Por qué el dicho “más suela y menos cazuela” en realidad es inútil contra la epidemia de obesidad
Los expertos reclaman que se evite culpabilizar al paciente, discuten que se pueda simplificar como una cuestión de consumo y gasto, y señalan todos los misterios científicos que todavía rodean al fenómeno
El sobrepeso se ha considerado desde hace siglos el resultado de un fallo de carácter, de la incapacidad del obeso para dominar sus impulsos, y el control del peso, una cuestión de aritmética: lo que entra por la boca menos lo que se quema. “Más suela y menos cazuela”, resume el dicho popular. Sin embargo, el trabajo científico de las últimas décadas ha demostrado que esa solución puede ser atractiva, pero no es solución. Uno de los descubrimientos más relevantes sobre la regulación del apetito, que hace que unos tengan hambre a todas horas y otros sean ascetas sin esfuerzo, fue la leptina, la conocida como hormona de la saciedad. En una entrevista en EL PAÍS, Jeffrey Friedman, el hombre que descubrió la molécula en 1994, afirmaba que las personas obesas lo están porque comen demasiado, pero recordaba la pregunta clave: “¿Por qué comen demasiado?”.
La leptina es parte del engranaje molecular que nos sugiere cuándo comer y cuándo parar, y no todos recibimos las mismas señales. “Nuestro peso está regulado por genes, de la misma manera que la estatura. Tú no le pedirías a alguien que mide 1,90 metros que midiese 1,80, porque así es como son”, ejemplificaba Friedman. En las últimas décadas, el porcentaje de personas con obesidad y sobrepeso se ha incrementado. Aunque haya quien sugiera que esta epidemia es el reflejo de una sociedad decadente repleta de individuos faltos de voluntad, los científicos que estudian el fenómeno en profundidad saben que es mentira y que las soluciones están más allá del refranero y el sentido común.
En su último número de agosto, la revista Science ha publicado un análisis de varios expertos en el que hacen planteamientos sorprendentes. Pese a grandes avances en el conocimiento de la enfermedad, como el hallazgo de la leptina, “hay poco consenso sobre las causas” de la pandemia de obesidad, escriben, y aseguran que, “aunque se suele afirmar que el creciente sedentarismo es una de las causas principales de la pandemia de obesidad, esto no está nada claro y las pruebas actuales no apoyan esta conclusión”. John Speakman, uno de los autores del artículo, afirma por correo electrónico que “los datos muestran que cuando la gente se vuelve más obesa, se vuelven menos activos, pero el coste de moverse se incrementa”. “Al final, estos dos factores se equilibran, y cuando quitas el efecto de la masa corporal de la ecuación, conforme la pandemia ha progresado, la energía consumida con la actividad física se ha incrementado ligeramente [desde los años 80]”, asegura.
No somos una cuenta bancaria. En otro artículo publicado este año, el investigador de la Universidad de Aberdeen (Reino Unido) atribuía parte del desajuste entre consumo de energía y gasto que causa la obesidad a un descenso de la tasa metabólica basal, el gasto energético en reposo, en los últimos 30 años. Incrementarlo sería una estrategia para combatir la pandemia, pero no está claro qué ha causado su descenso. Como hipótesis, plantean que una menor exposición a enfermedades infecciosas haya reducido nuestra inversión en defensas inmunitarias o que los cambios en la dieta, como la reducción en el consumo de grasas saturadas, tenga algo que ver.
“Ahora, lo vemos como una enfermedad social en la que hay una influencia entre los genes y un ambiente obesogénico con mucha variabilidad entre personas”Cristóbal Morales, hospital Virgen de la Macarena de Sevilla.
El reconocimiento de la complejidad del problema tiene una primera consecuencia, que es el cambio en el tratamiento a los pacientes. “En el enfoque antiguo de la obesidad, cuando se trataba como si fuese una cuenta corriente, con entradas y salidas, se hacía algo que no se suele hacer con otras enfermedades: se culpabilizaba al paciente”, señala Cristóbal Morales, endocrino del hospital Virgen de la Macarena de Sevilla. “Ahora, lo vemos como una enfermedad social en la que hay una influencia entre los genes y un ambiente obesogénico con mucha variabilidad entre personas”, añade. Décadas de tratamiento de la enfermedad como una cuestión de responsabilidad personal han mostrado que ese no es el camino para combatir la pandemia.
Tratamiento personalizado. Una segunda consecuencia, quizá a más largo plazo, es la aplicación de la medicina personalizada al tratamiento de la obesidad. “Ahora mismo, no hay distinción, y las personas con obesidad se agrupan todas igual y después, como en todas las enfermedades, no todos los pacientes responden igual a distintos tratamientos”, explica Rubén Nogueiras, investigador de la Universidad de Santiago de Compostela. “Con los nuevos fármacos contra la obesidad, algunos pacientes pierden hasta un 20% de peso, como con una cirugía bariátrica, otros no responden tanto y otros no responden en absoluto”, continúa Nogueiras. “El objetivo final es clasificar mejor a los pacientes para dar un tratamiento personalizado”, concluye.
Instituciones como la Clínica Mayo, en Rochester, Minnesota, (EE UU), proponen ya la separación de las personas con obesidad en cuatro tipos principales. Primero, el del “cerebro hambriento”, influida por las señales entre el cerebro y el intestino, que requiere una cantidad excesiva de calorías para alcanzar la saciedad. Segundo, el de hambre emocional, cuando la comida se emplea para afrontar emociones negativas y positivas. Tercero, el de “estómago hambriento”, cuando la saciedad no dura lo que debe. Y cuarto, el de las personas con un bajo consumo de energía en reposo.
Metabolismo, genes y ambiente. Manuel Tena-Sempere, investigador de la Universidad de Córdoba, recuerda además que los componentes que controlan el peso corporal, como la leptina, no solo están relacionados con factores que ayudan a mantener un peso equilibrado. “Se pensaba que algunas hormonas como la leptina aumentaban de forma casi automática con la ingesta, pero se ha visto que sus niveles están relacionados con aspectos como el placer que da comer y eso hace que no todos los individuos tengan las mismas pautas de alimentación. Estos componentes hacen que algunas personas tiendan a comer de una forma más compulsiva”, indica.
Los autores del artículo de Science advierten de otro tipo de simplificación aritmética en la que se puede caer al aplicar el conocimiento sobre la obesidad. Es posible que las diferentes formas de gasto de energía [la actividad física, el gasto en reposo y la termorregulación, con el papel clave de la grasa parda] pueden no estar relacionadas entre ellas, de forma que se puedan sumar y restar como si los cambios en cada una de ellas fuese independiente de las demás. “Elevar un aspecto del gasto puede causar descensos compensatorios en otros componentes o cambios en la ingesta”, señalan.
“No se debe confundir la obesidad como enfermedad con el gusto social por estar delgados”Guadalupe Sabio, Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares del Instituto Carlos III
En esta enfermedad, fruto de la interacción entre los genes y el ambiente, siguen sin entenderse bien algunos hechos, como la capacidad de la comida ultraprocesada para hacer que consumamos más energía. Algunas combinaciones de nutrientes que no existen en la naturaleza y reprograman regiones del cerebro que regulan la motivación y la recompensa hacen que se consuman en exceso, pero los mecanismos que hay detrás no están claros. Tampoco se sabe qué influencia tienen los edulcorantes en en el aumento de peso y las enfermedades asociadas a la obesidad. “Tienen efectos sobre el metabolismo de la glucosa. Empeora mucho la sensibilidad a la insulina, y favorece la resistencia a la insulina y la aparición de diabetes tipo dos”, cuenta Nogueiras.
Compuestos químicos industriales. Otros elementos sospechosos de influir en la pandemia de obesidad son los disruptores endocrinos, un gran número de compuestos químicos como el bisfenol A o las PFAS, que se emplean en envases de plástico, cubiertas de latas de conserva e infinidad de productos más. Estas sustancias “alteran la función hormonal y gran parte del peso corporal se regula por las hormonas”, explica Nogueiras. “Algunos disruptores endocrinos afectan también a enfermedades asociadas a la obesidad como el hígado graso o la diabetes. Es un campo con margen para aprender, pero los resultados que están apareciendo van en la misma dirección”, añade. Guadalupe Sabio, investigadora del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares del Instituto Carlos III de Madrid, coincide: “Los trastornos hormonales son muy importantes, se ve en las mujeres durante la menopausia, que cambia dónde se acumula la grasa o si la grasa va a estar inflamada”.
Comprender mejor cuál es el papel de algunos productos industriales en la pandemia darían argumentos para que la administración regule su uso, como sucede con los alimentos ultraprocesados. Además de aprovechar la eficacia de la cirugía bariátrica o los nuevos medicamentos para la obesidad, los exitosos agonistas de GLP-1, las políticas públicas serán necesarias para controlar un problema social. Para empezar, Sabio incide en la importancia de “tratar la obesidad como una enfermedad y no culpabilizar al paciente”, aunque puntualiza que “no se debe confundir la obesidad como enfermedad con el gusto social por estar delgados”. Por ahora, el Estado no considera la obesidad una enfermedad, y no financia los agonistas de GLP-1 para tratarla.
El artículo de Speakman y sus colegas trata la parte social de la enfermedad y señala algunos de los misterios que la rodean. En los países más ricos, los pobres tienen más probabilidades de ser obesos que los ricos, pero en los pobres sucede lo contrario. El estrés y el estigma asociado a estar gordo puede favorecer el desarrollo de la obesidad. En este sentido, la obesidad tiene un importante factor hereditario, por la genética, pero también por las condiciones sociales. Tena apunta a factores como el sexo: “Históricamente los estudios de metabolismo se han hecho en el sexo masculino y vemos que los factores hormonales son clave para la predeterminación a la obesidad”. Y cree que es importante adelantarse a “riesgos tempranos que se heredan de la madre, el padre o el abuelo del individuo y que se podrían reducir actuando de manera preventiva”. Speakman señala que estudios en ratones “muestran que la obesidad maternal y su dieta influyen en la susceptibilidad de las crías a la obesidad, posiblemente a través de mecanismos epigenéticos, pero si esto aplica a humanos es incierto”.
Pese al gran número de incertidumbres en torno a la gran pandemia de la era industrial, los expertos coinciden en los grandes avances de los últimos tiempos, que abren la puerta a fármacos eficaces y ayudan a superar enfoques simplistas y poco útiles. La responsabilidad individual seguirá siendo relevante, como lo es en el tratamiento de cualquier dolencia crónica, pero no puede ser el punto central. Según datos de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad, alrededor del 80% de los intentos de dieta fracasan y las cifras pueden ser peores si el seguimiento se realiza a muy largo plazo. En lugar de pensar que la culpa es de las personas que no aplican las soluciones que les ofrecen, quizá sea el momento de plantearse si estamos entendiendo el problema.
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