La ciencia intenta desvelar los misterios del escalofrío
En su versión positiva, el escalofrío es breve, agradable y muy intenso, y podría servir para conciliar opuestos emocionales cuya ‘fusión’ nos descoloca
Suele ocurrir cuando una canción o una película nos tocan la fibra sensible. También al recordar eventos (heroicos, altruistas…) que echaron sólidas raíces en nuestra memoria. O al vivir instantes personales intensos, como un abrazo muy sentido, un abrumador sentimiento de pertenencia, o una poderosa conexión con otros seres o con la inmensidad de la naturaleza. A veces, el estímulo que los provoca se antoja melancólico. Puede incluso que contenga cierta dosis de desamparo. Pero la respuesta fisiológica nos resulta tan placentera como esquiva al tratar de explicarla.
Su manifestación externa son los pelos de punta (piloerección) y un leve estremecimiento. Más subjetivamente, el escalofrío estético —así lo llama la literatura para diferenciarlo de su reverso negativo, el que emerge en el terror, o del puramente físico, que aparece cuando tenemos fiebre— admite un sinfín de descripciones. Una de cientos posibles: fogonazo de cosquilleo glacial que nos atraviesa la espalda y se extiende por el resto del cuerpo. Hay quien lo asemeja a un mini orgasmo. O a un éxtasis místico y fugaz. La poesía lleva milenios intentando capturar su esencia. Y la ciencia, décadas procurando desentrañar su misterio.
Félix Schoeller, del Instituto para los Estudios Avanzados de la Conciencia, con sede en California, ha focalizado su trabajo en responder a las preguntas que suscitan estos tsunamis de emocionalidad desatada. Algunas, esperables: ¿Cuáles son sus detonantes más comunes? Otras, de formulación sorprendente, incluso visionaria: ¿Pueden sus agradables sensaciones ayudar a personas con problemas de salud mental? Él y sus colaboradores han creado ChillsDB, una base de datos con música, películas y discursos especialmente proclives a ponernos la piel de gallina. El repositorio mereció en 2022 un artículo en la revista Nature. Miles de californianos han sido expuestos a sus contenidos. Modelos de machine learning, explica Schoeller por videollamada, van afinando el tiro. “Queremos producir el mayor número de escalofríos posible. Y cada vez sabemos mejor cómo hacerlo según la personalidad, las características demográficas y el estado concreto del individuo”, asegura.
Aún no se conoce con certeza por qué sucede esta eclosión de reconfortante gelidez. En un terreno fecundo para la especulación, varias hipótesis han intentado desvelar su raíz evolutiva. El neurocientífico Jaak Panksepp, ya fallecido, relacionó los escalofríos musicales con la pérdida social. En un estudio de 1995 muy citado, Pankseep demostró que las melodías tristes nos zarandean por dentro mucho más que las alegres. Y sugirió una posible asociación entre los vellos de punta y nuestra capacidad de evocar soledad. Esta teoría, explica Tuomas Eerola, profesor de cognición musical en la Universidad de Durham (Reino Unido), “conecta escalofrío [siempre estético] con modulación termorregulatoria, puesto que el aislamiento [siquiera imaginado] puede hacernos sentir mucho frío”.
Schoeller suscribe que, “en origen, se asocia al temblor, a un movimiento muscular que produce calor y mantiene la temperatura del cuerpo estable”. Aunque añade que, para él, “lo importante es que ocurre al margen de cambios térmicos en nuestro organismo”. Y por incontables motivos, desde escuchar a Mozart hasta participar en un ritual o resolver una ecuación. “Mucha gente me comenta que se los puede generar a través del pensamiento”, afirma.
Más clara parece la secuencia que se repite en su observación empírica. Schoeller la conoce de sobra. “Un estímulo provoca una respuesta que, aunque proceda del cerebro, se manifiesta en el cuerpo y, a su vez, el cerebro interpreta como algo importante. Entonces percibimos todo lo demás de forma diferente. Es como un bucle que implica cerebro, cuerpo y realidad circundante”.
A nivel neurobiológico, se sabe también que, tras los pelos como escarpias (al menos en la escucha musical; otros estímulos aún no han sido tan diseccionados), se esconde liberación de dopamina, la llamada hormona del placer. En otro estudio de referencia, publicado en 2001 por Anne Blood y Robert Zatorre, se halló por vez primera que, durante el escalofrío, se pone en marcha el famoso sistema de recompensa que atrapa en sus sugestivas redes a los drogadictos. Algo más, subraya Schoeller, aparece en su efímera duración: “Se da un curioso fenómeno de desactivación de la amígdala [la parte del cerebro que nos prepara para la lucha o la huida ante una supuesta amenaza], justo lo contrario de lo que ocurre en la respuesta del miedo, en la que esta se activa”. De alguna forma, el escalofrío estético nos indica ausencia de peligro, nos dice que todo va bien.
La única salida
La etimología del término español —en la cual convergen calor y frío (en inglés es chill, y en francés, frisson, ambos asociados solo al segundo)— da una pista sobre otra de sus peculiaridades. Autores como Mathias Benedek y Christian Kaernbach lo han ligado a una especie de conciliación entre opuestos. Parece habitual que la fusión de pena y alegría, o dolor y amor, enciendan su chispa. Eerola remite a un vídeo en el que alumnos de Secundaria honran a su profesor fallecido con un haka, esa danza guerrera maorí de alto voltaje famosa por ser la seña distintiva de la selección neozelandesa de rugby. “Hay en la escena un conflicto resuelto en el que no se puede separar la agresión de la tristeza, como algo que no podemos entender y donde la mezcla supone la única salida”, sostiene. Schoeller confirma que los “estados mixtos, como al presenciar un acto de gran solidaridad en medio de la tragedia”, tienden a escalofriarnos.
Ampliando la mirada, ambos autores aluden a la expresión being moved (en español, ‘ser conmovido’), la cual, destaca Schoeller, “se utiliza en la literatura sobre neurociencia afectiva para categorizar estados” como el escalofrío, el llanto que brota de la alegría o ese ramalazo de vago optimismo —a veces acompañado de calidez en el pecho— con que podríamos traducir la palabra inglesa buoyancy en su acepción figurada (en sentido literal, significa flotabilidad de un cuerpo físico).
Prima hermana del being moved sería la noción de kama muta, término sanscrito algo escurridizo que, en su nueva vertiente científica, engloba emociones de reconfortante amor expansivo con una dimensión social. Un grupo de psicólogos y antropólogos de las universidades de Oslo y California creó en 2017 el Kama Muta Lab y lleva desde entonces volcado en examinar esta tipología emocional. En un estudio de 2020 publicado en la revista Psychophysiology, se halló que esta clase de experiencias aumentan los niveles de piloerección y disminuyen la frecuencia cardíaca. Con su simbiosis de calma y dicha exuberante, un momento kama muta parece ser miel sobre hojuelas para el escalofrío.
Otra duda que intentan revolver los científicos se refiere a la enorme variabilidad de la vivencia. Algunas personas tienen escalofríos cada dos por tres, mientras que otras ignoran qué se siente porque nunca han tenido uno. En 2022, Giacomo Bignardi y sus colaboradores demostraron, gracias a un análisis sobre gemelos idénticos y no idénticos aparecido en Nature, que la genética determina en parte la propensión a escalofriarse cuando leemos poesía o vemos arte. Las similitudes en la respuesta fueron dos veces mayores entre los gemelos idénticos respecto a los no idénticos.
En el mismo estudio, se vio también que las mujeres se deleitan más veces con la experiencia que los hombres, aunque sin grandes diferencias. Y que, al hacernos mayores, nos conmueven con mayor frecuencia los versos o la pintura. “Si los picos emocionales [peak emotions en inglés, otra categoría en la que suele incluirse al escalofrío] reflejan algo de nosotros mismos, tiene sentido que, cuanto más hayamos vivido, más se den aquellos”, sostiene Bignardi, que investiga en la Escuela de Cognición Max Planck de Leipzig (Alemania). Paradójicamente, continúa, resulta que, en los escalofríos musicales, se detecta lo contrario: “No hay resultados concluyentes, pero parece que afloran más entre los jóvenes”.
Eerola menciona las trabas al cifrar la incidencia y, en general, al poner el microscopio sobre los pormenores del escalofrío. Una de ellas, obvia, tiene que ver con el lugar de observación. “Ojalá fuéramos capaces de estudiarlo en contextos reales, en conciertos o con la gente relajada en su casa con un par de copas de vino”. Sobre todo, continúa, porque no se trata ni mucho menos de una reacción “frecuente o automática salvo en personas muy abiertas a la experiencia”. Si lo vemos como un pariente pobre del orgasmo, un entorno de asepsia científica abonaría el terreno para los gatillazos emocionales. No digamos cuando en el experimento concurren artefactos de medición, con sus cables y ventosas.
A pesar de estas dificultades, Schoeller no desiste en su empeño de conocer mejor los intríngulis del escalofrío. Empieza a “intuir” un común denominador entre individuos fértiles para que les nazca este pico emocional: “La capacidad de absorción, de estar centrados en una tarea y sumergirse en ella”. Sus investigaciones han revelado que esta invasión eléctrica y chispeante provoca también —aunque sea unos instantes— un sentimiento de auto-trascendencia muy liberador. En otro estudio, encontró además que ayuda a “mitigar cogniciones maladaptativas” en pacientes con depresión, ya que “fomenta una ruptura emocional que pone en entredicho creencias sobre nosotros muy asentadas”. Por ejemplo, que no servimos para nada o que estamos abocados al fracaso. Con una exposición certera y prolongada a estímulos de probada eficacia (como los que almacena ChillsDB), Schoeller piensa que los beneficios podrían ser más duraderos, contribuyendo así a modificar patrones de pensamiento distorsionados. Descargas de emoción sublimada contra el auto-flagelo persistente.
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