Mónica Ojeda: “El poder quiere un cuerpo muerto en vida. Que estés con la sensibilidad agotada, cansado, precario”
Baile, violencia y mitología pueblan ‘Chamanes eléctricos en la fiesta del sol’, la última novela de esta autora nacida en Guayaquil
La primera muerte que recuerda Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 35 años) fue una muerte violenta. “Vi un cuerpo decapitado”, precisa, “es una imagen dura, no te la puedes borrar”. La convirtió en ficción en uno de los relatos de Las voladoras (Páginas de espuma, 2020). Experiencias así, dice, “entran en tu escritura, porque terminas escribiendo sobre las cosas que duelen, preocupan o fascinan, es una mixtura”. Ahora ha publicado Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House), una novela en la que reflexiona sobre la soledad, la pertenencia, la amistad o los abismos. Parece una distopía protagonizada por gente que huye de la ciudad para danzar en la naturaleza, en una especie de rave en medio del desmoronamiento del mundo, con poetas, chamanes y diablumas (seres enmascarados de la mitología indígena). Aunque para Ojeda no es muy irreal: “Se puede leer desde un tinte distópico, pero en Guayaquil hay balaceras en todos los momentos, en 2023 hubo más de 7.000 muertes violentas en Ecuador”. A los 18 años su padre la llevó a un campo de tiro: “Estaban asesinando y violando a mujeres constantemente y yo tenía que ir sola en coche a la universidad”. A él la 9 mm le daba tranquilidad; a ella, miedo.
¿Esa espiral de violencia parará?
Soy optimista con el futuro, pero también realista, y no quiero ser naíf. Los ejemplos que tenemos cerca son Colombia y México, con el tema de los narcoestados. El presidente de Ecuador sigue alineamientos bukeleanos, trabajando con militares en las calles que ya han matado a gente inocente... Es una situación muy complicada que no veo que vaya a resolverse pronto, pero quiero creer que se puede resolver. Y que esa posibilidad está justamente en el pensamiento, en los lugares de antipoder social: los movimientos feministas comunitarios o los antiextractivistas que luchan para que la naturaleza no termine saqueada.
¿Cuándo empezó a escribir esta novela, qué la llevó a ella?
A finales de 2018, acababa de llegar hacía menos de un año a España. Entonces Guayaquil ya se estaba convirtiendo en lo que está pasando ahora, que las narcobandas tienen el poder de todo, el sistema judicial, están metidas en la política, en la policía... Quería escribir la historia de dos amigas jóvenes que están tratando de huir de la violencia de la ciudad y se van a un festival de música experimental en los Andes. No sabía cuál era el sentido de esa imagen recurrente, y al escribir me di cuenta de que era hablar sobre cómo uno, de una u otra forma, busca en contextos de muerte reivindicar la vida de la manera que tiene al alcance.
Como, por ejemplo, a través del baile.
Ellas van a revivificar el cuerpo en un contexto en donde la violencia lo que hace es enjaularlo, paralizarlo. Buscan una cierta imaginación futura posible. Imaginar no es una tontería, implica proyectar, hacer un futuro mientras vas andando. La imaginación es política; si no eres capaz de imaginar un futuro estás muerto.
¿Por eso hoy triunfan las distopías y el neogótico? ¿Ayudan a ver vías de escape, a sobrevivir en una realidad convulsa?
Sí, creo que, igual que la fiesta, las artes ofrecen esa vía de huida. Pero es una especie de paradoja, porque el arte te da esa sensación de evasión, pero luego te retorna a la presencialidad del cuerpo con los pies pegados a la tierra y te refunda la mirada, te hace mirar la realidad con otros ojos, no enajenados, más sensibles.
Arranca diciendo que “el oído es el órgano del miedo”. ¿Por que hablar de música y disfrute, pero también de peligros?
Porque no me gusta trabajar o pensar el arte desde un lugar idealizado. El arte es un lugar de goce, pero también es un lugar en donde uno puede abismarse a territorios muy complicados. El poder quiere un cuerpo muerto en vida. Que tú estés con la sensibilidad agotada, cansado, precario y que no tengas tiempo ni para el ocio, que es importante porque te permite revivificar el cuerpo.
¿Qué la lleva a usar la mitología, a los chamanes, al cóndor?
Yo vengo de esta mitología, que siempre fue una mitología negada. A mí me educaron con la occidental, tuve una educación que lo que hace es mirar a Europa o al norte y negar lo propio. Vengo de un mestizaje problemático, que trata de mirar hacia lo blanco y negar el resto. El mestizo latinoamericano es un proyecto de blanquitud. Para mí fue un proceso de adultez, de reflexionar, de decir dónde está mi mitología, la filosofía de este territorio, por qué no he leído a feministas de mi tierra, que tienen que hablar otras cosas totalmente distintas que a las feministas del norte global.
Esa reflexión comenzó cuando migró.
Cuando estaba en Ecuador pertenecía a un contexto social privilegiado porque era clase media y la mayoría de la población es pobre. Mi madre es profesora y mi padre es ingeniero. Ella fue viceministra de Educación y vicerrectora de una universidad. El mestizaje se vive muy diferente dentro de Latinoamérica que fuera. Allí eres el casi blanco. Y cuando te mueves como mestizo a otro sitio, eres el no blanco, empiezas a experimentar lo que es el racismo institucional. Luego miras hacia tu territorio y dices, esto mismo funcionaba acá también, pero yo estaba en la ceguera del privilegiado.
¿Ha cambiado su forma de escribir el hecho de vivir en España?
Ha cambiado porque lo hago desde un lugar de tranquilidad corporal. No emocional, porque mi familia está en Ecuador, y también mis amigas de siempre. Migrar es cambiar unos dolores por otros. Me levanto y lo primero que hago es escribirle a mi familia, y hasta que no me dicen que están bien no estoy tranquila.
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