Un trayecto accidentado
“Nueva York me permite releerme desde otro prisma. Aquí mi necesidad de huida es positiva”.
Durante una época me sentía prisionera de mi propia vida: no era capaz de dejar una ciudad donde me sentía asfixiada, con relaciones que habían dejado de funcionar, de un trabajo que me hacía desgraciada. Muchos años más tarde, aprendí que la psicología moderna tipifica tres tipos de respuestas posibles ante una sensación de peligro o amenaza: fight, flight o freeze (pelea, escapada o parálisis). La pelea implica confrontar la amenaza de forma agresiva, la escapada urge a huir en otra dirección lo más rápido posible, y la parálisis comporta la incapacidad de moverse o actuar ante el peligro. Durante esa etapa, la parálisis era mi forma de lidiar con lo que no me servía, y me costaba vislumbrar un camino diferente. Sin embargo, una vez entré en movimiento es como si nunca hubiera estado detenida: empezó una nueva vida llena de ciclos de mudanzas, nuevas relaciones, descubrimientos constantes, distintos trabajos que nunca había hecho, barrios y apartamentos hasta entonces desconocidos.
En su escéptica novela El amor dura tres años, el escritor y publicista francés Frédéric Beigbeder describe bien esta sensación de inacción: “El error esta en desear una vida inmóvil. Deseamos que el tiempo se detenga, que el amor sea eterno, que nada muera jamás, para acomodarnos a una perpetua infancia mimada. Levantamos muros para protegernos, pero son esos mismos muros los que un día se convierten en cárcel”. Es curioso como las narrativas que construimos acerca de quienes somos pueden distar de la realidad de nuestro día a día. Quizá porque esa etapa en la que me sentía atrapada tiene tanto peso en mis recuerdos, si hoy me preguntaran respondería que mi instinto ante el conflicto es la parálisis, mientras que cualquiera de mis amigas más cercanas responderían sin dudarlo que mi respuesta es la huida.
En el momento en el que llegué a Nueva York para instalarme, saliendo del aeropuerto de Newark con tres maletas, me sentí en casa. La ciudad, por su esencia centrífuga, atrae a un perfil de persona generalmente acelerada, neurótica, de intereses muy variados y capaz de sobrevivir el sobrestímulo. Rápidamente me encontré entre amigos, pese a no conocer todavía a nadie. El parpadeo de las luces de neón, los sonidos incesantes a cualquier hora de la noche y el metro que no descansa me acogieron en mi fuga. Aquí encontré un lugar donde siempre hay una escapada nueva posible: todavía me sorprende poder coger un tren hasta Rockaway Beach y entrar en un escenario radicalmente distinto a solo una hora de trayecto; o caminar sobre el asfalto durante varias manzanas hasta llegar a uno de los ríos que rodean la isla de Manhattan.
En Insomniac City, una carta de amor a la ciudad de Nueva York y a su pareja de muchos años Oliver Sacks, el escritor Bill Hayes describe cómo comprar una MetroCard en el aeropuerto de JFK le hizo sentir que desafiaba todos los límites: era libre de lo que había dejado atrás y no le preocupaba lo que venía por delante. En JFK subió accidentalmente al metro en la dirección opuesta a Manhattan. Pero Hayes dice que coger los trenes equivocados, encontrarse con retrasos inesperados y sufrir los ocasionales fallos mecánicos forma parte de cualquier viaje que merece la pena empezar. Es durante estos trayectos accidentados donde he aprendido a girar rumbo a otra dirección. Nueva York me ha permitido releerme desde otro prisma: mi energía nerviosa y mi necesidad de huida aquí son rasgos comunes y positivos.
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