajo, honradez, ahorro y apego permitido a lo material”.

Los protestantes llaman perezosos a los católicos. Replican los católicos que los protestantes son materialistas. Weber lo explica así: “El católico es conformista y prefiere la seguridad, mientras que el protestante se atreve con el riesgo. La Iglesia católica castiga al hereje, pero es indulgente con el pecador. El protestante pone el énfasis no en la confesión, sino en la conducta. Cualquier fabricante sabe que es la falta de conciencia de los trabajadores de países como Italia uno de los obstáculos de su evolución capitalista y de todo progreso”.

Los tópicazos del sociólogo de la religión se refiere aquí a un tema de rabiosa actualidad en la UE: la menor laboriosidad y productividad de los países del sur, y el escandaloso absentismo laboral. Según Weber, el protestante no considera el trabajo un castigo. Los católicos, en cambio, creen que el trabajo es el máximo castigo de Dios por el pecado original, y culpan a una mujer, Eva, de haber provocado la expulsión del Paraíso, donde no era necesario trabajar. Del protestantismo, perseguido con saña en España hasta 1966, escribió Menéndez Pelayo, desde su atalaya de católico a machamartillo: “El protestantismo no es más que la religión de los curas que se casan”.

Ahora, la protestante Angela Merkel se presenta capaz de arreglar las cuentas y las deudas de los Estados del sur, como se ayuda a un primo borrachín. Pero exige atenerse al cuento de los tres cerditos merendados por el lobo. No ayudará, a menos que los PIGS estén dispuestos a construir en cemento armado sus casas, en vez de con paja reseca, y a aplicarse el cuento de la austeridad, el rigor y los sacrificios.

San Isidro, las mujeres y los puentes de Rajoy

J. G. B.

Uno de los frenos del desarrollo en los países católicos es la tradicional aversión de los jerarcas romanos por la mujer. Ese talibanismo pervivió en la Europa de los PIGS hasta bien entrado el siglo XX, pomposamente llamado el siglo de las mujeres. Carlos Marx, muchos años antes, había advertido de que "el progreso social se mide por la posición que ocupa la mujer en una determinada sociedad". En España, durante el franquismo, donde mandaban mucho los obispos, las mujeres no podían abrir cuentas en un banco ni obtener el pasaporte sin licencia del marido.

"De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las iglesias como del pecado cometido contra la mujer", opina la teóloga Uta Ranke-Heinemann, compañera de estudios del actual Papa en la Universidad de Múnich.

Todo empezó cuando los primeros sabios cristianos tomaron a Aristóteles como pensador de cabecera. El griego fue quien primero teorizó sobre la inferioridad de la mujer. Esta debe su existencia a un descarrilamiento en su proceso de formación; es “un varón fallido”. San Agustín reforzó ese desprecio y Tomás de Aquino lo hizo teología de altura.

Respecto a la aversión por el trabajo (baja productividad, absentismo, etcétera), el símbolo podría ser san Isidro Labrador, patrón católico de Madrid. La Iglesia romana lo tiene en los altares como un hombre muy piadoso (tanto, que abandonó a su mujer para no disiparse), pero con fama de holgazán entre los vecinos. Su patrón, Juan de Vargas, quiso comprobarlo por sí mismo. Un día se escondió tras unos matorrales, a medio camino entre la iglesia y el campo. Al salir del templo, recriminó a Isidro el absentismo. Pero cuando llegaron los dos a la finca, los bueyes estaban arando ellos solos la parte que le correspondía al futuro santo y patrón. ¡Ángeles del cielo!

Otro cantar es la fama festivalera de los países del sur. El presidente Mariano Rajoy ha prometido que reducirá los puentes festivos para mejorar la productividad, pasando al lunes algunas fiestas de guardar. Lo tiene difícil. Ya lo intentó Felipe González en 1984 con la fiesta de la Inmaculada (8 de diciembre), para que no coincidiese con la de la Constitución (dos días antes). Los obispos casi se echan al monte.

Todo son dudas. Las medidas de austeridad impuestas a los italianos por el Gobierno del tecnócrata Mario Monti (bien arropado por ministros católicos, como Andrea Riccardi, hagiógrafo de Juan Pablo II y fundador de la Comunidad de sant’Egidio, uno de los nuevos movimientos del catolicismo romano), excluyen de todo sacrificio a la Iglesia católica. El plan de ajuste asciende a 30.000 millones de euros, de los que buena parte proceden de un nuevo impuesto inmobiliario. Si la Iglesia católica italiana lo tuviera que pagar, Monti tendría 2.500 millones más. Lo han evitado ministros considerados más súbditos del Vaticano que de Italia.

Han hecho lo mismo los nuevos gobernantes de Grecia. En España, ni siquiera se plantea lo contrario, pese a ser la Iglesia católica el segundo propietario inmobiliario después del Estado. En los tres países en crisis, las jerarquías católicas viven en un clamoroso paraíso fiscal.

Todo empieza en la educación sentimental. Los catecismos que aprendieron los españoles durante el nacionalcatolicismo franquista (el Astete, el Ripalda y el Catecismo Patriótico Español, sobre todo) enseñaban que el liberalismo era pecado, pero también el capitalismo, el socialismo, el modernismo, el darwinismo, el sindicalismo, el laicismo, el secularismo, y así hasta 14 ismos. “A todos los fieles, en especial a los que mandan, ordenamos con la autoridad del mismo Dios que trabajen con empeño en desterrar de la Santa Iglesia estos errores”, ordenó el Concilio Vaticano I.

“¿Es lícito a un católico llamarse liberal?”, preguntaba el cura en la catequesis siguiendo el texto de Nuevo Ripalda para la nueva España. Respuesta: “No, señor, por el escándalo que causa tomar el nombre de un error condenado por la Iglesia”. Pero había matices. El catequista ensotanado pregunta si “alguna vez no será pecado leer la prensa liberal”. “Sí, señor, si se leyeren las reseñas taurinas o el alza o baja de la Bolsa”.

Michael Burleich, historiador de Oxford, opina: “Para los protestantes liberales, los católicos personificaban el atraso económico y el oscurantismo cultural, mientras que el protestantismo era sinónimo de cultura, una identificación efectuada en parte para revigorizar el protestantismo entre una burguesía que ya no iba a la iglesia. Las personas modernas hacían sus propias elecciones racionales; los sacerdotes ejercían un dominio antinatural sobre las ancianas, los niños y las gentes del campo, que constituían la mayoría católica”.

Es como si Burleich hubiera escuchado al aristócrata Cayetano Martínez de Irujo, conde de Salvatierra y gestor de la Casa de Alba, que acaba de proclamar que “los jornaleros andaluces tienen pocas ganas de trabajar”. La misma idea ha expresado, con palabras más gruesas, el líder de los democristianos catalanes, Duran Lleida. Burleich añade, citando a Weber: “La resolución y la sobriedad características de los protestantes contrasta con una chusma indolente y beoda de campesinos controlados por los curas, que solo salen de su inercia para quedarse embobados con las trapacerías de las reliquias”.

Recientes investigaciones de Ludger Wössmann y Sascha Becker, profesores de Economía de la Educación en la Universidad de Múnich, señalan que las regiones alemanas protestantes eran (son) de promedio más ricas y desarrolladas que las católicas, y también tenían (tienen) mayor nivel de escolarización de mujeres.

En España, el atraso económico se concentra, con tasas de paro por encima del 30%, en las regiones más católicas, si sirve para medir la religiosidad el porcentaje de contribuyentes que coloca la equis en su declaración de la renta pidiendo que Hacienda desvíe el 0,7% de su cuota fiscal para pagar los salarios de obispos y sacerdotes. Andalucía y Castilla-La Mancha duplican el porcentaje de País Vasco y Cataluña. Además, la historia del mal llamado impuesto religioso es una demostración de cómo en el mundo católico la verdad puede convertirse en mentira con desparpajo. Sostienen los obispos que son sus fieles los que pagan ese impuesto. Pero el católico español, al contrario que en Alemania, no añade ni un euro en el IRPF para su confesión. Es Hacienda quien lo deduce de los ingresos totales del Estado, de manera que el sostenimiento del clero católico corre también por cuenta de ateos, protestantes, judíos, musulmanes y todos los etcéteras que quieran añadirse.

Italia confirma también las conclusiones de Wössmann y Becker, con un añadido: allí está demostrado que el norte, más rico pero menos religioso, es menos corrupto que el sur, donde la tradición católica está más arraigada y hay más pobreza.

Es difícil encontrar un historiador de las religiones que no se ocupe de las tesis de Weber. El último en hacerlo es Diarmaid MacCulloch, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad de Oxford. Acaba de publicar una imponente Historia de la Cristiandad (Debate, 2.300 páginas) y, pese a señalar los intentos renovadores de Roma, considera razonables los argumentos del sociólogo alemán. “Los colectivos son más proclives que los individuos a pasar por alto algo que sucede delante de sus narices”, ironiza.

En cambio, la filósofa y escritora Reyes Calderón, decana de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Navarra, desveló hace apenas un mes que está ultimando una investigación en la que desmonta con contundencia la idea de que las sociedades católicas sean más corruptas y atrasadas que las de tradición protestante. De momento, sostiene: “El problema es que tanto la metodología de la investigación como las bases de los estudios eran incorrectas. Valoraban, por ejemplo, que como en el catolicismo puedes robar y después confesarte para quedar libre de culpa, se tendía más al hurto. No valoraron que la religión católica obliga a devolver lo robado para ser absuelto. La muestra era muy sesgada”.

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