La muerte del gran filántropo
Vicente Ferrer, ex jesuita y cooperante catalán ha fallecido a los 89 años en la India
"Hay personas que no deberían morir, porque son valiosas, porque son amadas, porque son únicas". Esto es lo que escribió en marzo pasado Padre Ángel desde Anantapur, al sur de la India, a donde había acudido apresuradamente porque le habían dicho que Vicente Ferrer se estaba muriendo deprisa. El padre Ángel García, el sacerdote católico diocesano fundador de Mensajeros de la Paz, estuvo unas horas con Ferrer y envió a sus amigos un mensaje de consolación, por correo electrónico. Era una hermosa y emocionante oración fúnebre. Vicente Ferrer había colmado ya los 88 años (en abril pasado cumplió 89), y llevaba años sufriendo una pésima salud de hierro. El último incidente era una embolia, la pasada Navidad. Parecía irreversible. Pero el padre Ángel, él mismo muy enfermo, resistente por encima de lo humano, mandaba también una señal de esperanza, como si diera por sentado que hay personas tan necesarias que deben ser respetadas de modo especial por la muerte. Recordaba un piropo a un torero, una tarde en Andalucía: "Maestro, no te mueras nunca". Era lo que aquel día, ante las noticias de la lenta agonía del padre Ferrer, estaban gritando, corazón adentro, cientos de miles de personas en España, en la India, en todo el mundo: "Vicente, no te mueras nunca. Y va a ser cierto", se consolaba el Padre Ángel. No ha sido posible. Ferrer ha muerto esta madrugada a la 1.15 (hora española) en su casa en Anantapur (India).
Hay religiosos cuya sola existencia hace disculpar las muchas desgracias y atrocidades que han causado a la humanidad las religiones de uno u otro signo. El jesuita Vicente Ferrer es uno de ellos. Como pronosticó desde la India el padre Ángel, "Vicente Ferrer no va a morir nunca. Le suban o no a los altares, a Vicente Ferrer, que fue un santo en vida, le espera la Gloria. No la gloria mundana, que su exquisita sencillez siempre quiso evitar, sino la verdadera, la buena, la definitiva". Es la esperanza de un creyente. Entre mundanos, Vicente Ferrer seguirá vivo, sobre todo, entre los pobres de solemnidad a los que ayudó de todas las maneras posibles en Anantapur, una zona rural en los desiertos del sur de la India. Su inmortalidad son los hospitales, escuelas, casas, pozos, caminos, etcétera que levantó con un tesón sobrehumano en cientos de comunidades y pueblos. Suya es, además, la inmortalidad de un ejemplo universal de la mejor filantropía.
Cuando hace unos meses El Periódico de Cataluña eligió a Vicente Ferrer Catalán del Año 2008, el anuncio festivo de la noticia se hizo con una canción de Sopa de Cabra interpretada por Gerard Quintana y Eva Amaral. "Vam deixar-ho tot / el cor encés pel món". Eso es lo que había hecho cincuenta años antes Ferrer: abandonarlo todo y lanzarse al mundo con el corazón encendido. En ese medio siglo, el famoso cooperante barcelonés ha cambiado la vida de cientos de miles de desposeídos y se erigió en un referente internacional del trabajo humanitario. Entre los muchos premios y distinciones que recibió destaca el Príncipe de Asturias de la Concordia, en 1998.
La biografía de Vicente Ferrer es impresionante, novelesca. Hay varios libros que lo atestiguan. El primero lo escribió Alberto Oliveras, con el título La revolución silenciosa. Oliveras fue el alma de un programa de radio emitido por la Cadena Ser entre 1960 y 1977, los miércoles a las diez y media de la noche. Se llamaba Ustedes son formidables. Era un instrumento magnífico para llamar a la solidaridad ciudadana ante situaciones dramáticas, cotidianas o excepcionales. El programa marcó una época y Vicente Ferrer fue muchas veces protagonista. De entonces acá han llovido más libros, uno del propio Ferrer, titulado El encuentro con la realidad. El último es de hace apenas un año, firmado por Anna Ferrer y editado por Espasa con el título Un pacto de amor. Mi vida junto a Vicente Ferrer.
En realidad, Anna Ferrer se llama Anna Perry, nacida en 1947 en Essex, al sureste de Gran Bretaña. Reportera de la revista Current, un día le encargaron un reportaje sobre el jesuita cooperante español. Meses después decidió volver a su lado, como una trabajadora más. Acabó casándose con el jesuita español, en una boda cuya noticia dio la vuelta al mundo. Tienen tres hijos. Cuando le preguntaban cómo pudo construir tantos proyectos desde la nada, Vicente Ferrer, bajito y delgado, vestido siempre con una camisa de color caqui, unos pantalones de algodón y una sencillas sandalias, solía contar la reacción de una persona a la que le describió el personal y la organización que lo acompañaba. Incluyó a su mujer. "Es inglesa", precisó Ferrer. "¡Claro, eso lo explica todo! ¡El latino y la sajona!", sentenció el curioso.
Ferrer nació en Barcelona el 9 de abril de 1920. No era buena fecha para venir al mundo en España. Debió pensarlo un jovencísimo Vicente Ferrer el día en que, a los 16 años, pidió el carné del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Pronto fue llamado a filas para luchar en la guerra incivil que desató en el verano de 1936 un golpe militar nacionalcatólico. Le tocó batallar en el Ebro en 1938. En la retirada del ejército vencido hacia Francia, tras la caída del frente de Cataluña, Ferrer fue internado en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer. No había cometido delito alguno, salvo el ser joven y revolucionario, pero fue entregado por las autoridades francesas a las franquistas en Hendaya, e internado en el campo de concentración de Betanzos. Allí pasó lo que quedaba de 1939. Liberado, tuvo que cumplir de nuevo el servicio militar: en total siete años de movilización contando los años de guerra, la reclusión en los campos de castigo y de nuevo el servicio militar. Pese a todo, conservó las ganas de luchar. En 1944 abandonó sus estudios de Derecho y se hizo jesuita, con la idea de "ayudar a los demás".
En 1952 es enviado a Mumbai como misionero para completar su formación espiritual. Es su primer contacto con la India. Ya no paró de trabajar para erradicar el sufrimiento de los más pobres de ese país. Muchas veces, su labor generó suspicacias entre los dirigentes políticos, aún mayores entre los mandamases de la Compañía de Jesús. No lo expulsaron de la congregación, pero sí de la India. Treinta mil campesinos, secundados por intelectuales, políticos y líderes religiosos, se movilizaron en una marcha de 250 kilómetros para protestar. La primera ministra Indira Gandhi intervino con una solución salomónica. Ferrer se marcharía a Europa para "unas cortas vacaciones", y sería bien recibido de vuelta otra vez en la India siempre que cambiase de lugar de residencia. Ocurrió en 1968.
Vicente Ferrer regresó a España. Pronto, Indira Gandhi se preocupa por su tardanza en volver. "¿Por qué no está aquí ya?", preguntó a los amigos del tozudo y providencial misionero. Lo hizo casi un años después, en 1969, y se instaló en Anantapur (Andhra Pradesh), uno de los distritos más pobres del país. Ese mismo año dejó la Compañía de Jesús y creó, junto a quien será su esposa unos meses más tarde, la Fundación Vicente Ferrer. Hoy gestionan cinco hospitales y cientos de escuelas, levantados con las donaciones de 130.000 padrinos. Cuando faltaba dinero (es decir, casi siempre), Vicente Ferrer siempre encontraba a alguien -persona física o institución- que le solucionada in extremis sus apreturas financieras. También llevó adelante miles de programas de ayudas a agricultores para dotar de agua sus poblados y de créditos sus actividades. Es el imperio de la cooperación, una tarea impresionante incluso para quienes, como el asturiano Padre Ángel, están siguiendo sus pasos con tesón y bondad increíbles. En definitiva, con Vicente Ferrer desaparece un filántropo gigantesco y un español universal (permítase ahora tópico tan conveniente).
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