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Limpiar el camino para que avance la libertad

Es indispensable anotar que, por lo general, me incomodan los escritores que opinan demasiado. Prefiero a los que escuchan y analizan, sin pretender darse demasiada importancia. Tendemos a creer que las palabras tienen un solo significado, pero no es así. Democracia no significaba lo mismo a ambos lados del muro de Berlín. Libertad no tiene el mismo sentido para un funcionario norteamericano y para un suicida afgano. Igualdad no dice lo mismo en una junta directiva de la compañía financiera más grande del Japón, que en una favela de Río de Janeiro. Y sin embargo, desde un punto de vista filosófico, es a partir de ese significado diferente cómo el ser humano se puede expresar en la profunda razón de ser de su diversidad. Porque de algo estoy absolutamente seguro: la igualdad no es la uniformidad. Michael Ende lo expresó bien en su mundo de hombres vestidos de gris. Brave New World, de Huxley, (El mundo feliz, en la feliz traducción al castellano), es el retrato más minucioso que se haya hecho jamás de la infelicidad.

"Es difícil definir la verdad. Platón nos enseñó que una cosa es verdad y otra la verdad"

Ahora bien, una cosa es la igualdad de los comportamientos, las respuestas, la creación y las expectativas, y otra muy distinta la igualdad económica. Si en la búsqueda de esta igualdad los sistemas políticos refunden la primera, terminarán por caer en un nudo ciego difícil de desatar. Algo así ha pasado con los regímenes "igualitarios" que han querido imponerse en los últimos cien años a lo largo y ancho del mundo. Por eso pienso que la única razón de ser de la política en lo que se refiere a la igualdad está en la necesidad de limar las asperezas de un camino por donde pueda avanzar la libertad. El desbarajuste que generan los lemas tomados como la patente de corso de unos pocos contra la mayoría, necesita regresar a la búsqueda del bien común. Dentro del concepto filosófico, el lema de la Revolución Francesa tendría que haber consagrado la libertad, desigualdad, fraternidad, que todos necesitamos como un camino colectivo hacia la felicidad. Pero dentro del universo económico, tendríamos que darle a la igualdad una nueva estatura. No otra que la anhelada por miles de millones de seres humanos en el mundo entero, que comienzan a perder la esperanza de encontrarla.

América Latina es la región con la más grande desigualdad social del planeta, según vemos en el Informe que hoy presenta el Programa de la ONU para el Desarrollo. Frente a ese hecho, se han propuesto, grosso modo, dos grandes líneas políticas: la primera busca crear un sistema igualitario a costa de las instituciones que garantizan las libertades individuales; la segunda se concentra en garantizar las libertades individuales -en concreto la propiedad privada-, a costa de la igualdad social.

En la primera de esas dos líneas se corre el peligro de no saber dónde está la gimnasia y dónde la magnesia. Mejor dicho, de meter en el mismo saco filosofía y economía. En la segunda, se le da una despiadada razón de ser al principio de la libertad individual. "Homo Homini Lupus", sentenció Hobbes en el siglo XVII. Ya sabemos que es así. Pero ha pasado demasiada agua bajo los puentes para que sigamos empeñados en demostrarlo. La tarea de la política, que es nuestra tarea colectiva, es la de poner en marcha reformas que distribuyan la riqueza con mayor equidad. No es imposible. Lo ha hecho Brasil, donde la clase media aumenta sin comprometer el crecimiento económico. Pero, por desgracia, no ocurre lo mismo en otros países de la región. En algunos de ellos, los defensores de la democracia no defienden la justicia social, que es hoy uno de los componentes básicos de la democracia. Con niveles de pobreza y de desigualdad social como los de nuestros países, no se dan las razones necesarias para que se quiera trabajar por la democracia y la paz.

Las teorías más despiadadas, en boga en distintos períodos históricos de América Latina, se han basado en un método primitivo: deshumanizar al otro. Las violencias metódicas, prolijas y planificadas que nos distinguen, sólo son posibles entre quienes consideran a otros tan desiguales que ya no son humanos. La desigualdad social tiende a terminar en violencia. ¿Cómo luchar contra ella? Es necesario que demostremos en forma colectiva, con buena voluntad y con alguna dosis de sacrificio de todas las partes, que los cambios sociales pueden realizarse sin violencia. El derramamiento de sangre para defenderse o para luchar por la justicia es señal de que algo no funciona como debiera.

Vuelvo al comienzo. La palabra libertad no tiene el mismo sentido para todos. Ni la palabra democracia o la palabra igualdad. Lo mismo pasa con la palabra verdad. Es difícil definir la verdad. Platón nos enseñó que una cosa es verdad y otra la verdad. "Verdad" es el convencimiento profundo de una persona en torno a la razón que la anima, mientras que "la verdad" es el dogma. Todo el mundo está en contra de la pobreza. Esa es una verdad de a puño. Pero, cuando se habla de combatirla, sería conveniente que nadie alegara tener "la verdad". Ahí no puede haber dogmas. Será la dinámica histórica de los pueblos la que indicará cuál es la manera correcta en que se deba proceder.

La historia de la humanidad puede entenderse como la lucha por determinar el sentido último de palabras. La esencia de los conceptos está en que puedan ser discutidos, en que no haya nunca sobre ellos una respuesta definitiva. Pero, frente a esa imposibilidad, es necesario llegar a acuerdos básicos. En América Latina, uno de esos acuerdos está todavía en veremos: que la democracia, para ser democracia, necesita de la igualdad. Nuestra tarea es avanzar hacia ese ideal. Sin afanes pero sin pausa.

Santiago Rocangliolo, escritor peruano

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