Creerse Jessa pero ser una Marnie: lo que pasa al volver a ver ‘Girls’
Ansiar ser otra, imitarla para rozar su destello, es más viejo que internet. Pero si algo han potenciado las series sobre mujeres es convertir a la experiencia femenina en un concurso constante de deseo mimético
No sé qué responder cuando me preguntan qué personaje de Girls soy. Me pasa igual ahora que se vuelve a ver y comentar en redes Sexo en Nueva York. Tengo bastante claro quiénes serían cada una de mis amigas en esas series, pero cuando toca identificarme, llega el bloqueo. Me cuesta decidir entre la cruda realidad y la personalidad que creemos proyectar a los demás, los únicos cuya opinión nos importa en realidad. Supongo que a todas nos pasa lo mismo. El otro día leí que Caroline Calloway, una de las estafadoras más celebradas de internet, se identificó con Jessa en un podcast y que Taylor Swift se ve como una Shoshanna. Venga ya, pensé. Pero si sois tan grimosas como listas, una cualidad que os convierte en Marnies de manual.
Ansiar ser otra, imitarla para rozar su destello, es más viejo que internet. Pero si algo han potenciado las series sobre mujeres y la aceleración de los nichos de tendencias de TikTok es convertir la experiencia femenina en el concurso más exasperante que la humanidad recuerde en esto del “deseo mimético”. Cada vez que me preguntan qué chica de Girls soy pienso en cómo Reneé Girard ya nos advirtió sobre a dónde nos podría llevar esta ansia de calcar lo que nos gusta de otras. El antropólogo dijo que gracias a imitarnos y al trabajo de las neuronas espejo, los humanos aprendemos y hasta innovamos en lo que hacemos. También que llevar esta práctica al extremo nos asoma a una estúpida trampa: si copiamos todas a la misma a la vez, acabaríamos siendo rivales por aspirar al mismo ideal.
Ese supuesto enfrentamiento no me supone un conflicto. Lo que me interesa en esto de la mímesis femenina aplicado a Girls es lo siguiente: ¿Qué supuso aquel absurdo acontecimiento en la década pasada, cuando una amplia mayoría de mujeres en su veintena quiso ser la mujer con “la cara de Brigitte Bardot y el culo de Rihanna” (como etiquetó un espontáneo con frase a Jessa en un momento dado de la serie)? ¿Qué significa cuando la vuelves a ver una década después y ya no la miras igual? ¿Y si ahora solo quieres abrazarla, aunque traicionase a Hannah liándose con Adam a sus espaldas porque, como dijo Isabel Coixet, estaba en ese momento canónico femenino en el que “una solo piensa con el coño”?
Cuando se estrenó Girls el 15 de abril de 2012, yo tenía 29 años, seis más que los de su creadora, Lena Dunham. Era la época en la que el deseo mimético de las de mi quinta era el de ser tan cínicas como esos chavales acomplejados que se sentían hombres marcando el canon. El feminismo era una palabra irritante a la que nadie quería abrazarse. Huérfana de sorodidad por no haber escuchado esa palabra en mi vida, mi objetivo era no ser como las demás, convertirme en la más lista de la partida. Por eso cuando empecé a ver Girls, serie que seguí religiosamente desde que se estrenó semana a semana, mi instinto inicial fue ponerle peros. Recuerdo mis ojos en blanco cada vez que Hannah se desnudaba, enseñando pezones y barriga en la primera temporada. Me incomodaban las escenas de sexo, que sentí torpes y anticlimáticas. El tono de voz de Shoshanna me taladraba el cerebro. Animaba a Charlie a huir lejos de la pesada de Marnie. Si buscaba espejarme con alguien, era con Jessa, la amazona con el culo de Rihanna que tantas perdiciones masculinas provocaba.
Para cuando acabó Girls, en abril de 2017, debí haber escrito en esta revista casi un centenar de artículos, nunca demasiados, relacionados con la cuarta ola feminista. Fueron textos en los que tecleé a conciencia la palabra “sororidad”, “mirada masculina” o “cultura de la violación”. Durante esos cinco años leí y admiré a muchas más mujeres que hombres. Recuerdo que lloré con el penúltimo episodio. Sentí que algo de mí se iba también en ese cuarto de baño donde tantas verdades fueron dichas. La voz de Shoshanna ya no me incordiaba, era la conciencia de todas.
Volví a ver Girls del tirón en abril de 2023. La revisioné con ganas, aprovechando una baja laboral por la extracción de un mioma uterino que se resolvió sin complicación. Relajada en mi sofá, sin interferencias, tuve una segunda toma de conciencia con la serie. Más madura y entrenada, liberada de la superioridad moral que me intoxicaba la década anterior, sentí una admiración sincera por todas las genialidades que Dunham logró con aquel show. Su desnudo, lejos de molestarme, me pareció imponente y liberador. Entendí que aquello no era un capricho narcisista de una creadora pija, fue una trinchera potentísima contra el fascismo del cuerpo. Las secuencias de cama me fascinaron. En aquellos planos fijos en los que Dunham jamás dictó o disciplinó la mirada de nuestro deseo cabía todo el absurdo, humor y grandeza del sexo. Tampoco las juzgaba igual. Todas me cayeron muchísimo mejor.
Ahora agradezco que ni Hannah, Jessa, Marnie o Shoshanna estuviesen concebidas como heroínas o villanas. A veces egoístas y erráticas, eran geniales tal como fueron: imperfectas. Desde que acabó Girls, crítica y público andan obsesionados con encontrar un reemplazo generacional a aquel hito que tuvimos. Por eso me encantó la respuesta que me dio Mireia Vilapuig, creadora junto a su hermana Joana de la serie Selftape, cuando se reivindicó contra “la caja” de las series de chicas, como si por el hecho de tener a mujeres protagonistas todas fuesen exactamente igual: “Si todo es Girls, nada es Girls”.
En 2015, la escritora Alana Massey publicó Ser una Winona en un mundo de Gwyneths, un ensayo al que muchas veces vuelvo porque conceptualizó lo que a muchas nos pasa con esta droga de vernos obligadas a encajar en distintas categorías de mujeres blancas que son atractivas a su manera y con particulares estilos de vida. Yo también me creí Winona en un mundo de Gwyneths, una Brenda en un mundo de Kellys y aspiré a ser una Jessa en un mundo de Marnies. Pasa y seguirá pasando, aunque esos ideales cambien con los años.
Hace unos días me reí cuando una periodista veinteañera y listísima que acaba de ver Girls por primera vez, y se ve como una Shoshanna, me dijo en un taxi: “Pero cómo puede ser que quisierais todas ser Jessa, ¡si es lo peor!”. No le faltaba razón.
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