Un queso que sabe a país
¿Pueden ser los atributos de un alimento deseables para uno mismo?
Cada año en primavera, llega a la Península un queso llamado Flor de Guía después de 17 días cruzando el Atlántico. Todo lo que llega por barco o carta adquiere una dignidad con la que ya pocas cosas cuentan. Se trata de un queso vinculado al paisaje canario: ovejas autóctonas que transitan sus cumbres y sus valles, coagulación con la flor del cardo que allí crece, producción estacional reservada a los meses de lluvia… Flor de Guía es el orgullo de sus habitantes, es un diamante en bruto extraído de las profundidades de la tierra, de su tierra. Quizás sea esa la razón por la que tanto me inquieta el desplazamiento cultural que me dispongo a perpetrar, pues he de confesar que a mi parecer este queso posee una doble identidad: Flor de Guía sabe a Japón. Resulta que nunca he estado allí, así que es probable que todo esto sea fruto de mi imaginación y que Japón no sea un sabor sino solo un país, y que Flor de Guía no sepa a ningún país, sino solo a queso. Pero la conexión me resulta tan evidente que solo me queda intentar dotar de cierta lógica mi parecer, de forma que allá vamos. Por un lado, está su perfil aromático, tan propio del marisco: sabe a alga y a ostra, insinúa un fondo de ramen. La leche con la que se elabora es tan furiosamente libre, posee una bacteriología tan empoderada, que podría saber a cualquier cosa que se propusiese… pero elige saber a mar.
A dicho rasgo se le superpone otro, ajeno al paisaje marino: la cereza. Es insultante la claridad con la que algunos compuestos aromáticos de la cereza se manifiestan en el queso, como una sinestesia del rojo escandaloso con el que las manos se tiñen al estrujar dicha fruta. Esta conexión no es subjetiva: muchos quesos de oveja poseen algunas notas aromáticas que recuerdan a ciertas frutas rojas. Si hubiese que otorgarle un sabor a la experiencia de pasear por Tokio durante una mañana de primavera, con el olor que desprenden los cerezos en flor entremezclándose con el aroma profundo y animal que emana de los puestos de comida callejera, creo que ese sabor podría llevar el nombre de Flor de Guía. Coincide que al tiempo que florecen los cerezos, el queso alcanza su culmen gustativo debido a la plenitud aromática que le reportan los pastos de la isla cuando se visten de flores.
Ahora, hablemos de la textura. Este queso se afina envuelto en una tela de lino, a modo de furoshiki (las referencias a Japón se solapan), para evitar que su interior se escurra y sobrepase la corteza, que no es dique suficiente para frenar su desbordante interior. La textura no es cremosa: es básicamente irrefrenable. Para coagular la leche se utiliza una infusión elaborada con los pistilos de la flor de cardo (otra vinculación más entre este queso y las flores), ya que el uso de esta planta ayuda a conseguir que la cremosidad se precipite. En Japón, utilizan Nagare para hablar de ‘’la corriente que fluye’', una metáfora para referirse a esa condición líquida que la filosofía oriental eleva a forma de vida. Podría decirse que el interior de Flor de Guía es la perfecta manifestación láctea de ese Nagare: es la corriente que fluye. Aplicado a la vida, el concepto de “fluidez” me resulta tan atractivo como esquivo: personalmente, desearía alcanzar el grado de ligereza y confianza en el devenir necesarios para llegar a ser una de esas personas que parecen fluir por el camino. Una razón más para amar tanto este queso: admiro alguno de sus atributos. Lo enlazo con otra cuestión: ¿Pueden ser los atributos de un alimento deseables para uno mismo? Si un queso tiene la capacidad de albergar un país (o la idea del mismo), estoy segura de que entonces también esto tiene sentido.
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