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Feminismo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las ‘fangirls’ o cómo las mujeres encontraron alivio en las ‘cosas de chicas’ que la sociedad despreciaba

No es casualidad que a las fans se las denomine histéricas o niñatas, pero ellas saben bien lo que hacen y por qué lo hacen

Una pandilla de amigas 'swifties' en Sydney (Australia).
Una pandilla de amigas 'swifties' en Sydney (Australia).Lisa Maree Williams (Getty Images)

“Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”, dijo una vez la escritora anarquista y feminista Emma Goldman. Bailar como resistencia, pero también como una especie de mito, un horizonte lejano, porque el baile anuncia las emociones, esas que en tiempos perpetuamente convulsos parecen enemigas de una lógica implacable, una inercia masculinizada, una verdad ausente. Tal vez es difícil que alguna vez los tiempos fueran menos convulsos, pero ante las posibilidades de que puedan serlo más, una grieta restablece ese baile como alternativa, ese gozo que reivindicaba Goldman: lo personal sigue siendo político, que diría después otra escritora feminista, Kate Millet. Un proverbio vehicular, un hilito de esperanza, que se resguarda de todo en las fangirls.

En el último año, se las ha anunciado como quien anuncia una guerra. Eso es lo que a ojos de muchos titulares desató la cantante Taylor Swift cuando abrió la taquilla de entradas para su The Eras Tour en Europa. Con su ejército de swifties en Madrid incluido. ¿Un baile de las locas multitudinario? Un baile que enloquece a otros. En ellas recae ahora un miedo de antaño, el mismo que patologizó a miles de mujeres y se sirvió del lenguaje como sustento para evitar otra suerte de tiempos. No es casualidad que a las fans se las denomine histéricas, niñatas, las enemigas en términos bélicos de la lógica implacable.

Da igual la edad que tengan, hay que situarlas en una edad moldeable. Se ha hecho históricamente con quienes resultaban una fuga de los sentidos. Bailar. Así las brujas y las locas, así las fan(girls): (de)generadas por el mismo sistema que presume de erradicarlas como un peligro. Sin embargo, mientras este mecanismo sigue poniéndose en marcha todavía en la actualidad, las swifties han afrontado tal estigma histórico trenzando hilitos en pulseras de la amistad, que llevarán a los conciertos para intercambiarlas entre ellas. “Se siente tanta esperanza y emoción por un gesto tan pequeño… Lo que importa de verdad es que, aunque no nos conozcamos e igual no nos volvamos a ver, estamos compartiendo juntas un momento inolvidable para las dos”, dice Natalia, de 20 años. ¿Cómo resignificar una condición que te precede? ¿Cómo salir ilesa de la ridiculización, la vergüenza y la marca? Cómo bailar, podría ser muchas veces la pregunta. Las fans llevan siglos trenzando hilitos, pulseras, vínculos, respuestas. Porque, ¿y si siempre lo fuimos? ¿Y si siempre lo seremos? ¿Y si todo el mundo lo es? Dentro de ti hay una fangirl, y lo sabes.

Así como resuenan hoy en los titulares aparecieron por primera vez en la prensa popular estadounidense en la década de 1910, coincidiendo con la creación de la estrella de cine. Ambas figuras se perfilaron a la vez, como señala la investigadora Diana Anselmo-Sequeira en su artículo Screen-Struck: La invención de la fanática del cine. Su ridiculización ya se presentaba como el sustento de una cultura de masas pero, sobre todo, de una cultura de la sensorialidad. “El capitalismo se incorporó a los cuerpos excitando los sentidos”, apunta Sonsoles Hernández Barbosa en su libro Vidas excitadas: sensorialidad y capitalismo en la cultura moderna. En ese momento, el cine entraba en su adolescencia destinado a servir a la mercantilización de las emociones. Era el arte del futuro, el arte más inmediato. Nada como una película para expandir la excitación de un público cada vez más amplio, cada vez más rápido.

Desde el principio, etiquetadas como chicas que ansiaban ser actrices, pero se autodestruían en el camino. Mujer, adolescente y “atrapada por el escenario”. Esa noción sobre ellas las hizo “un elemento significativo que ayudaba a producir estrellas, a crear Hollywood” al tiempo que perpetuaba la mirada masculina sobre las “soñadoras” que se acercaban a aquella nueva industria que las llamaba confiándole lo nunca visto: realización personal y profesional. ¿Entusiasmarse? Sí, pero poquito. Una pasión desmedida por el cine, por el teatro y por el arte era un deseo de libertad que podría romper la hegemonía del papel que se les había otorgado como esposas, madres y amas de casa.

Pero soñar con la ficción, el interés por romperla y conocer la vida de las estrellas que las inspiraban a aspirar alimentaba la excitación de la cultura capitalizada que las creó, de manera bidireccional. “El sistema estelar que reforzaron mediante el deseo de muchas chicas engrosó el negocio de la gran pantalla durante los siguientes cincuenta años”, subraya Anselmo-Sequeira. Así, decenas de producciones se estrenaron a lo largo de los años veinte, treinta y cuarenta con ellas como extras pero también como premisa, si no rellenaban los decorados bailando aparecían perdidas, demasiado inocentes, demasiado avispadas, demasiado incrédulas para no ser mediadas por algún protagonista masculino.

“Las historias sobre fangirls fascinan para la creación de la cultura visual que consumimos porque estas personifican una faceta de las mujeres como niñas que siempre ha causado ansiedad social: sus deseos privados expresados públicamente”, destaca Marie Healy en un artículo para Another Magazine. Es bajo esta premisa que años más tarde surge el concepto de groupie, que las extraía, enfrentándolas, del propio ideal del grupo. Por entonces, la estrategia para limitar su fuerza prosiguió sexualizando su pubertad: las fans, ahora enfocadas en la industria musical, llegaron a la pantalla reducidas a su desnudo en un despertar sexual por el que solo perseguían, conscientes o inconscientes, desnudar ellas a aquellos hombres a los que admiraban. Lo vemos en películas desde Bye Bye Birdie en 1963 a otras como Christiane F en 1981 o Der Fan en 1982.

Nunca vimos otras posibilidades, otros perfiles y otros destinos para las fangirls en las representaciones que la cultura popular hizo de ellas hasta la última década. Esta ausencia de esfuerzo tiene que ver con quiénes han creado y determinado esa cultura que consumimos, y como apuntaba Ruchira Sharma en un artículo para The Guardian, en palabras de la profesora de medios digitales Ysabel Gerrard, porque, además, “la vida de la infancia y la adolescencia no se ha visto históricamente como si tuviera algún tipo de valor o dirección” más allá de su consumo. Este paternalismo y la hipermasculinización son el dos por uno con lo que se ha construido la ecuación de la cultura, llena de incógnitas como jerarquías. Llena de abuso sobre la imagen.

El prestigio de unas artes sobre otras, de ciertos artistas sobre otros, también tiene que ver, especialmente, con la incógnita del género. Y de eso, Greta Gerwig sabe hoy también bastante. Ha tenido que aprenderlo. La cineasta y actriz estadounidense ha ejercido como presidenta del jurado oficial de la última edición del Festival de Cannes, que llegó a su fin hace apenas unos días. Su papel ha incomodado y alertado a más de uno que ha cuestionado por qué era ella, y no alguno de los directores que la han acompañado en la tarea de evaluar las películas en competición, la figura con la máxima responsabilidad. ¿Acaso Gerwig puede saber más de cine que ellos? Se han preguntado. Ella, que viene de dirigir y producir la película más taquillera de todos los tiempos como continuación de una carrera llena de posibilidades en casi todos los ámbitos de dicha industria, también parece desatar guerras con sus películas, su forma de hacer cine y su existencia misma. Su Barbie, como su Mujercitas, su Ladybird o su Frances Ha comparten espacio con las canciones de Taylor Swift en ese lugar de las “cosas de chicas”. Pero Gerwig y Swift comparten mucho más que el desprecio de algunos: las dos son fangirls, sin reparo y sin pudor, y en sus películas y canciones los hilitos de referencias hacia aquello (y sobre todo aquellas otras) que alguna vez les inspiraron a aspirar demuestran una resistencia, que el grupo es posible, que admirarse es posible, que las emociones son necesarias, que ser fan es, de hecho, una premisa para el saber.

La traductora y escritora Gudrun Palomino encuentra desde este enfoque paralelismos constantes entre Swift y la poeta Sylvia Plath. La poesía de Plath, apunta, fue vista socialmente como exclusiva para mujeres en los años 50 y 60. Palomino tiende este hilo hasta el presente con la cantante, a la que considera, la sucesora de Plath: “La música de Taylor Swift, bajo el punto de vista público, no es más que una representación musical y lírica de ‘sufrimientos sentimentales femeninos’”, sostiene. Pero ese hilo es también una secuencia de relación entre estas artistas que confronta la relación que los propios prejuicios pueden establecer entre ellas: además del “arquetipo de mujer estadounidense perfecta, delicada, con el pelo rubio y ojos claros”, son sus conocimientos y sus referencias las que las acercan. También la cita, que dice la investigadora Sara Ahmed, o “la manera de dejar un rastro de dónde hemos estado y quiénes nos ayudaron en el camino”, porque entre las letras de Swift está el eco de Plath. Y así la admiración ha trazado siempre una historia del arte y de la sociedad. Entre mujeres, a menudo, como entre personas queer, también fue la única forma de legitimar aquello que hacían, en el reconocimiento de otras.

Aquello que hacían, las ‘cosas de chicas’, tampoco tenían cabida hace un siglo en la Bauhaus, la famosa escuela alemana de arquitectura, diseño, artesanía y arte fundada en 1919. Entendida como una actividad de mujeres, la costura representaba en esta escuela la sala a la que debían acudir ellas, ese nicho perpetuo, ese aparte silenciado, esa degeneración sobre según qué gestos. Uno de sus fundadores, el arquitecto y diseñador Walter Gropius, decía sobre la escuela que aspiraba a ser el lugar donde se regresaría al trabajo manual: “Establezcamos una nueva cofradía de artesanos, libres de esa arrogancia que divide a las clases sociales”. Paradójico, cuanto menos. Este prisma sexista de las jerarquías apenas ha cambiado. Las diferencias continúan siendo abismales tanto a la hora de entender las artes como a la hora de entenderse dentro de ellas o acercándose a ellas. La fangirl permanece en ese aparte, es esa Otra contra la que se miden los fanáticos de los espacios masculinizados de la cultura, “más aceptables”, como apunta Kristina Busse en su artículo Jerarquías de la adicción, vigilancia de límites y el género del buen fan.

Mientras que de las fangirls se ha construido todo un relato ajeno a sí mismas, el concepto de fanboy no atrae los mismos términos. “Ellos siempre han buscado camuflar sus emociones con tecnicismos, apelando todo el tiempo a una especie de apreciación intelectual por lo técnico, cuando en el fondo se trata también de sentir, de admirar y ser fan. Una cosa no quita la otra, una cosa puede llevar a otra, pero solo lo técnico legitima sus conductas. Ellos también gritan, se desatan, pero no se considera lo mismo”, dice Andrea Proenza, periodista e investigadora en cultura y género y, sobre todo, fangirl. Es decir, dejan de ser fans para ser seguidores, cinéfilos, aficionados… Artistas.

Al propio Gropius le incomodó que fueran cada vez más las chicas que, como sucedía en el cine, acudían a estudiar en su escuela. “El ratio de estudiantes femeninas es tal que la aceptación de mujeres debería, sin lugar a dudas, empezar a ser restringida… Sugiero que solo las mujeres de extraordinario talento sean admitidas”, llegó a decir. Si existe algo como las ‘cosas de chicas’ es para que las ‘cosas de chicos’ se inflen de valor. “Siento que desde ese prisma masculino se nutre todo esto de la intelectualidad, de hacer que unas formas culturales tengan más prestigio que otras simplemente porque así se ha catalogado. Así que claro, a la hora de ser fan se replica el rechazo que hace que a muchas artistas ni siquiera se les otorgue valor. Como fans, nosotras tampoco lo tenemos, porque nuestras emociones no les interesan a ellos. Como si ser emocional fuera incompatible con saber”, dice Lucía Ros, que trabaja en el ámbito de la producción y distribución de cine y que es, sobre todo, fangirl.

Ros considera que resulta más legítimo hoy ser fan del cine que de la música pop, por ejemplo, en esa escala de lo que se cataloga como más o menos intelectual. Pero dentro de cada campo el asunto continúa, siempre diferenciándolas a ellas: “Igual que existe el empeño por extender la idea de que el cine que hace Gerwig o el que hacía Agnès Varda (de la que Gerwig se declara fan) es un cine de nicho, menor… En la música, artistas como Taylor o Harry Styles también se piensan como productos de nicho porque lo que hacen no se entiende para hombres. Y no importa las tremendas masas de gente que les siguen. ¿Alguien piensa en Godard como un director de nicho antes que en sus aportaciones al cine? Nadie piensa tampoco desde ese prisma del nicho en los Rolling”, lamenta Ros. El nicho rara vez es un margen para ellos, ni mucho menos un obstáculo, el nicho no les señala. “Es siempre lo mismo: el creer que lo suyo es más importante, que es suyo, para empezar, y que lo nuestro es nuestro”, añade Proenza.

Esa tendencia histórica de encuadrar a las mujeres, de alejarlas, las ha alejado incluso de sí mismas. Como tantas que asumieron que no valían, como fan se asume la imagen que la cultura popular te otorga. Llegadas a una edad, se interioriza el prejuicio: dejar de ser fangirl es como curarse de la llamada histeria femenina hace más de un siglo. Proenza, por ejemplo, señala que ha sido fangirl desde siempre, pero que ahora, con 27 años y gracias a Taylor Swift, está volviendo a recuperar ese “fervor”, ese “nivel de ilusión” que sentía de adolescente por aquello que le apelaba. “Creo que soy fan de Taylor desde esa nostalgia... Hay otras muchas cosas que me encantan, como muchas autoras literarias, pienso en Annie Ernaux, pero no siento acercarme a sus libros con la misma emoción que a las canciones de Taylor”.

A lo largo de nuestra conversación para este reportaje, Proenza no dejó de pensar en ello. ¿Por qué solo Taylor Swift parece ser una puerta abierta al fangirleo más reciente? ¿Asumimos, quizás, las limitaciones que se nos imponen al considerarnos fangirls? ¿Por qué no ser fangirl de Ernaux? ¿Y si Ernaux también es una fangirl? “Quien te diga que no es fan de algo, miente”, exclama por su parte Ros. Otra escritora, Mariana Enríquez, lo demuestra. Ella tampoco tiene pudor ni vergüenza en hilar su proyección profesional con su entusiasmo de fangirl (basta mirar sus redes). Entonces, Andrea reconoce: “No lo había pensado así nunca. Es cierto que la idea de fondo es la misma, te acerques a Taylor como a Annie: mujeres, o personas disidentes, hablando de experiencias con las que tú te sientes de pronto identificada. No se me había pasado por la cabeza que el término fangirl pudiese abarcar así cualquier terreno. La verdad es que claro, no deja de ser el ir encontrando un refugio, para la vida en general, espacios donde te sientes cómoda y comprendida”. O en palabras de Ros: “Ese fervor nuestro viene muchas veces de ahí, de encontrar algo que parecía que no existía”.

Si la cultura popular mediática tomó forma a lo largo del siglo XX alimentando y alimentándose de esta idea de la fangirl que nos ha comprimido y reprimido, en el siglo XXI son las propias fangirls las que están dando forma a la cultura popular mediática o, lo que es lo mismo: resignificándose. El lenguaje de internet no existiría tal y como lo conocemos sin ellas. Desde los gifs a la propia expresión “soy fan”, provienen de su impulso colectivo en el internet de hace dos décadas, en espacios como Tumblr o MySpace, donde conectaron sus habitaciones propias, como reclamaba Virginia Woolf. Con internet se ha hecho posible una hoja de ruta, que describe Sharma, que otras antes no tuvieron. “Para llegar a ser consciente de que eres fan de algo, siento que es necesario que te veas envuelta en esa idea de comunidad”, reconoce Ros.

En esa certeza del grupo que permitió el folio en blanco de internet iban implícitas las formas previas, la búsqueda de las que nos antecedieron, que siempre llevaron consigo un auténtico “potencial creativo”, como observa la investigadora Briony Hannell en su libro Feminist Fandom: Media Fandom, Digital Feminisms, and Tumblr. Hannell subraya que en el camino entre el feminismo que se sucedió en los años ochenta y noventa y el feminismo reciente se ha ido “desarrollando un ethos desde la práctica del bricolaje que encontramos principalmente dentro de la cultura de las revistas feministas” o los fanzines. Lo cierto es que ese bricolaje siempre estuvo presente en nuestra lucha: escurrirse de las normas entre el coser y el cantar, promover un movimiento colectivo bordando sus premisas, hurgar en los gestos feminizados para camuflar los placeres, buscarse, encontrarse (en otras), resignificarse… Como apunta Sharma, “dentro de las cuatro paredes de su dormitorio, las fans estuvieron siempre creando”. Siempre.

Hoy, aquellas que alguna vez se avergonzaron de ser fangirl reconocen que echando la vista atrás, nunca podrán sentirse tan productivas como cuando el estigma aún no las hacía incomodar. Porque una fan crea, maneja la aguja y el hilo y el lápiz y la cámara y las palabras y las imágenes, que es como decir que produce, pero lo hace desde la fuerza indómita del placer. Un placer que desdobla el propio significado de la producción para la que debemos entregarnos a costa de él mismo. Suponen así una fisura en el sistema que las condicionó, por eso asustan, sobre todo si hacen de sus prácticas un trabajo, porque entonces el trabajo podría ser otra cosa.

“Ni siquiera me había dado cuenta de que a lo mejor traslado la creatividad que me enseñó ser fangirl de adolescente a mi trabajo de adulta, es como me gusta hacerlo”, se sorprende Proenza, que también advierte de que pueda ser un arma de doble filo: “Vivimos en un momento en el que las cosas te tienen que entrar por los ojos primero para luego leerlas, las redes te exigen ser muy visual, pero esa exigencia de creatividad es mucho mayor para las chicas. Por ejemplo, cuando me toca grabarme, invierto mucho tiempo en que mi imagen se ajuste a eso. Que si peinarme, maquillarme, ponerme esto o lo otro… Disfruto haciéndolo, pero puede cansarte hasta minarte toda la creatividad”.

Igual que Natalia, Sandra y Elio (también de 20 años y del mismo grupo de amigas), se lamentan por haber hecho menos pulseras de las que les gustaría para estos días. La presión que el capitalismo va adhiriendo a cualquier gesto, también ha llegado hasta aquí. Tanto Ros como Proenza insisten: “Tenemos que buscar la forma de que estos gestos no supongan una frustración, que lo que hagamos lo hagamos desde el placer. Lo importante es que nos sintamos cómodas, sobre todo, que lo disfrutemos y que todo venga desde ahí”. Bailar en cualquier momento en el hilito de la certeza de que estamos juntas. Ser fangirl es ese alivio.

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