El enigma de Séraphine Louis: la criada mística que por las noches pintaba como los ángeles
La artista, sirvienta del marchante Wilhelm Uhde, es uno de los casos más misteriosos de la historia del arte y una auténtica revelación que ha sido minimizada por el canon monolítico y patriarcal de la crítica cultural.
La historia del arte está llena de vidas tristes. La de Séraphine Louis, la pintora naïf que revolucionó a las primeras vanguardias, es además una de las más misteriosas y desconcertantes. ¿Quién era Séraphine Louis? Nadie lo sabe, en realidad. No existe una investigación completa y definitiva de ella que descifre su misterio. Lo único que se sabe son retazos de una mujer que vivió la mayor parte de su vida al margen de la realidad. Autodidacta, psicótica, mística, misántropa, introvertida, rara, siempre rara, su genio era único, tanto, que el canon artístico del siglo XX, monolítico y patriarcal, se ha sentido más cómodo arrinconándola y convirtiéndola en anécdota. Error mayúsculo. Sus obras merecen una urgente revisión.
La misteriosa Séraphine nació el 3 de septiembre de 1864 en Arsy, un pequeño pueblo de apenas 300 habitantes al norte de Francia. Con apenas un año muere su madre. Su padre seguirá su estela cinco años después. Huérfana, sin familia directa, solo una hermana que la rechaza, no tiene más remedio que encerrarse en sí misma para encontrar algo de calor. Con siete años empezará a trabajar como pastora hasta que quedará al cuidado del convento de Senlis, donde actuará con poco más de diez años como limpiadora y criada. Y, aún así, su vida dentro del convento le gustará. Incluso intentará ser monja, ante la aterrada negativa de la madre superiora y sus hermanas, se dice que asustadas por el extraño aura trágica que desprendía. No era, desde luego, una niña que llamase la atención a primera vista. Era nerviosa, de mirada intensa y le gustaba quedarse horas absorta entre la naturaleza. Lo que veía allí lo demostraría años después en sus cuadros.
De esa infancia dickensiana le quedaron dos cosas, su devoción a Dios y su amor a las flores. Pintaba, sí, como cualquier otra niña de su edad, pero no sentía una vocación especial ni demostraba un talento extraordinario para ello. Sin embargo, sí encontraba en aquellos primeros brochazos de pintura una especie de liberación del terrible silencio que sentía por dentro. El aislamiento se convertirá poco a poco tanto en su única fuente de amor como en su última condena. Vive dentro de un mundo diferente al del resto. Le gusta la vida en el convento, su protección, vivir en el abrazo de Dios.
Después de pasar 20 años en aquel lugar, decepcionada por la frialdad de las hermanas, busca un nuevo inicio a su vida y empieza a trabajar en Senlis como mujer de la limpieza. La pequeña burguesía la acoge y encaja con su carácter callado y su discreción. El trabajo empieza a convertirse en su refugio. Algunos afirman que habla a las plantas. ¿Qué les dirá? ¿Por qué es capaz de conversar con las plantas, pero incapaz de mantener una conversación larga con otro ser humano? La respuesta es sencilla, la naturaleza habla su mismo lenguaje, los hombres no.
Pasa así mucho años, hasta que una nueva epifanía la trastocará por completo. Ya tiene 38 años, pero su aspecto es el de una mujer mucho mayor. Hace mucho que no pinta, convencida de que sólo era una distracción infantil, pero entonces, una noche, en trance, cree recibir la visita sagrada del arcángel San Gabriel, quien le dice que ha de pintar “la gloria de Dios”. La providencia la ha escogido. Así lo siente ella. No es la primera iluminación que había tenido, pero sí la que le cambiará la vida. Como el poeta William Blake, tenía visiones desde la infancia. La diferencia, ahora, es que entenderá la voz y por primera vez en su vida sabrá realmente lo que tiene que hacer.
Sin perder tiempo, compra al tendero local pinceles, tablas, óleos, lienzos y tubos de colores. Por las mañanas trabaja como criada, pero por las noches crea sus cuadros. La mayoría de veces pinta sobre madera y firma tallando su firma con un cuchillo, incluso antes de empezar el cuadro. Pronto comenzará a experimentar con nuevos materiales, que incluye mezclar su propia sangre o la cera de las velas de la iglesia del pueblo con los colores, y que darán a sus obras un brillo extraordinario. Nadie ha conseguido antes que los colores palpiten como llamas de una hoguera en un cuadro. Ella sí.
Parece que esa mujer ha descubierto un fuego dentro. Sus cuadros son encendidas representaciones de árboles florales, de plantas que ascienden al cielo, con hojas que se abren a la luz y parecen a un tiempo ojos iluminados y el vuelo de un pájaro capaz de abrir las puertas del cielo. Mirar un cuadro de Séraphine Louis es sentirse observado por una naturaleza a punto de arder y abrir todos sus secretos. Lo llamarán arte primitivo o naïf, pero nada hay de primitivo en su concepción del arte. Sabe perfectamente lo que hace. Dicen que es un corazón simple, como el personaje de Félicité, la sirvienta del cuento Un corazón sencillo, de Flaubert. Nada más alejado de la realidad. Desde el momento en que empieza a pintar es tan artista como Matisse, Braqué, Picasso. ¿Eran almas simples? Otra vez, intentan que el arte sea la anécdota, pero la anécdota es que fuera sirvienta.
El azar vendrá entonces a su encuentro. ¿Cuántas posibilidades existen de que una criada que pinta en secreto empiece a trabajar para uno de los marchantes más importantes de Europa y el gran descubridor de mitos como Rousseau, Matisse o el mismísimo Picasso? La vida de Séraphine está rodeada de malos y buenos presagios, sin duda. Estamos en 1912 y Wilhelm Uhde se hospeda, huyendo del ajetreo de París, en una de las casas en las que Séraphine limpia. A veces se cruzan en el pasillo y se saludan cortésmente, pero ninguno de los dos sabe quién tiene en frente.
Uhde visitará la casa de unos amigos de Senlis y verá en una esquina uno de los cuadros de Séraphine. Queda inmediatamente hechizado. Aquello le parece una maravilla, como mirar la vida a través de los grandes vitrales de una catedral. ¡Quién ha pintado esto!, exclama entusiasmado. Nadie contesta en un principio. Pocos saben la historia detrás del cuadro. Cuando le dicen que es aquella mujer extraña que limpia en su casa, simplemente no lo podrá creer. Empezará así una de las relaciones más conmovedoras de toda la historia entre un artista y su protector.
Uhde correrá a hablar con su sirvienta. Ella le dejará ver sus cuadros, pero se negará a hablar de su arte o a que el marchante esté presente mientras pinta. Para ella es un momento sagrado donde asegura que pinta en trance, casi al dictado de los ángeles que cree que la rodean. Uhde, fascinado, le pagará ocho francos por cuadro que ella utilizará para más pinturas y para rodearse de diferente iconografía religiosa. “Mis padres eran tan ignorantes como yo. Ni siquiera escogieron mi nombre, fue el sacerdote”, le confesará a Uhde, que empezará a acumular la obra de Séraphine, nombre, efectivamente, de ángel, en su domicilio en Chantilly.
Aquel será un año feliz, pero la irrupción de la I Guerra Mundial obligará a Uhde a abandonar Francia y regresar a su Alemania natal. Vuelve la oscuridad a la vida de Séraphine, pero no abandonará su fervor por su arte, sino todo lo contrario, trabajará con muchísimo más ardor. En esta época crea sus grandes obras maestras y con el final de la guerra retomará el contacto con Uhde, que empezará a dar a conocer el nombre de Séraphine Louis al mundo del arte.
Cuando la pareja prepara su primera gran exposición individual, el terrible crack del 29 golpeará con crueldad a Uhde, que tendrá que cancelar sus planes. Deja de visitar a Séraphine con tanta frecuencia y la pintora comenzará a dejarse llevar por su aislamiento y sus visiones. A principios de los años 30 se pasea por el pueblo anunciando el fin del mundo y gritando todo tipo de improperios a los vecinos. Se convierte en la burla absoluta de Senlis, pero también la temen, al menos lo suficiente para encerrarla. Uhde se cruzará por última vez en su vida para que la trasladen al hospital psiquiátrico de Erquery, asegurándose que tiene unos buenos cuidados. “Sufre psicosis crónica con delirios de grandeza. Es pintora. Los delirios han aumentado. Escándalo nocturno. Tez pálida. Admitir”, se lee en la hoja de admisión del hospital.
Su suerte ya está echada. Deja de pintar, lo que quiere decir que ya nada le ata a este mundo. Uhde la da por muerta. ¿La rechaza porque ha dejado de pintar, ya no le sirve para sus propósitos? No se sabe, lo único que se sabe es que con el estallido de la II Guerra Mundial los hospitales se vacían de recursos y Séraphine morirá de hambre, totalmente enajenada, en 1942. Tiene 78 años. Cuando acabe la guerra, Uhde, tal vez sintiéndose culpable de su abandono, tal vez intentando aprovecharse una última vez de su talento, organiza la primera exposición individual de la artista. Será un éxito, pero para quién.
Se calcula que Séraphine Louis pintó alrededor de 200 cuadros a lo largo de su vida, de los que sólo se conservan unos 70. En los últimos años se ha intentado recuperar su nombre y colocarlo en un lugar preponderante de la pintura francesa, pero su truculenta vida sigue jugando en su contra. Esta Van Gogh analfabeta tiene demasiados estigmas en su contra. Es mujer, sin estudios, sin grandes relaciones profesionales y devota de Dios. No tiene nada que sustente su prestigio. La crítica que la aplaude tímidamente todavía la menosprecia en realidad y la reduce a una especie de historia folclórica que contar a los niños.
En los últimos años se ha intentado vigorizar su nombre, pero sin éxito. En 1986, Alain Vircondelet escribió la primera gran biografía de la pintora, que siguió en 2008 con la publicación de Séraphine (De la pintura a la locura), que en España publicó la editorial Elba. En 2008, Martin Provost dirigió Séraphine, película basada en los libros de Vircondelet. Su éxito fue mayúsculo, con siete premios Cesar, pero el nombre de la pintora pronto volvió a caer en el olvido. En 2014, en el 150 aniversario de su nacimiento, el museo de Senlis acogió una gran exposición retrospectiva de la obra de la artista. Su repercusión fue mínima. ¿Alguna vez se conseguirá que el entusiasmo y fervor que despiertan los cuadros de Séraphine sean realmente considerados como auténticas obras de arte, no las curiosas maravillas de una sirvienta? Esperemos que sí y esperemos que pronto.
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