Cecil Beaton en persona explica por qué ‘My Fair Lady’ ganó ocho Oscars y sigue siendo en el siglo XXI el musical más icónico de la historia
El libro Diario de rodaje, My Fair Lady, editado por Hatari! Books recoge con detalle todos los entresijos de la confección de una de las comedias musicales más icónicas de Hollywood
Todo había empezado muchos años antes, exactamente en 1913, cuando George Bernard Shaw escribió Pigmalión, que se representó con éxito en el teatro inglés. Más tarde, en 1938, se estrenó en los escenarios de Broadway, una pieza con el mismo nombre basada en aquella obra teatral, protagonizada por Julie Andrews y que ganó el Oscar a mejor guión adaptado. Pero tuvieron que ser George Cukor, como director, y Cecil Beaton como diseñador del aspecto visual de la producción y de vestuario los que convirtieran este relato en paradigma cinematográfico del musical.
My Fair Lady, la película, estrenada en 1964, costó 17 millones de dólares, una cifra altísima para la época, tuvo a Audrey Hepburn como estrella, y a todo el talento disponible en todas las disciplinas: vestuario, música, composición, actuación, fotografía, documentación… Warner se había hecho con los derechos por un precio récord de cinco millones de dólares y el rodaje se alargó un año entero. Alan Lerner (guionista de Un americano en París, por ejemplo) sería el encargado de supervisar y escribir el guión, los intérpretes masculinos serían los originales de la película inicial, Rex Harrison y Stanley Holloway y Audrey Hepburn sería Eliza Doolittle en la gran pantalla. Julie Andrews no repitió. ¿Motivos? Hay varias versiones. Una, que no era lo suficientemente ¡guapa! para Hollywood (por cierto, ese mismo año protagonizó Mary Poppins, con la que ganó el Oscar a mejor actriz. Hepburn ni siquiera fue nominada). Otra de las razones que se cuentan, que fue la propia actriz quien lo rechazó y la tercera que la Warner, después del dineral desembolsado, no quería que una actriz de teatro hiciera la película.
También contaron con los mejores para la parte musical, y por eso el film ha pasado a la historia de los musicales sin despeinarse. Con Frederick Loewe, André Previn y Hermes Pan, coreógrafo, como responsables.
Recrear el mundo cockeny, ese habitante de los bajos fondos del East End londinense, que salía en la obra de Shaw, con su miseria, su neblina, su sordidez, en la soleada California, con sus estudios deslumbrantes, su humedad, su calor tropical, fue un reto gigantesco, del que salieron todos bien parados, tal y como relata en el libro con precisión, sin filtros y con soltura Cecil Beaton, creador de un vestuario apabullante y del clima y el tono perfecto. “No se suelen hacer películas de 17 millones de dólares, y menos aun una como My Fair Lady. ¿Cuántas veces se le ha dado a un diseñador la libertad de hacer algo como la escena de Ascot? ¿Quién puede haber mejor que Audrey Hepburn para vestir tus diseños? Es reconfortante pensar que he formado parte de un entretenimiento que va a proporcionar satisfacción a mucha gente”, cuenta Beaton, a quien finalmente, pese a las reticencias del principio, le compensó con creces “exiliarme de la campiña de Wiltshire durante un año entero”.
Los detalles, los vestidos, el color
Cuando Cecil tenía cinco años, acudió a la casa familiar una actriz, la primera que él conocía, con un vestido de seda a rayas. Muchos años después, cuando recibió el encargo para diseñar el mundo de My Fair Lady, su cerebro recordó aquel traje. “Sería perfecto para la aparición de Eliza (Audrey) en la última escena”, se dijo. Trabajó en ese vestido como en todos los de la protagonista, pintó la historia que iba a contar, eligió el plástico, las formas de la madera de las celosías, el azul exacto, todos los colores, la localización, los objetos del decorado, la moqueta y los paraguas, la inclinación de los tejados, los movimientos, los guantes. Fue, a juzgar por lo que cuenta en el libro una locura grandiosa llena de adrenalina, momentos angustiosos, momentos delirantes, belleza a raudales, instantes soberbios, como la famosa escena de Ascot en blanco y negro. “De manera ideal todo, -palabras, voces, movimientos, manos, pies, vestidos, sombreros pantalones, puertas, techos y lámparas- deben estar unido en el detalle para generar un resplandor súbito, un clímax exultante de perfección que eleve al público de manera triunfal. Con el material tan rico de My Fair Lady las dificultades del diseño eran un incentivo y un placer: prometían una de las más ricas experiencias de mi carrera”, apunta Beaton en el prologo del diario.
Pese a que Beaton intentó por todos los medios, que el rodaje tuviera lugar en su país gris y sobrio, para algo era un inglés empedernido, Cukor tenía clarísimo que no iba a trasladarse a Londres a rodar, “no quiero hacer películas en Inglaterra, siempre están haciendo descansos para tomar una taza de té”, se quejaba. Y en el diario de rodaje queda bien reflejado lo difícil que fue para Sir Beaton adaptarse a las costumbres, a las magnitudes, a los atascos de Los Ángeles, tan lejos de su campiña y de sus modales. “Hollywood no representa a este país. Mi punto de vista les deja perplejos, me miran como si fuera algo tan curioso y raro como un unicornio. No cabe duda de que la vida es cómoda en este lugar utópico. Cierto actor inglés dijo: Te mudas aquí, te echas una siesta en la piscina bajo el sol y te despiertas para darte cuenta de que tienes sesenta y cinco años”. Eso era Hollywood en los sesenta.
El esteta Beaton y el director Cukor persiguieron lo mejor desde el minuto uno, y “cuando uno busca la excelencia y descuida los detalles está condenado para siempre”, dice en el diario diseñador, que venía de ganar un Oscar a mejor vestuario por la película Gigi, de Vincente Minelli, en 1959. Así que para nutrirse visionaron películas como Al este del Edén, para comprobar asuntos cromáticos, desterraron sin paliativos todo lo que resultara vulgar, fueran cosas, colores, muebles o personas. Eligieron los extras de los bailes como si fueran protagonistas, y lazos y tonos como si no hubiera ningún asunto más importante que otro. Algunos muebles tenían que ser de estilo Biedermeier, elegante y sencillo, el vestido para bajar las escaleras debía ser francés, el abrigo de tono burdeos y de terciopelo… “Trabajamos de manera muy cercana y en armonia y todos y cada uno de oso aspectos de la peli están sujetos a discusión, desde el estilo de la iluminación en cada una de las escenas hasta el tipo de personas que harán de invitados al baile”, cuenta Beaton sobre su relación con Cukor.
La obsesión por el detalle queda clarísima en el relato del diseñador, que también fue fotógrafo durante la película. Persiguieron todos las piezas típicas del art nouveau inglés de 1910, por ejemplo. “Nos ha llevado un mes decidir de qué estiló arquitectónico sería un musical de Shaw, que tiene que ser uno consistente”, cuenta Beaton. Otro tanto sucedió con los pomos, los tiradores, las cerraduras que escogieron para la sala de estar del profesor Higgins, donde la joven Eliza recibe algunas de sus clases de dicción. O con los dibujos en gouacha, (técnica parecida a la acuarela) hechos por Beaton, previos al rodaje en del mercado de Covent Garden, o “con el escote con la tele point d’esprit que hemos sacado de un viejo parasol”, dice. En el libro relata el esmero por lo pequeño. “Trabajan en el adoquinado y cada guijarro está impreso de manera individual”. “Hemos hervido el abrigo en una cuba para el color perfecto. En su ultima peli, nos ha dicho Audrey que tuvieron que descartar un abrigo de cebra de Givenchy porque salía amarillo”. “La muselina del color de los caramelos de violeta del vestido hace que parezca que hemos puesto espuma en el cuello de Audrey”. “Dice George que con el material de nylon que se va a usar para el césped en Ascot, vamos a necesitar un equipo que lo peine a contrapelo en cada toma”. Y así hasta una variedad infinita de menudencias que hacen que cada escena sea perfecta, sin un solo momento de caída.
Cecil Beaton conocía a todas las modistas por su nombre, y así las cita en el libro. Con ellas se hace posible que “entre las 400 mujeres de baile y Ascot no hay un solo vestido que no haya sido diseñado de manera específica. Hemos conseguido colores opalescentes para la escena del baile. Los sombreros son fantasía. Hoy he divisado un gigante y vulgar desphinium azul”, asegura el diario.
Audrey y la excelencia
Lees el libro y entiendes también por qué Audrey Hepburn ha pasado a la historia como estrella rutilante, como magia pura en pantalla. “Ella es única entre un millón”, había dicho Jack Warner, el productor ejecutivo de la película. Su entusiasmo antes, durante y después del rodaje, era contagioso (pese a que le dolió ser doblada para las canciones. Se consideró que no podía llegar a lo excelso con sus dotes. Eso impidió que la nonimaran al Oscar), se sabía el papel siempre, era disciplinada, su memoria nunca fallaba, conocía los diálogos a la perfección, estaba exhausta y seguía, era amable, educada, los vestidos en ella eran oro, supo transformarse en pantalla “de pequeño gorrión desaliñado en ave del paraíso…”
Durante el rodaje, en un momento caótico, cuando el tiempo corría en contra, dijo, “esta película es una de esas que todos debemos recordar, talentos portentosos, todo el mundo es el adecuado y todos debemos estar contentos, es la cumbre, disfrutemos”.
Cukor pidió que esa actriz divina, cuya delgadez extrema, según le contó la madre de Audrey a Beaton venía de la hambruna de durante y después de la guerra,- tenia que parecer arreglada, al principio de su conversión, “pero no chic y eso va a ser difícil conseguirlo porque Audrey está chic con cualquier cosa. Tiene que estar ligeramente incómoda”. Y, de pronto, eso es exactamente lo que consigue Beaton en la primera escena en la que ella, (después de salir con la cara y el pelo ensuciado de grasa) deja la indumentaria dickesiana y cockney , el acento vulgar, y la pose, para pasar a un vestido elegante, un porte distinto, y ya por fin la perfecta dicción de “la lluvia en Sevilla es una maravilla”.
El libro, que es muchos libros en uno, es además, y por encima de todo, una carta de amor a Audrey Hepburn. De ella ya había dicho Stanley Donen, que la había dirigido en Una cara con ángel, Charada o Dos en la carretera, que era “un sueño hecho realidad. En las tres ocasiones que la dirigí sólo había pensado en ella al prepararlas. Sinceramente, si no hubiera contado con ella, no las habría hecho. Es perfecta”.
El glamour y la grandiosidad de Hollywood
¿Cómo era el Hollywood de aquella época? ¿Se podían juntar en una misma cena, y posterior visionado, Billy Wilder y Alfred Hitchcock, George Cukor y el propio Beaton? Por supuesto. De hecho, esa velada está narrada en el diario de rodaje. “Hemos quedado para ver la película Fellini, ocho y medio. Estaba Billy Wilder, que tiene el típico complejo de Hollywood por el que se ataca a todo lo que no sea comercial: “es una desfachatez consentirle estas pretensiones esotéricas de superioridad. Es un insulto para el público”, ha dicho. También estaba Hitchcock: nunca me ha caído bien”, cuenta Beaton
Otro día llegó tarde a la cena a casa de Kirk Douglas, otro acudió a un encuentro con Fred Astaire, “que es aburrido” a casa del letrista y compositor Cole Porter, el autor de la archiconocida melodía Begin the beguine, entre otras. Y otro recibió a Jean Renoir y su mujer, que llegaron de visita a Los Ángeles y salieron a cenar todos juntos. Esos encuentros con celebridades que salpican el libro, recolectados con humor, sin filtros, muestran bien ese universo de estrellato, como el que tenía lugar por ejemplo en casa de Diana Vreeland, jefa de redacción de Vogue, donde una noche se juntaron con Truman Capote, que se pasó la velada relatando su experiencia con los dos asesinos que protagonizarían su novela A sangre fría.
Cuando el editor de Hatari Books, Andrés Moret, responsable de este libro delicioso en todos los sentidos, que además se ha encargado de traducirlo, descubrió que existía una obra que contaba en primera persona la experiencia del rodaje de una película tan icónica como My Fair Lady, “me lancé a comprarlo inmediatamente. Tardé a penas un día en terminarlo”, me cuenta. Y destaca también cómo le sorprendió que en el relato, a modo de diario, te contara como funcionaba el sistema de los estudios en una época cercana al fin de ese ‘sistema de estudios’. “Te daba todos los detalles de cómo se hacían las películas y de cómo cada uno de los departamentos interactuaban para conseguir un objetivo común, te relataba como era la vida social de ese Hollywood clásico, y, además, te contaba una historia muy personal y muy honesta de todo lo que pensaba el autor, aún sabiendo que lo que escribía iba a publicarse”, comenta.
Beaton cuenta también entre orgulloso, fascinado y sorprendido que para la escena de Ascot, (que una no se puede cansar nunca de ver), para las celosías, había llegado madera suficiente para construir una ciudad entera. Que ese día había podido elegir los colores para los uniformes de los jockeys y para la pintura de los automóviles antiguos. Que “tenemos que poner ciento cincuenta sombreros en línea y organizar un equipo especial para que los vigilen y hacer espacio en la zona donde se ponen los vestidos”. Le preocupaba además que “estas mujeres van a estar en nuestras manos durante muchos días de seis de la mañana a seis de la tarde y no quiero que vayan al baño, ¡no quiero ni que se sienten!. Por supuesto tendremos que construir una serie de leaning boards (tablas inclinadas donde pueden descansar los actores que están vestidos para la escena sin llegar a sentarse y arrugar el vestuario. Y que ya no se usan, claro).
Hay que decir que con el relato de Cecil queda claro que él no veía personas, veía colores, tonos, impactos visuales. Le parecía muy importante inventar un tipo de maquillaje para los cuellos de las mujeres para que no manchen los vestidos, cosa que hicieron, pero no le importaba despedir sin remilgos y sin miramientos a un grupo de chicas que no le parecían los suficientemente estilosas para el momento. Que el vestido del baile reluciera “como el hielo en los árboles de Suiza”, o que en las columnas se aplicara una técnica específica para que quede aguado y sutil, eso sí era definitivo.
Más pistas de por qué ha pasado a la historia, que se apuntan bien en el relato de Beaton y que me confirma mi colega Fernando de Luis-Orueta, productor y especializado en comedia musical. “Es el último gran musical clásico. Asoman los temas que van a traer el musical moderno: el comentario social, por ejemplo. Y la historia de amor no es la típica tampoco. Prescinde además de las canciones justificantes. Pigmalión había sido un bombazo, el mayor éxito de Shaw, y los autores de musicales ya le habían echado el ojo. Sin conseguir los derechos, se pusieron a escribir. Pujaron y lo consiguieron”, me cuenta mientras comentamos las excelencias de la película.
Lo estrenaron en Broadway, en 1956 con Julie Andrews y Rex Harrison como protagonista. Un éxito rotundo e inmediato. Logró estar en cartel más que ningún otro musical hasta el momento, ganó seis premios Tony, entre otros tantos galardones, viajó a Londres, al teatro, dos años después, y se representó a lo largo de todo el mundo.
Y ya en el 63 llega Jack Warner, llega Cukor, llega Beaton, y hacen “esa peli grandiosa, que tiene los mimos ingredientes que la función. Con la secuencia de las carreras, que es una escena totalmente hiper moderna. Es como una viñeta, como una estilización de la realidad. Es una película como un cuadro. le pasa un poco como a la función, musicalmente preciosa, temazos que todo el mundo canta”, dice Fernando,. Y pese a estar hecha por dos autores americanos, es súper inglesa, la quinta esencia de lo británico”, asegura de Luis
A Moret, la película siempre le pareció una maravilla tanto visual como auditiva, por no hablar de la propia historia y sus personajes, tan excesivos como la propia estilización de la misma, apunta. “Es una película que toma riesgos, y le sale perfecto. Una escena como la carrera de Ascot pocas veces te puede aguantar la suspensión de la incredulidad, y, sin embargo, en esta película fluye de manera continua; ni siquiera te preguntas sobre la irrealidad de la misma (irrealidad dentro de la irrealidad de un musical), forma parte de un todo. Y, aunque fuera una conjunción de talentos increíbles, me parece que la presencia de Beaton hace que esta película sea lo especial que es, es más, gran parte de esa rotundidad con la que ha pasado a la historia se debe a los aspectos que controlaba él”, asegura. Cecil, ya hemos dicho, no solo era diseñador de producción y de vestuario, era también el responsable de todo lo visual de la película, “atreviéndose a hacer sugerencias sobre la fotografía, sobre qué coreógrafo es el más adecuado, actores secundarios, etc. Y si, como digo, la parte visual es monumental, la parte musical es un acierto tras otro, creando canciones que aún hoy en día se mantienen en las listas de mejores canciones de los musicales”, dice Moret.
El primer día de rodaje, 74 fotógrafos de todo mundo estaban ahí para captar el primer plano de la primera escena. Y fueron llegando visitantes del mundo entero “como Givenchy (me ha llegado el aroma de París al verlo). Es caballeroso y bueno, discreto, tranquilo y refinado. Ha sido un honor poder enseñarle lo que hemos hecho en el departamento de vestuario, se ha quedado sorprendido del detalle con que estaba hecho todo: ‘Menudo trabajo, ¡equivale a media docena de colecciones!, ha dicho”.
Y esa música perfecta
¿Por qué fue tan importante? ¿Por qué sus melodías son únicas?. ¿Por qué ha trascendido, porque nos gusta tanto?. La respuesta, para Pepe Murgadas, músico y productor, es sencilla. “Porque es buena, buena por no decir excelente. ¿Y qué hace que sea buena? Pues como cualquier pieza musical es una combinación de factores que funcionan: frases musicales dentro de una orquestación y sujetas un tiempo. Y es que la música es física, simplemente es nuestra interpretación de sonidos, es una superposición de frecuencias, es decir, es el número de vibraciones por segundo lo que permite que dos o más notas suenen bien juntas. Este es el secreto de la composición, una melodía principal (ondas), armonizada por unos acordes (otras ondas que sirven como marco de referencia de la melodía principal), con un ritmo (tiempo) determinado. Parece sencillo, con esto uno puede decir, pues venga, a componer. Pero no, no es tan fácil. Las posibilidades de combinación son infinitas y sólo algunas acaban trascendiendo: las buenas.
Según Murgadas, si nos fijamos en las dos mejores de la banda sonora, “I could have dance all night”, y “On the street where you live”, vemos varias cosas: “Son música, quiero decir que son música mucho más que letra, de hecho funcionarían sin letra. Si escuchamos la obertura (sin letra) son las frases más destacables y ya funcionan. Las dos son melodías aparentemente sencillas… It may be quite simple...but now that it’s done, como dice Elton John en Your song. Si las llevas a un teclado y tratas de reproducirlas, es sencillo, no son muchas notas ni tienen una combinación muy compleja…pero son maravillosas”. La armonización es perfecta, cuenta el experto, y no por eso compleja, puede interpretarse sólo con piano, o incluso con voz y guitarra, y no perderían su esencia. “En cualquier caso, si se conociera el porqué nos gusta algo tanto a tantos, podría repetirse el éxito de una obra de forma infinita, y no es el caso: hay millones de composiciones y obras maestras muy pocas”, concluye.
Cecil y Audrey se adoraron durante la película porque emitían en la misma frecuencia. Una se puso en sus manos y el otro la sostuvo, la embelleció más si cabe. El diario cuenta con una serie de fotografías que el diseñador le hizo a la actriz durante el rodaje, que son deliciosas, y en las que la protagonista roza lo divino. Poco después de verlas, Audrey le escribió lo siguiente en una nota:
-Querido C.B.:
Desde que tengo uso de razón he deseado ser guapa. Anoche, mirando las fotos, durante un breve instante, me pareció serlo, y todo gracias a ti.
Audrey
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.