‘Sobreturismo’ o cómo nuestra forma de viajar puede cargarse el planeta
Turbas de turistas repitiendo una y otra vez la misma ruta sin tener en cuenta las consecuencias medioambientales, económicas o socioculturales en el entorno. ¿Qué hace falta para abrazar una forma de viaje más responsable?
Un entierro por las calles de Málaga. Es la última vecina del centro de la ciudad, que ha fallecido. Vecinos que le lloran y coronas de flores que rezan “Airbnb agradece tu salida” o “el barrio no te olvida” la acompañan. El pasado viernes 17 de mayo, la Asociación Centro Antiguo de residentes del casco antiguo malagueño organizaban una protesta teatralizada contra la turistificación (“el impacto que tiene la masificación turística en el tejido comercial y social de determinados barrios o ciudades”). Detrás de este fenómeno, otro que lo origina: el sobreturismo. El término fue uno de los elegidos en 2018 por el Diccionario de Oxford, ese al que se recurre cada final de año para baremar de qué se está hablando. Su definición dice así: “Un número excesivo de visitas turísticas a un destino o atracción popular, lo que ocasiona daños al medioambiente local y a los sitios históricos, así como una calidad de vida más pobre para los residentes”.
El ‘yo con tu edad no había salido del pueblo’ escuchado a nuestros abuelos resume lo que ha pasado en los últimos 70 años. La cantidad de viajes que se realizan al año crece sin parar. Según las estimaciones de la OMT (Organización Mundial del Turismo), el número de turistas internacionales en 1980 fue de 278 millones, en 2014 alcanzó los 1.133 millones de viajeros, una media de crecimiento anual del 4,3% que, como ha advertido la organización, reserva para 2019 su máximo histórico.
“Estamos aplicando al viaje la mentalidad consumista de usar y tirar que aplicamos a todo”, cuenta a S Moda Carlos Buj, experto en turismo responsable, director de la plataforma Viaje a la sostenibilidad y creador del corto documental La cara oculta del turismo. Viajar, como explica, se ha convertido en un “símbolo de estatus” y (casi) nadie quiere volver al trabajo después de sus vacaciones contando que en vez en una playa paradisíaca y lejana bebiendo mojitos sin descanso porque una pulsera que no se quitará en diez días se lo permite, se ha estado dando baños en las termas de su pueblo y bebiendo gazpacho de una botella reutilizada de Coca-Cola. Empieza a haber mayor interés por recuperar lo segundo, pero el fenómeno no es comparable con abrir Instagram y echar un vistazo al timeline, que confirma que el ‘do it for the gram’ (hacerlo por la foto) manda a la hora de planear viajes.
El problema tiene otras vertientes. El World Travel and Tourism Council asegura que el 10.4% de toda la actividad económica global proviene del turismo, representando uno de cada 10 empleos en todo el mundo. Pero, ¿la riqueza de quién y a costa de qué y de quienes? El reciente caso del ganadero rural que denunciaba con un vídeo viral que cerraran una granja de gallinas de su pueblo por la queja de un hotel que aseguraba que molestaba a sus clientes -aunque finalmente se ha demostrado que se trataba de un error y que se cerraba por falta de un permiso- ilustra el problema del turismo rural en España. “El turismo rural en España tiene muy poco de campestre. Y las relaciones entre urbanitas que llegan a montar un negocio rural y la población autóctona no siempre han sido pacíficas”, escribe Paco Nadal en El País. “La gente dice que va al campo, pero mejor que no sea «muy campo». Prefiere el modelo hotelito con encanto decorado en plan neorrural de revista de muebles”. La experiencia del visitante resulta dañina cuando interviene en el entorno rural igual que lo hace en la ciudad, con los mismo reclamos.
“El turismo rural ha crecido de forma exponencial, superando los 15.000 alojamientos y alcanzando niveles de saturación en algunas zonas rurales de nuestro país con la generación de importantes impactos ambientales y socioculturales”, cuenta Severino García, presidente de la Fundación Ecoagroturismo, a S Moda. “Mientras en Europa el turismo rural ha superado la etapa únicamente del alojamiento en las casas rurales y en general se apuesta por la diversificación de los productos, la calidad y una oferta regularizada, en España la situación es más complicada. Aquí el modelo está muy centrado en el alojamiento, lo que redunda en una menor contribución real del sector a las economías rurales locales”, añade.
A nivel medioambiental, la huella que deja nuestro viaje es importante. “Empezando por el transporte”, dice Carlos Buj. Hemos normalizado el desplazarnos miles de kilómetros para hacer un viaje. Los vuelos salen relativamente baratos y cogemos aviones con frecuencia, que “tienen un gran impacto en el cambio climático y es el medio de transporte más negativo”, apunta. El viaje según los propios términos y sus correspondientes fotos por encima de todo y sin importar nada.
Las denuncias a influencers y usuarios de la red social que sacrifican espacios naturales con tal de conseguir una buena foto o una experiencia a su medida y costumbres, impulsando además a que otros lo hagan, son cada vez más. Uno de los ejemplos más claros es el estado de horror en el que se encuentran playas balinesas como la de Kuta, atestadas de plástico y residuos. O el caso de la ‘#PopCornBeach’ de Fuerteventura (playa del Hierro, en Corralejo), donde se calcula que los visitantes se llevan cada mes hasta diez kilos de estas ‘palomitas’ que tiene en vez de arena y que son en realidad algas calcáreas, necesarias durante su periodo vital en el mar por su absorción del dióxido de carbono y para alojar a otras especies. O las más de 50.000 personas que se desplazaban en masa a las inmediaciones del lago Elsinore (California) en plena floración para fotografiarse en las laderas cubiertas de amapolas naranjas, cuyo acceso tuvo que ser restringido a finales de marzo tras su primer fin de semana de esplendor por los colapsos en el tráfico y el pisoteo a la flores.
El despropósito de la subida de precios de los alquileres, los desahucios causados por las especulación de la vivienda y el encarecimiento de la vida, como denunciaban estos días desde Málaga, es otra de las lacras que arrastra el fenómeno y que estos días recobra actualidad con las municipales a la vuelta de la esquina. “Se olvida a la población anfitriona, que no solamente no se beneficia de la visita del turista sino que se ve perjudicada por la inflación turística”, recuerda Buj. Los precios de los servicios suben y se sustituyen los comercios como tiendas de alimentación por otros enfocados a sacar rédito de la visita del turista: una cafetería con precios prohibitivos o la enésima tienda de souvenirs ocupan el lugar de comercios que antes atendían a las necesidades básicas de los vecinos. “Se empobrece a la población”.
Igual que en la ciudad, en el ámbito rural o en esos viajes que elegimos por ‘exóticos’ a Asia o África, ocurre lo mismo. No solo se interviene en la economía sino también en aspectos socioculturales. Para Carlos Buj resulta “absurdo buscar el exotismo cuando con nuestra visita lo que vamos a hacer es contaminar esa cultura de la nuestra, occidentalizarla. Queremos la experiencia pero también queremos que sepan hablar inglés, que todo sea cómodo y que se pueda pagar con tarjeta”. Algo que se acentúa especialmente cuando es una zona de pobreza. “Se da una importante pérdida cultural y de patrimonio porque se adapta la vida del lugar de destino a nuestras formas. Un ejemplo muy claro aquí en España es Benidorm, que era en origen un pueblo de pescadores y se transformó completamente al servicio del turismo”.
En otros casos, además, el impacto se agrava y daña incluso al honor de los habitantes, convertidos en sí mismos en parte del atractivo turístico. Pasa por ejemplo con las visitas a poblados Másais en Kenia o Tanzania, incluidos dentro de los paquetes de safari, y que se vio claro con el caso de la influencer Dulceida y su visita africana. Hacerse fotos con niños negros con mensajes que hablan de la satisfacción de haberles hechos felices no contribuye ni a su felicidad, ni a su economía, sino al ego del volunturista que se fotografía, que además está perjudicando a la imagen de los habitantes haciendo gala del complejo del salvador blanco.
Las soluciones que apuntan a un turismo más responsable, “que maximice el impacto positivo y minimice el negativo”, según el director de Viaje hacia a la Sostenibilidad, deben acercarnos además al enriquecimiento personal real con el viaje. “Informase a fondo, leer, sobre el lugar al que se va, con la finalidad de conocer y poder respetar sus costumbres”. Apostar por agencias de viajes independientes que, como por ejemplo Intrepid Travels, apuesten por viajes en grupos pequeños y fuera de temporada. Elegir guías locales que de verdad conocen el entorno y asegurarán que el dinero que pagamos se invierte allí. Evitar los paquetes low cost de los grandes touroperadores, cuyo bajo precio suele traducirse también por un sueldo bajo y condiciones precarias para los trabajadores que interferirán en nuestra estancia. Optar por reservar directamente con el hotel, sin plataformas mediadoras que se llevan la comisión -mejor si este es pequeño y familiar y no de una gran cadena-. Practicar el consumo local y, como promueven desde la plataforma alternativa Fairbnb (el Airbnb justo), asegurarse de que el dinero que gastamos recae y se invierte en la comunidad.
Y antes que todo eso, preguntarse ‘¿qué tipo de viaje quiero hacer?’. “Es bueno plantearse si de verdad nos aporta algo hacer un viaje a Japón en el que nos dejaremos 3.000 euros en 10 días, que apenas nos dará tiempo a conocer el lugar o a superar el jet lag. Hay planes y viajes mucho más asequibles, cercanos y centrados de verdad en la experiencia y no en vivirlo a través de la pantalla”.
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