La jugosa historia detrás de las fotos en las que Joan Crawford mostró el precio de ser ‘la cara’ de Hollywood
La exposición de fotógrafos de Magnum en la Fundación Canal incluye el famoso reportaje que Eve Arnold hizo con la estrella en 1959. Su intrahistoria es casi tan buena como las imágenes.
“Ser una mujer es un extra maravilloso en la fotografía. A los hombres les encanta que les dispare una mujer. Se vuelve una cosa divertida y coqueta, y las mujeres no sienten tanto que se haya de generar una relación”. Eve Arnold (1912), nacida en Philadelphia de padres rusos inmigrantes, fue durante muchos años una de las pocas mujeres dentro de la agencia Magnum y tuvo muchas oportunidades para poner en práctica esa ventaja que ella veía siendo mujer en un ambiente de hombres. Aunque son suyas algunas de las mejores fotografías del movimiento de los Derechos Civiles y el auge del Black Power y tuvo un acceso directo a muchas formas de poder (fotografió a Isabel II y a Malcolm X), las fotografías de Arnold que siempre vienen a la mente cuando se invoca su nombre son las de divas y celebridades, a las que supo sacar un lado vulnerable que rara vez veían sus colegas hombres. Son suyas las fotografías de una Marilyn Monroe obviamente rota en su último rodaje, el de Vidas salvajes, y algunas de las imágenes más memorables de Marlene Dietrich y Elizabeth Taylor.
La exposición Magnum. El cuerpo observado que se puede ver en la Fundación Canal de Madrid hasta finales de marzo y en la que se recoge material de 14 fotógrafos de la agencia incluye uno de esos trabajos, el reportaje que Arnold hizo con Joan Crawford en 1959. Durante ocho semanas, mientras la actriz rodaba Mujeres frente al amor, la fotógrafa se convirtió en la sombra de la actriz y retrató todo el trabajo que le costaba convertirse en “Joan Crawford”: haciéndose masajear, poniéndose el maquillaje, aguantándose derecha para las modistas y levantándose las pestañas con un rizador. Es imposible saber con certeza total qué edad tenía entonces la actriz, porque se encargó de hacer desaparecer su partida de nacimiento, pero ya no era joven. Aunque su estatus era indiscutible, representaba ya entonces una forma antigua de ejercer el estrellato, un recuerdo de la era de los estudios. Acababa de enviudar de Alfred Steele, el CEO de Pepsi Cola, lo que la había dejado en una posición inusual: milmillonaria, famosa en Hollywood, y con un asiento en el consejo de administración de la empresa. Además, era madre de cuatro hijos adoptados con los que se hacía fotografiar muy a menudo en sesiones un tanto delirantes y orquestadas para proyectar una imagen de almibarada felicidad familiar. Todo ese aparataje quedó desmontado cuando la mayor de los cuatro hijos, Christina, publicó Mommy Dearest, las explosivas memorias que después se convertirían en película, un clásico del camp y en las que Crawford quedaba retratada como una madre cruel y abusiva, con un alcoholismo violento.
Algo de eso sabía ya Arnold cuando le tocó ese encargo para la revista Life. La fotógrafa y la actriz ya se habían encontrado unos años antes, cuando a Arnold le encargaron un trabajo con Crawford para la revista A Woman’s Home Companion. A los publicistas de la actriz se les había ocurrido una idea que encontraban encantadora: puesto que Christina quería ser actriz, aprovecharían que Crawford rodaba en Nueva York para ir a ver una serie de obras de teatro en Broadway y conocer a gente del mundillo. Cenarían cada noche en Sardi’s, el famoso restaurante forrado de caricaturas de gente del showbiz y Arnold haría las fotos. Parecía sencillo. Hasta que llegó el primer encuentro entre Crawford y la fotógrafa. Habían quedado en el taller de la diseñadora Tina Leser, donde Joan y Christina debían posar con una serie de modelos. Crawford llegó borracha con sus perrillos, se los dio a una asistente despidiéndolos con besos en la boca y a continuación besó también en los labios a Arnold, a la que no había visto nunca –todo esto lo explica la fotógrafa en sus jugosas memorias, In Retrospect (1995)–. Entonces, empezó a desnudarse hasta quedarse completamente en cueros y le pidió a Arnold que la fotografiase. “Por desgracia, algo ocurre a la carne después de los 50. Sabía que ella no estaría contenta con esas fotos que me insistía en tomar. Intenté ganar tiempo. No deberíamos esperar a Christina? No, enfáticamente no. Así que cogí la cámara y empecé a disparar. Para cuando llegó Christina había agotado un carrete de 36”, explica.
Aterrorizada con aquel material en sus manos, Arnold no se atrevía a llevar el carrete a revelar a sus laboratorios habituales. De manera que las reveló ella misma en su casa y, al día siguiente, llamó al publicista de la actriz para decirle que esas fotos existían, que nadie las había visto y que podía entregárselas si así lo decidía Crawford. Ambas siguieron viéndose toda la semana. Arnold descubrió que la actriz siempre tenía una petaca de vodka a mano –en los rodajes se la llevaba su mayordomo personal en una neverita marcada “Pepsi-Cola”– y que no dudaba en humillar a su hija en las cenas llamándola “puta” y demás. El último día, comieron en el famoso club 21. “Esta vez fui yo la que llegó tarde –cuenta la fotógrafa– Ella me estaba esperando, con la mano extendida. Puse la pequeña caja amarilla con las transparencias en su mano. Ella las vio una a una contra la luz. Suspiró, se inclinó sobre la mesa, me besó, levantó su vaso de vodka y dijo: “Amor y confianza eterna, siempre”.
Cuando, cinco años más tarde, se volvieron a encontrar para el reportaje de Life, la cosa también empezó con una batalla de poder. La actriz dijo que estaría encantada de volver a trabajar juntas pero pedía un pequeño favor: entrar en el laboratorio a revelar con ella, “como Marilyn con Richard Avedon”. “Traducido –dice Arnold–, eso significa que quería control editorial y eso no lo podíamos permitir ni la revista ni yo. Dije que lo preguntaría a la revista y que le diríamos algo”. Finalmente, y no sin intentar antes persuadir al famoso director de Life, Henry Luce, Crawford se plegó a fiarse de Arnold, pero le recordó: “Acepto. Pero si no me gusta lo que haces, NUNCA volverás a trabajar en Hollywood”.
“No es la mejor manera de empezar un encargo pero cuando llegó a Hollywood, estuvo acogedora. Discutimos los términos. Ella quería mostrar hasta qué punto se implicaba en su trabajo para mantenerse en la cima del éxito durante 30 años. Empezamos sin límites y acabamos así ocho semanas después. De hecho, Joan era tan inventiva (se inventaba situaciones y seguía adelante, esperando que la cámara la siguiese) que podríamos haber llenado una enciclopedia en lugar de las 12 páginas que teníamos”.
En todo momento en el rodaje, la actriz tenía a su disposición no solo al mayordomo del vodka, también a su peluquero, maquilladora, vestidora, secretaria, chófer y a su doble. Insistió en utilizar sus propias joyas para la película, algo relativamente habitual en la época, de manera que siempre había alguien encargado del estuche de piel de cocodrilo en el que se guardaban sus conjuntos de perlas, esmeraldas, topacios, rubíes y diamantes. Crawford presumía del anillo de compromiso que le había regalado Douglas Fairbanks Jr.
Cada dos días, las nannies traían a las gemelas Kathy y Cindy, las pequeñas de la familia, vestidas con una profusión de volantes y lazos. “Se sentaban de cuclillas bebiendo Pepsi y esperando a que su madre exigiese su presencia. Y entonces repetían como una letanía ‘sí, mamá’, ‘sí, mamá”. Los fines de semana disparaban fotos en la mansión de Bel-Air. Ahí es cuando se teñía el pelo y las cejas, y se depilaba a la cera. Crawford quería que Arnold fotografiase todo eso, pensando que “su” público lo vería como un acto de devoción, un sacrificio que hacía por ellos, y no como un intento de retener su atractivo. En las memorias, la fotógrafa se recrea con algunos detalles impagables. Al parecer, la actriz guardaba el Oscar que había ganado por Alma en suplicio en una especie de hornacina en medio de la gran escalera de la mansión. Cuando bajaba por las mañanas, caminando lentamente como si la estuviese filmando Michael Curtiz, se detenía ante el Oscar, hacía una genuflexión y después seguía andando.
También tomaron fotos en su triplex de Nueva York, donde Crawford quería que se relejase su faceta de empresaria viuda. El apartamento era todo blanco y la actriz, que era conocida por su germofobia y obsesión por la limpieza y el orden –no en vano, la escena más famosa de Mommy Dearest, recreada en decenas de drag shows, es esa tan terrible en la que golpea repetidamente a su hija con una percha metálica, porque solo son tolerables las perchas de madera– hacía recubrir todos los muebles con fundas de plástico, de manera que parecían, según Arnold, “condones gigantes”. Cuando daba fiestas, los invitados debían dejar fuera los zapatos y cubrirse los pies con peúcos como los de primera clase en las líneas aéreas. Una noche, precisamente porque la fotógrafa se había quedado a tomar imágenes de una fiesta para ejecutivos de Pepsi, se tuvo que quedar a dormir en la casa. De madrugada, intentó ir al baño y se encontró con que la habían encerrado en la habitación. A la mañana siguiente, aseguró que no sabía cómo había ocurrido. Arnold sospechaba que era para evitar que robase.
“Hollywood es como un pueblo y todo el mundo sabe qué pasa con todo el mundo. Corrió la voz de mi reportaje en Life y todo el mundo empezó a ponerse en contacto conmigo, desde el chico de la claqueta hasta los altos ejecutivos. Básicamente para contarme historias de Joan Crawford, sobre todo cosas de los niños y de su crueldad con ellos”, explica.
Cuando se publicó el reportaje, a pesar de que mostraba una imagen de la actriz que hoy llamaríamos “sin filtros”, Crawford estuvo satisfecha con el resultado. Llamó a la fotógrafa y le repitió el brindis que habían hecho años antes: “Amor y confianza eterna, siempre”. Al año siguiente se supo que iba a rodar ¿Qué fue de Baby Jane? con su archienemiga Bette Davis y quiso que Arnold estuviese de nuevo presente en el rodaje. Para entonces, la fotógrafa de Magnum estaba viviendo en Inglaterra, donde había escolarizado a su hijo, y no quiso aceptar un encargo que le iba a separar de él durante bastante tiempo. Al final del rodaje, Joan la llamó por teléfono a una hora intempestiva, sin pensar en la diferencia horaria. “Estaba extática. El rodaje había terminado. Me dijo: ‘hubieras estado orgullosa de mí. Fui una señora, no como esa zorra de Bette Davis”.
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