El autoestigma en la enfermedad mental: cuando el paciente interioriza los estereotipos
Hacer propias las falsas creencias sobre los trastornos mentales agrava los síntomas y dificulta la recuperación. Los expertos recomiendan salir del armario y valorar el esfuerzo de afrontar el día a día con un obstáculo añadido
Tras su primer ingreso psiquiátrico, Francisco Rubio, activista contra el estigma en salud mental y presidente de la asociación catalana Obertament, volvió a casa pensando que era un fracasado. Dio por hecho que su proyecto vital se había ido al traste. Se sintió “abrumado, mucho más que por cualquier otra experiencia previa”, confiesa. Afloró el autoflagelo y la indefensión. Su mente empezó a reproducir en bucle ideas preconcebidas que había ido asimilando antes de que un brote psicótico le llevara al hospital. Y se tragó de golpe un ramillete de estereotipos. Altas dosis de masculinidad tóxica echaron más leña al fuego. “Me sentía un hombre débil, me repetía que no valía para nada y que lo mejor que podía hacer era quitarme de en medio”, admite.
Durante años, Rubio ocultó su problema —que prefiere no etiquetar— a compañeros de trabajo y amigos. “Viví mucho tiempo instalado en la mentira y la vergüenza. Hasta que un día dije basta y salí del armario”, relata. Hubo gente que le dio la espalda. Y personas que le aceptaron sin más. Su hoy compañera, Lourdes, a la que conoció en otro ingreso, fue un baluarte en la nueva mirada que, poco a poco, empezó a arrojar sobre sí mismo: “Me ayudó a darme cuenta de la calidad humana que podía llegar a tener”, cuenta emocionado. Al quitarse progresivamente una “losa tremenda”, comenzó a validarse en conjunto. Con su problema incluido.
El autoestigma o estigma interiorizado en personas con trastornos mentales suele operar de forma sencilla. “Te hacen un diagnóstico y te aplicas los esquemas que ya tienes al respecto”, explica Manuel Muñoz López, catedrático de evaluación psicológica en la Universidad Complutense, donde dirige un grupo de investigación sobre prejuicios en salud mental. Según una revisión de 2021, podría afectar de forma severa a más de un 30% de pacientes con trastornos bipolar o psicóticos. Otro metanálisis de 2023 calculó en un 29% su prevalencia en personas con depresión. Existen elementos comunes (sentimientos de culpa e incapacidad) y sambenitos específicos para cada patología. Los pacientes con esquizofrenia, peligrosos. Los depresivos, pesimistas por gusto. El que padece un trastorno de ansiedad, cobarde. El adicto, vicioso. Los que sufren un trastorno de alimentación, superficiales...
En ocasiones, el autoestigma precede incluso al diagnóstico. Ocurre cuando el individuo, temeroso de atribuirse (y de que otros le atribuyan) rasgos que considera inaceptables, se aferra a la negación ante la evidencia de los síntomas. Se instala así en una especie de armario interior para ocultarse de sí mismo. “No quiere que le identifiquen o identificarse con ese sello de enfermo mental, que juzga malísimo”, afirma Muñoz López. Así que vive fingiendo, esperando que lo que perturba su bienestar psicoemocional mengüe o se esfume por arte de magia. “En España, una persona con un problema mental tarda de media tres años en pedir ayuda profesional desde que tiene los primeros síntomas”, añade Muñoz López.
Según Nel González Zapico, presidente de la Confederación Salud Mental España, algunos valores actuales —asociados a una cierta una idolatría del rendimiento— no contribuyen a crear un clima de normalidad que fomente la aceptación (en lugar del juicio implacable) a escala individual: “La extrema competitividad en la que vivimos lleva a que muchas personas con problemas de salud mental se consideren muy poca cosa”. En esta línea, Muñoz López aboga por transformar una sociedad “represiva” con lo diferente hacia otra “más comprensiva”.
Un nuevo estudio a cargo de investigadores vascos ha confirmado lo que la literatura viene mostrando desde hace tiempo: el autoestigma repercute muy negativamente en los síntomas y en la recuperación del paciente. Se trata de un daño extra que socava la esperanza y agudiza el sufrimiento. Su impacto se hace notar en la autoestima y en las relaciones sociales, en la integración laboral y en la autonomía personal. Según un metanálisis de 2021 realizado por investigadores franceses, en regiones como Asia Oriental prevalece —en contraste con los países occidentales— un factor que dispara su intensidad: el escarnio público al que se somete al enfermo y su familia.
Una de las autoras del reciente estudio realizado en Euskadi, Mariasun Garay, psicóloga clínica en la Red de Salud Mental de Vizcaya, habla de una secuencia de círculos viciosos que deriva en “un efecto Pigmalión”: dar por ciertas las expectativas que otros depositan (o creemos que depositan) sobre nosotros. En ocasiones, estas creencias se solidifican como el núcleo inamovible de la personalidad. “Ese sentirse de forma negativa se incorpora a la identidad personal. A ello sigue una pregunta: ¿Para qué intentar un cambio? Y de ahí, el aislamiento y la falta de motivación”, detalla Garay.
Los trastornos psicóticos se erigen como una categoría en la que un prejuicio —especial disposición a cometer actos violentos— puede atormentar especialmente al paciente. González Zapico recuerda que, hace unos años, mientras impartía un curso de formación a personas con esquizofrenia, los medios informaron sobre un acto de “violencia extrema” llevado a cabo por una persona con “graves problemas de salud mental”. Entre los pacientes cundió el pánico. “Estaban aterrorizados. Me preguntaban si ellos también podían convertirse en asesinos”.
¿Contiene este estereotipo concreto algo de verdad? En una revisión de estudios publicada en 2022, investigadores de la Universidad de Oxford sí encontraron un “moderado aumento del riesgo de protagonizar episodios violentos” entre pacientes esquizofrénicos. Con un matiz: el consumo de drogas disparaba las probabilidades. Garay sostiene que el diagnóstico per se resulta, por así decirlo, inocuo. El peligro proviene, si acaso, de ciertas conductas: “Intoxicarse con sustancias o no tomar la medicación”. En cualquier caso, Muñoz López abunda en un error de base que alimenta cualquier estigma: su absoluta desproporción. “Dos o tres veces al año, hay en España casos de alguien que ha cometido actos muy violentos durante un brote psicótico. ¿Por qué damos por hecho que esa incidencia marginal representa a toda la población con trastornos psicóticos?”, cuestiona.
Para deconstruir el autoestigma, los expertos enfatizan la importancia de valorar el propio esfuerzo. “¿Por qué va a haber una sensación de fracaso cuando debería ser de satisfacción y poderío, de estar saliendo adelante?”, se pregunta Muñoz López. “El paciente ha de entender que lo meritorio tiene que ver con la superación personal y no con lograr un estatus; ha de sentir el orgullo de afrontar el día a día con obstáculos que otros no tienen”, apunta Garay.
A la hora de salir del armario, Garay apuesta por “hacerlo bien, sabiendo cuándo y con quién”. Salvando las distancias entre orientación sexual o trastornos mentales, Muñoz López traza un paralelismo con el colectivo LGBT: “Su lucha contra el autoestigma ha sido bestial y ha provocado un cambio radical”. Este catedrático de la Universidad Complutense llama incluso a apropiarse de términos despectivos. González Zapico suscribe esta opinión: “Tengo compañeros que se atribuyen, con una sonrisa, la etiqueta de locos o locas. Gente brillante, a veces con una calidad humana excepcional, quizá precisamente por haber vivido experiencias no deseadas”. Cuenta el activista Francisco Rubio que, mientras aprendía a integrar su trastorno, fue encendiéndose en su interior una luz inesperada: “Me fui haciendo mejor persona, mucho más capaz de empatizar con realidades a las que antes no prestaba ninguna atención”.
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