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Gastronomía
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fobias gastronómincas y otras rarezas

Clara Diez
Plató S Moda

Después de 30 años de vida refiriéndome a mis limitadas aptitudes en la cocina (sin duda, poco favorecidas por el aún más limitado interés por aprender) como un “bloqueo culinario”, hoy sé que existe una explicación médica que pondrá fin a los reproches de todos mis allegados, que han utilizado una retórica que Byung-Chul Han habría tachado de enfermiza (lean La sociedad del cansancio), para acusar mi falta de éxito culinario: you’re not trying hard enough o lo que es lo mismo, empieza por ponerle un mínimo de ganas. Entonaré el mea culpa en este caso (porque algo de eso sí que hay), pero ojo con arrojar esta acusación contra cualquiera que muestre signos de debilidad en el arte de la cocina: podríamos estar ante un caso grave de mageirocofobia no diagnosticada.

Repitan conmigo: “Ma-gei-ro-co-fo-bia”. Así de complicada es la palabra que pone nombre al trastorno que define el miedo irracional a cocinar. Su nombre se deriva del griego mageirokos, que significa “persona con habilidades en la cocina” y es, aparentemente, una de las fobias más raras que existen, pero que ahí está; quién sabe si no será más común de lo que uno podría llegar a pensar (a mí, desde luego, me viene a la cabeza una nada desdeñable lista de candidatos). Investigando más en las fobias alimentarias, me doy cuenta de que la citada podría ser la punta del iceberg, un gran melón que tan solo hemos empezado a degustar. La deipnofobia, por mencionar otra, define el trastorno que sufren quienes entran en pánico ante la idea de entablar una conversación mientras comen, o dicho de otra forma: se trata del rechazo patológico a socializar en la mesa, lo cual, bien pensado, no resulta tan ilógico si consideramos lo complicado que resulta mantener una conversación medianamente interesante sin desatender los modales que requiere (especialmente, si se trata de un encuentro social, de esos que los deipnofóbicos rehúyen) el abordar ciertos platos en público, y ya ni hablar de fingir normalidad ante el show de presenciar las artes con las que algunos se enfrentan a ellos: dicen que los negocios más importantes suelen cerrarse alrededor de una mesa, pero todos sabemos que eso solo ocurre si hay una dosis generosa de brebajes alcohólicos que faciliten el entendimiento entre los interesados, y no tanto por el grotesco espectáculo que supone ver a tu futuro partner comercial sorber las pinzas del bogavante hasta quedarse sin aire. Qué duda cabe de que no es posible comer y dedicar al mismo tiempo a la conversación eso que ahora nos resuena tanto, “atención plena”.

Podríamos continuar analizando la voluminosa lista de fobias alimenticias existentes, sin embargo, es precisamente la imposibilidad de etiquetar la relación que cada uno de nosotros tiene con la comida lo que convierte la alimentación en un campo de juego en el que las libertades, así como los límites, son siempre autoimpuestos porque —obviando el canibalismo— nadie es nadie para juzgar la relación que el de al lado tiene con la comida. Los hay que son incapaces de ingerir un filete si la pieza les recuerda mínimamente a la parte del animal de la que proviene (conozco a unos cuantos) y si entramos en el universo de las texturas, las que a unos les resultan más repelentes suelen ser, precisamente, las que más atractivo generan en otros comensales (véase el universo casquería). Si a algo nos invita el mundo de la alimentación es a buscar nuestra propia definición de normalidad, porque es muy probable que, de hecho, no se parezca a la de ninguna otra persona que conozcas.


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