Manjares inesperados
Recuerdo perfectamente el hedor. Son las diez de la mañana de un 23 de septiembre en Hanói. Es domingo, y me deslizo entre los sinuosos pasillos de un mercado local callejero de la capital vietnamita. El aire es húmedo y pegajoso, y al aspirar siento cómo penetran en mi cerebro los aromas dulces y metálicos provenientes de las vísceras crudas, expuestas a los 25 grados del ambiente, que esperan a ser seleccionadas para protagonizar el menú del domingo de alguna casa de la abarrotada ciudad. No será en la mía. Recuerdo sentirme indispuesta. Había llovido, y mezclada con los charcos de agua se podía chapotear en la sangre de algún animal que acababa de ser decapitado para convertirse en manjar. Patos y gallinas con las patas amarradas esperan su sino al lado de puestos donde cabezas de perro son ofertadas con otras partes de su cuerpo: en Vietnam y en Corea del Sur la carne de can sigue conformando parte de la gastronomía popular.
Aprovecho una bocanada de aire que me llega cargada de menta y cilantro para abandonar el bullicio y comprar una botella de agua en una calle paralela, a salvo de los olores y escenas nauseabundas que me han quitado las ganas de comer. De vuelta al hotel, me siento ligeramente decepcionada conmigo misma. ¡Qué falta de tolerancia ante lo inesperado! Yo, que me paso el día hablando de fermentaciones y procesos de putrefacción controlada que derivan en manjares (el queso) donde la descomposición es parte del trato que brinda la naturaleza… y salgo indispuesta de un lugar que creía estar preparada para disfrutar. Pienso en lo que nos cuesta integrar lo que escapa al orden de nuestros esquemas internos. ¿A qué sabe lo desconocido? ¿Nos gusta o no nos gusta? O en todo caso, ¿nos tiene que gustar? Me interesan las reflexiones que hace sobre lo inesperado el cocinero de la radicalidad, Andoni Aduriz. Desde Mugaritz pide al comensal que “abra la mente, no solo la boca”. ¿El fin? Llegar al punto de no retorno en el que valoremos el bocado independientemente de la representación prejuiciosa del mismo, fruto de nuestro esquema cultural. Lo interesante de los sabores inesperados se halla en las respuesta radicales que generan. Ninguna experiencia adquirida desde la sorpresa es ambigua: hemos de estar preparados para enfrentarnos a la indignación, o quizás, a la agradable sorpresa que genera toparse con aquello que no es consentido.
El conocimiento gastronómico también opera así: solo podemos educar nuestro paladar cuando lo forzamos a salir de su zona de confort para explorar universos nuevos, donde lo que descubramos puede gustarnos más o menos, pero completa nuestro aprendizaje y aporta complejidad. En China existen los huevos milenarios: huevos de gallina o de pata son recubiertos con una mezcla de cal, ceniza de pino, agua y sal, para ser guardados durante semanas bajo tierra o en vasijas de barro. Cuando meses después se desentierran la clara ha adquirido un delicado tono color ámbar y la yema ha pasado a ser de color verde oscuro, fangoso. Un plato tradicional cuyos aromas sulfurosos y amoniacales hicieron que la CNN americana lo considerara “uno de los alimentos más repugnantes del mundo”. China entera se sublevó. ¿Inesperado? Probablemente. ¿Repugnante? No lo creo. No es repugnante todo aquello que escapa de los límites de nuestro entendimiento. Llega agosto, y con él, la posibilidad de ampliar, quizás en un viaje no previsto, quizás sin moverse de casa, los límites de nuestra confortabilidad gustativa. En un mes que tiende a ser el más liberador del año, lo inesperado puede saber mejor de lo que pensábamos.
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