A la fresca. Un corro de mujeres, cualquier noche de verano, al caer el sol
Los graves efectos adversos del cambio climático tienen rostro de mujer en situación vulnerable. ¿Quién fue la primera vecina que superó el quicio de la puerta y sacó su silla a la calle en busca de un par de grados menos, en un gesto tan popular, tan inefable?
Hace CALOR. Nuestro cuerpo procede a aclimatarse con diligencia y a sudar a mares. Nuestro ánimo planea ambivalente entre sensuales promesas de diversión infinita, de saludable jolgorio, y justificadísimos síntomas de irritación, desesperanza y apatía. No puedo moverme. No he dormido nada. Hace mucho calor.
En 2023, esto se ha dicho mucho pero nunca lo suficiente, se registraron temperaturas récord en el mundo entero. “El cambio climático no es un escenario teórico: está aquí y mata”, advertía de forma contundente el informe The Lancet Countdown Europe sobre salud y cambio climático en Europa, a la vez que urgía a actuar y a aplicar medidas rápidas de mitigación y adaptación a esta realidad. Según los indicadores de la publicación, el calentamiento global está causando ya estragos en la vida y la salud de las personas. Esto es ahora. Y la mortalidad relacionada con el clima va a aumentar en Europa en las próximas décadas afectando a miles de millones de personas. Esto es en nada. El calor.
Pero no sufrimos este insoportable bochorno por igual: el cambio climático exacerba las desigualdades existentes. El propio informe de The Lancet evidenciaba que la mortalidad relacionada con la canícula fue dos veces mayor en las mujeres que en los hombres. Que las personas económicamente más vulnerables son las más afectadas. Y que son las mujeres de escasos recursos las que tienen más riesgo de morir por este innegable efecto del calentamiento global.
¿Adaptarse a las extremas condiciones y refugiarse del calor es un asunto de brecha de género? “Son numerosas las fuentes que recogen evidencias acerca de la mayor incidencia que los procesos derivados del cambio climático tienen sobre la salud de las mujeres. En un plano global, numerosos informes apuntan a que la mayor parte de las personas refugiadas climáticas son mujeres (80%), siendo estas, además, las más perjudicadas por las temperaturas extremas y los desastres naturales”, responde para S Moda Anabel Suso, Socióloga, directora de innovación de políticas públicas de Red2Red y coordinadora del Observatorio de Transición Justa. Y añade: “Como se señala en el informe sobre Género y Cambio climático del Instituto de la Mujer se puede considerar la pobreza energética un efecto del cambio climático sobre las personas. Son las alteraciones de la temperatura las que ponen en riesgo que algunos colectivos más vulnerables puedan afrontar el aumento de gasto para, por ejemplo, mantener una temperatura adecuada en el hogar. Según la información que recaba el INE (2019) sobre carencia material en la Encuesta de Condiciones de Vida, la proporción de mujeres que no puede permitirse mantener la vivienda con una temperatura adecuada (9,3%) es superior a la de los hombres (8,9%)”.
Siempre, esto grabado a fuego: las mujeres y las niñas sufren mayores riesgos y cargas asociadas al cambio climático, debido a situaciones de pobreza, pero también a los roles asociados con el género y las propias normas culturales.
Las activistas climáticas de la asociación KlimaSeniorinnen (mujeres mayores por el clima, traducción libre), unas 2.500 mujeres suizas listísimas con una edad media de 73 años, llevaban tiempo compartiendo cuitas sobre el calor extremo y lo mal que les estaba sentando a su salud. Pero fatal. Conscientes de que las olas de calor eran cada vez más frecuentes e intensas y de que tenían un riesgo significativamente mayor de muerte y deterioro de la salud en comparación con la población general, en noviembre de 2016 emprenden una larga batalla legal contra el Gobierno suizo, argumentando una inacción climática que estaba poniendo en riesgo sus vidas. Y el futuro de sus nietas.
El propio Instituto Suizo de Salud Pública y Tropical en un estudio confirmaba que durante el verano de 2022 se habían producido en Suiza 474 muertes relacionadas con el calor. Todos los fallecidos tenían más de 75 años y el 60% eran mujeres.
La demanda escala, al fin, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) que da la razón a las activistas seniors concluyendo que Suiza violaba los derechos de su ciudadanía al no hacer lo suficiente por combatir esta emergencia climática. La protección del clima se consolida tras esta sentencia-hito como derecho humano. Y las mayores por el clima consiguen visibilizar que los graves efectos adversos del cambio climático tienen rostro de mujer en situación vulnerable.
Reverdecer la ciudad
La tendencia es clara y nuestra nueva normalidad, un horizonte de fenómenos meteorológicos extremos. Ahora toca hidratarse convenientemente y sobrevivir a las altas temperaturas. ¿Contamos con los suficientes lugares que nos resguarden de todos estos efectos desfavorables, con espacios donde cobijarnos de las temperaturas extremas? ¿Con alguna red pública de cobijos climáticos que nos ayuden a reducir el estrés térmico? Y, ¿estas estrategias puntuales son suficientes? Las vecinas necesitan sombra. Y que su salud no se deteriore.
Veamos. Para que estos espacios ideales con condiciones ambientales benignas, donde resguardarnos de un contexto desfavorable cuando la realidad se muestre descarnada a 37º C, se consideren refugios climáticos desde luego han de estar bien mapeados, señalizados, que las personas demandantes sepan a donde dirigirse; han de ser gratuitos, si no no cumplen su finalidad social y sanitaria; ser accesibles, que estén abiertos, disponibles durante todo el verano o la temporada de aumento de temperaturas; y especialmente diseñados para la población vulnerable.
Y es cierto que algunas ciudades se están adaptando y mejorando su resiliencia a los peligros climáticos con disposiciones a corto plazo como espacios públicos donde guarecerse del calor extremo. Pero algunos expertos insisten en medidas más estratégicas, en acciones dirigidas a conseguir un enfriamiento real de las ciudades. De nada sirve disfrutar de un lugar donde refugiarse durante unas horas si después no se puede pasear por la calle porque no hay árboles ni fuentes. Proponen reverdecer la ciudad y enfriarla. Que la naturaleza entre asilvestrada y espontánea al corazón de la urbe, ampliando la biodiversidad de los lugares que habitamos, y creando, entornos más saludables, inclusivos y sostenibles.
Cae el sol y comienza otra noche a la fresca
Reverdecer, enfriar, refrescar la ciudad para poder vivirla.
“Durante el último siglo, las calles se han diseñado para garantizar la circulación del tráfico, pero no para el sostenimiento de la vida que se desarrolla a su lado”, razonan Janette Sadik-Khan y Seth Solomonow en Luchar por la calle (Capitán Swing). Y además, añaden: “En todo el mundo, los habitantes de las ciudades están empezando a descubrir el potencial de sus calles y a querer recuperarlas. Comienzan a identificar un anhelo no satisfecho de disponer de un espacio público vivible, acogedor”.
Hace mucho calor. Tras la cena, cualquier noche de verano al caer el sol, un enjambre silencioso de mujeres sale a la fresca tomando la calle. Agarrando firmes sus sillas, que son sus tronos, se reúnen en un coreografiado corro ancestral y practican el noble arte del cotilleo; en pos de una conversación eterna, esperando tranquilamente el anochecer. Son la primera línea de resistencia climática.
Tomar la fresca/salir al fresco/sentarse a la fresca/parar la fresca. Una tradición tan antigua que siempre fue así. Un fenómeno propio del paisaje veraniego en los pueblos mediterráneos cuando gustamos de relajarnos y de hacer vida en común y en la calle.
¿Quién fue la primera mujer que superó el quicio de la puerta y sacó su silla a la calle en busca de un par de grados menos, en un gesto tan popular, tan inefable? Por una mezcla de necesidad (un poquito de corriente de aire para soportar esta asfixia) y de intuición (allí están las vecinas). A decir casi nada, a comentar casi todo. Traspasando el espacio fronterizo, el umbral, las mujeres con sus sillas de plástico o de madera desbordan la frontera del ámbito privado y ocupan el espacio público. “No hablamos de nada, mas que de lo nuestro”. Aquí se desahogan y tejen redes, extendiendo los/sus cuidados fuera del espacio de la casa, hasta el infinito.
El corro de mujeres a la fresca busca remedio a las altas temperaturas y saca el sifón, los abanicos, las agujas de punto y la labor a la calle para paliar la deshidratación, aliviar el sofoco y relajarse. Para sentirse escuchadas, para compartir con las vecinas las confidencias y los chismes. En el corrillo se habla, se come, se ríe, también se canta. Aquí no se deja nada en el tintero; el ostracismo mata neuronas.
Samuel Rubio Coronado, educador social e investigador del Instituto de Investigación de Estudios de las Mujeres y de Género de la Universidad de Granada aclara en su trabajo Al fresco: Prácticas comunitarias en Almócita que las mujeres despliegan sus propias respuestas a las construcciones espaciales y sociales androcéntricas. Ellas buscan su espacio propio en la espacialidad pública. En una necesidad de reapropiarse de lugares, de hacerse un hueco, que los hombres, claro, no tienen. Y como respuesta contra el aire asfixiante y la desazón plantan sus sillas en las aceras.
Si el verdadero ámbito de sociabilidad es la calle, estos corros de vida son la verdadera terapia a pie de calle. “Salir a la fresca es una actividad comunitaria de baja exigencia que está alejada de los imperativos de productividad, algo que podría ser accesible a todo el mundo si los entornos estuvieran configurados de otra manera”, nos describe Teresa Abad, psicóloga y directora del Centro de Día y del equipo de apoyo social comunitario San Blas (Madrid). Además: “Salir a la fresca habla de red social y de arraigo, cosas que influyen positivamente en la salud mental, y que, al menos en las grandes ciudades, están en vías de extinción, sino extinguidas ya. Actualmente tenemos un gran problema con la soledad no deseada. Vivimos de forma individualista, los problemas mentales se entienden como problemas individuales que se medicalizan, y los determinantes sociales de la salud mental quedan muchas veces en un segundo plano. Hay pocas oportunidades para compartir momentos de charla en el espacio público que no impliquen alguna forma de consumo y esto deja a mucha gente fuera”.
Y es que aproximarse a las sillas de las demás y tomar la fresca juntas no solo alivia el calor, también reporta beneficios a diferentes niveles. “A nivel psíquico, el hecho de compartir momentos relajados en compañía de otras vecinas y en nuestro propio territorio reduce el aislamiento, proporciona placer, aumenta la sensación de comunidad y de soporte social; las sensaciones de pertenecer. Y es un factor protector. Tiene beneficios, además, derivados de bajar el ritmo acelerado, de acompañarnos por personas con las que compartimos contexto. Muchas de las trabajadoras de la salud mental estamos trabajando para reactivar este tipo de lazos comunitarios”, explica Abad.
Las mujeres, muchas de ellas mujeres mayores y vulnerables, reclaman y hacen suyos espacios públicos por salud (mental también), para el desahogo y la complicidad: los vestuarios de las piscinas públicas, la orilla del mar, las calles a la fresca cada verano. Para combatir el calor, las angustias y la soledad, ampliando las posibilidades de felicidad en comunidad. Ese tejido del desahogo con las vecinas es la resistencia definitiva que no se ve si no se mira. Pero ahí está.
Ojalá sacar la silla y pasar las noches del bello verano al airecito con las vecinas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.