Por amor a la hamburguesa: una historia cultural del plato que domina el mundo
Nadie protestaría contra una heladería ni dispararía contra una cadena de pizzas. Cómo y por qué un humilde bocadillo de carne picada llegó a representar la globalización.
Una hamburguesa siempre es más que una hamburguesa. Desde luego, más que una masa de carne picada en un bollo de pan. La apertura de una cadena de kebabs o de pizzas no provocaría colas ni llegaría los medios generalistas como pasó hace unos meses, cuando abrió Five Guys en la Gran Vía madrileña. La apertura de un Haagen Dazs o de un Baskin & Robbins en el Vaticano no generaría polémica, la de un McDonalds sí. Y por mucho que se expandan cadenas de fast food como las emergentes Chipotle o Panera, es difícil que lleguen a dar nombre a un paradigma económico, como sí pasa con el Índice Big Mac.
Todo eso lo intuían el autor David Michaels y el fotógrafo Jeff Vespa, dos obsesos de la hamburguesa, cuando se propusieron firmar a cuatro manos el enciclopédico The World is your Burger (Phaidon), un título que, como promete su subtítulo, ofrece una “historia cultural” de este tótem de la alimentación moderna, desde sus orígenes –antes que alguien diga “albóndiga” o “filete ruso”: por supuesto que a casi todas las culturas se les ocurrió aprovechar las partes baratas de los animales picándolas y juntándolas– hasta sus versiones más modernas.
Aunque no es exactamente un libro de cocina, el tomo sí que incluye algunas recetas explicadas por sus chefs. Angie Mar, propietaria del Beatrice Inn de Nueva York, desvela los secretos de su decadente hamburguesa con huevo de pato y trufa rallada, la cadena Bite Me Burger de Sydney pone vodka, tabasco y salsa Perrins a sus hamburguesas Bloddy Mary y Bleeker Burger en Londres las hace con una capa de black pudding o morcilla inglesa, además de cebolla y queso americano. Para quien se vea con ánimo, la elaboración del Piggie Burger del chef Daniel Boulud requiere 13 pasos y 44 ingredientes, contando los necesarios para la salsa barbacoa, la ensalada de col y la mayonesa de jalapeño. En su entrevista, el francés Boulud, un coleccionista de estrellas Michelin y dueño de restaurantes como el Café Boulud o el Bistro Moderne de Nueva York, cuenta que nunca se le había ocurrido tener hamburguesas en sus menús, hasta que separatistas bretones atacaron un McDonald’s en Francia en el año 2000, matando a una empleada. “Quizá los franceses estaban celosos por no haber inventado la hamburguesa” reflexionó, y se propuso crear “una hamburguesa gourmet de la que pudiera estar orgulloso, quizá la mejor sobre la Tierra”. De ahí surgió su DB Burger, probablemente el plato que encendió la locura por las hamburguesas gourmet que arrancó en los dosmiles y que aun perdura, un plato inspirado en los tournedós Rossini, que lleva foie gras y trufa y cuya receta conlleva tres días de preparación entre que se cocina la carne a fuego lento y se desmiga para volver a montar la carne.
El grueso del libro, sin embargo, está dedicado a creaciones más humildes, las de las cadenas de fast food. La primera no fue McDonald’s sino White Castle, que hizo por la hamburguesa lo mismo que el Ford por los automóviles, crear un sistema industrial de ensamblaje que se convertiría en uno de los modelos de negocio clave del siglo XX. El chef Walter Anderson y un empresario inmobiliario llamado Billy Ingram abrieron en Wichita (Kansas) el primer White Castle en 1921, en el que la estrella era el “slider de cinco centavos”, un filete ruso cuadrado, que se cocinaba utilizando una espátula especial diseñada por Anderson y servida en un bollo partido por la mitad, con cebolla y pepinillos. Si Henry Ford dijo que sus clientes podían comprar el Modelo T “en cualquier color, siempre que fuera negro”, White Castle hizo lo mismo con los bocadillos de carne picada. Lo máximo que podía elegir el cliente era la cantidad de mostaza y kétchup. El resto venía dado. Todo en la cadena estaba pensado para multiplicar los beneficios, desde la forma de las hamburguesas (si eran cuadradas, se maximizaba la superficie de la plancha, al no dejar rincones libres) hasta el nombre. El “blanco” debía invocar limpieza, para contrarrestar la imagen de los garitos grasientos de carretera, y el castillo fue la idea que se les ocurrió para los locales, que ya explotaban la idea de la fantasía mitteleuropea bastante antes de que Walt Disney hiciera lo mismo en sus parques. Antes de que el avispado Ray Kroc propusiera su idea de una cadena de hamburgueserías a los hermanos Richard y Maurice McDonald (su historia se cuenta en la película El fundador, estrenada el mes pasado y con Michael Keaton en el papel de Kroc) en 1948, ya se habían establecido otras franquicias como Fatburger o Carl’s Jr. Pero en la cadena de los arcos dorados, el proceso de producción se hizo aun más fluido. Prescindiendo de cubiertos de verdad y haciendo que los clientes fueran a pedir a la barra y tiraran sus propios restos en la basura, se reducía enormemente el tiempo y el personal. Kroc vio el potencial de los nuevos suburbios que hacían que Estados Unidos creciese a lo largo, lejos de las ciudades, y quiso un “Mickey D”, como se llama a la cadena en Reino Unido, en cada rotonda. Para 1963 ya se vendían un millón de hamburguesas al año.
Pero esos consumidores criados ya en la abundancia de posguerra encontraban la hamburguesa tradicional, basada en el modelo White Castle, un tanto pequeña. Y ahí es donde entra en 1957 Burger King y su Whopper. Ya el nombre indicaba algo fantástico, gigante (y también algo más caro que el Big Mac). Asumiendo su papel de segundón, Burger King ha basado gran parte de su publicidad a lo largo de las décadas en chinchar al líder. La batalla llegó a su punto álgido en los 80 con las llamadas Burger Wars y tuvo un giro inesperado en 2015, cuando Burger King astutamente propuso a su competidor crear un McWhopper solo para el Día Internacional de la Paz y destinar a ese fin todos sus beneficios.
La última década ha visto dispararse la popularidad de cadenas más nicho como In’N’Out Burger (ellos proveen las hamburguesas con las que se pringan las estrellas la noche de los Oscar), Shake Shack o la propia Five Guys y pocos chefs y empresarios de la restauración se han resistido a beneficiarse del revival semiirónico del bocadillo universal. Nick Jones, el fundador de Soho House, abrió un Dirty Burger en Londres (la cadena tiene ya una sede en Barcelona), Gordon Ramsay creó un BurGr en Nevada y hasta Mark Wahlberg se inventó en Boston los Wahlburgers, junto con sus hermanos, lo que les dio para un reality show.
Si algo queda claro en el libro es que quienes se dedican al negocio y, aun más, quienes consumen toda esa carne picada, se toman el asunto muy en serio. Michaels entrevista a críticos, historiadores, chefs y carniceros. Muchos de ellos llegan armados de reglas y mandamientos, que a veces se contradicen –el dueño de la cadena australiana Burger Table cree que solo es aceptable condimentar la carne con sal y pimienta, mientras que Jones presume de que en Dirty Burger la mezcla ya lleva mostaza de serie– pero hay algunas constantes. Las más importantes: el pan no es opcional y la hamburguesa se come siempre con las manos.
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