Una nueva vida para la OMS
La Organización Mundial de la Salud (OMS) fue creada en 1948 como una especie de Ministerio de Sanidad planetario. Pero poca gente se la tomó en serio. Parecía una institución pensada para tratar problemas de pobres (desnutrición, malaria, tuberculosis, polio), y como tal pasó casi 50 años sin conseguir mucha repercusión. Los países ricos aportaban los fondos, pero poco más.
Prueba de este ninguneo es que ni siquiera su principal mentora, la propia ONU, parecía creer mucho en su capacidad para afrontar nuevos retos. Cuando el sida estalló con toda su virulencia en los países occidentales, la OMS fue dejada de lado. Era el primer gran problema sanitario que afectaba a los países ricos, y se crearon agencias específicas para tratarlo: Onusida y el Fondo Mundial. La misma Naciones Unidas prefirió crear una organización nueva cuando se encontró con una amenaza nueva.
Esta desconfianza -o desidia- tenía varias explicaciones: era difícil convencer a los donantes del Norte para que fueran generosos con enfermedades que no les afectaban. Además, como le pasa a Naciones Unidas en asuntos de política internacional -véase las resoluciones sobre Palestina- no tenía ninguna capacidad para imponer sus políticas. Todo tenía que basarse en la buena voluntad y en consensos de negociaciones eternas y muy pocas veces fructíferas. Nadie se tomaba a la OMS en serio. Cada vez que sus recomendaciones o políticas chocaban con los intereses -o prejuicios- de un país, la organización era relegada a un segundo plano.
Este papel de cenicienta cambió a partir de 2003. El rol de príncipe azul lo hicieron dos virus que de manera consecutiva aparecieron en el sureste asiático. Primero, el coronavirus que causaba el SARS (originalmente llamada neumonía asiática). Su rápida expansión desde Hong Kong a Canadá puso de manifiesto que hacía falta un organismo que estuviera por encima de los intereses nacionales. Si el coronavirus que causaba esta enfermedad fue su príncipe salvador, el auge de los viajes en avión y el mayor peso internacional de los llamados tigres asiáticos hicieron de fieles escuderos. Por primera vez los países ricos de toda la vida se sintieron amenazados por una enfermedad surgida de una región a la que no podían dar la espalda. No es casualidad que los últimos directores de la OMS hayan sido un coreano, Jong-wook Lee y una china, Margaret Chan.
Atajada la neumonía, surgió la gripe aviar. Otro virus (el H5N1) causó alarma en todo el planeta. Fue el momento en que la OMS pudo sacar músculo. Por fin se vio la utilidad de un organismo que no se dedicaba sólo a tareas casi imposibles, como acabar con las plagas tradicionales (hace cinco años venció el plazo que ella misma se dio para erradicar la polio sin que lo haya conseguido).
Este nuevo liderazgo ha sido hábilmente explotada por la organización, que ha conseguido una presencia en los medios de comunicación como nunca antes había tenido. El premio Príncipe de Asturias es prueba de ello. Ahora le queda aprovechar la inercia. Sería una pena que el interés decayera cuando esta epidemia (afortunadamente, de momento muy leve) pase. La OMS debe sacar partido del momento para reforzar sus esfuerzos a largo plazo. La malaria, la tuberculosis, las diarreas infantiles, la obesidad, el tabaquismo, la contaminación doméstica tampoco deben esperar.
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