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Del espeto de sardinas al táper de ensalada en el trabajo: cómo gestionar la vuelta a la rutina

Asumir los estrictos horarios laborales tras las vacaciones puede ser duro. Pero los expertos advierten: no se trata de romper los hábitos, sino de incluir actividades que nos hagan sentir bien

Felipe Menguiano, profesor de 35 años, en su primer día de vuelta al trabajo
Felipe Menguiano, profesor de 35 años, en su primer día de vuelta al trabajoINMA FLORES
Enrique Alpañés

A Felipe Menguiano la vuelta a la rutina le da “un poquito de ansiedad”. Este profesor de lengua, de 35 años, ha pasado las últimas semanas en su casa de Huelva, siendo feliz. Su rutina era anárquica y deslavazada, siempre lista para romperse. No tenía despertador, así que se levantaba cuando quería. A veces iba a la playa, otras se quedaba en casa vagueando. Improvisaba comidas con amigos en bares y chiringuitos. “Que si tapas, pescaíto frito, choco...”. Pero eso se acabó.

Menguiano está de vuelta en Madrid, donde trabaja. Contesta a EL PAÍS por audios de WhatsApp desde el gimnasio, al que ha vuelto después de un tiempo. Ya se ha programado el despertador para el primer día de trabajo, a las 7:30. Comerá algo en la cantina del colegio: pocos carbohidratos, nada de fritos. Hará deporte tres días a la semana; saldrá con amigos los viernes; la compra, los sábados; el domingo al cine o a alguna exposición… “En función de mi horario de trabajo, intento encajar el resto de actividades en las pocas horas libres que me quedan”, resume. Esta perspectiva le da algo de angustia, pero no es grave. Le sucede todos los años al volver al trabajo y a las pocas semanas se le pasa. Entonces deja de preguntarse: “¿por qué mi vida no puede ser más como es en vacaciones?”

Vivimos tan inmersos en la rutina que apenas somos conscientes de su existencia: estamos demasiado ocupados cumpliéndola como para reparar en ella. Pero una vez al año, por estas fechas, se rompe el encantamiento. Nos alejamos de nuestra vida durante un mes (o una semana) y al retomarla, empezamos a intuir los límites rígidos que la oprimen. Pasamos del hedonismo absoluto a la locura de la productividad capitalista. De cerrar la jornada con un atardecer y un mojito, a hacerlo con horas extras, metro, gimnasio y a preparar el tupper de mañana. Incluso la paga extra y la misma palabra “veranear” (que no tiene equivalente en otros idiomas) subrayan la idea de que hemos acotado el ocio, relegándolo a una época concreta del año. Romper la rutina, una vez volvemos a ella, parece una quimera.

“No se trata tanto de romperla como de incluir en ella elementos que nos hagan sentir bien e ir mejorándola poco a poco”, explica María Palau, psicóloga especialista en gestión emocional. La rutina en sí no es el problema, sino lo que incluimos en ella. “Si tuviésemos dinero y tiempo para estar siempre de vacaciones, crearíamos igualmente una rutina, solo que sería diferente”, señala. Dar un paseo por la playa, ir al gimnasio, al spa, leer, ir de compras, salir a cenar... Puede que los actos enumerados suenen excepcionales, pero si se repiten diariamente, compondrán una envidiable rutina.

66 días de rutina

Repetir hábitos es bueno para la salud. Un estudio de la Universidad de Houston (EE UU) concluyó que “las personas que gozan de buena salud adoptan comportamientos muy rutinarios”. Así, quienes mantienen su peso ideal “suelen comer siempre lo mismo, hacen ejercicio de forma constante y no se saltan ninguna comida”. Este estudio fijó en 66 días el tiempo medio necesario para establecer una nueva rutina. Así que, según la ciencia, en un par de meses la mayoría de trabajadores volverán a estar inmersos en los horarios del día a día y habrán olvidado la tranquilidad anárquica de las vacaciones.

“Si tuviésemos dinero y tiempo para estar siempre de vacaciones, crearíamos igualmente una rutina, solo que sería diferente”
María Palau, psicóloga

Esto también tendría efectos positivos a nivel psicológico. En los adultos, la falta de rutinas durante un tiempo prolongado tiene un alto coste mental. Por eso, los jubilados y los parados tienen menos riesgo de sufrir ansiedad, estrés o depresión si se fijan pautas y obligaciones. “Las rutinas nos dan estabilidad y disminuyen el estrés y la ansiedad”, señala Palau. Al establecer una rutina, nuestro cerebro sabe qué esperar, lo que se traduce en menos incertidumbre. “Poder predecir qué es lo que viene a continuación nos da sensación de control”, añade la experta. “Y nos permite ser productivos y sacar adelante las tareas que no nos resultan tan agradables”. Esta relación entre la rutina y la productividad, aunque tenga efectos positivos, puede llevar a normalizar comportamientos perversos.

En su libro Productividad extrema: aumente sus resultados, reduzca sus horas, el profesor del MIT Bob Pozen explica: “Realmente no me importa lo que desayuno y no quiero perder mucho tiempo pensando: ‘¿panqueques o tortilla?’. Así que tomo lo mismo todas las mañanas. Si las cosas no son importantes, puedes estandarizarlas, convertirlas en una rutina. Esa es una buena estrategia para ser más productivo”. Es la misma idea que se esconde detrás del repetitivo atuendo de Steve Jobs. “Es un uniforme. Decidí que tenía muchas decisiones que tomar cada día, así que quería simplificar mi vida”, explicó el antiguo CEO de Apple en su biografía. Esta mentalidad, tan propia de Silicon Valley, entiende a las personas como máquinas y habla de automatizar procesos sin tener en cuenta que no estamos hablando de una cadena de montaje, sino de la vida. Convertir los pequeños placeres en actos rutinarios, automáticos, mecánicos es algo que muchos aconsejan en pos de la productividad.

Productivo, no divertido

Es de ahí de donde nacen las rutinas de los supermadrugadores, aquellas que libros como El club de las cinco de la mañana han popularizado en todo el mundo. Exportan la idea de productividad capitalista al ocio, fijados en la quimera de la autorrealización. Al final no se trata tanto de buscar tiempo para uno mismo, sino de levantarse de madrugada para hacer las cosas que tu trabajo y el tiempo que inviertes en llegar hasta él no te dejan hacer. Esta obsesión con la productividad también ha llegado al mundo del deporte y el cuidado personal. Se ha despojado del juego a la actividad física y se ha reducido a tablas de ejercicios (rutinas, según la jerga deportiva) para conseguir mejores resultados, cuerpos más normativos. Así, los gimnasios se convierten en lugares eficientes y asépticos donde no hay cabida para la diversión o el juego en equipo. Los deportistas doblan rodillas, flexionan brazos y saltan de forma repetitiva y machacona, mientras escuchan música o ven alguna serie por el móvil.

En su ensayo Falso Espejo, la periodista Jia Tolentino dedica un par de páginas a hablar sobre la sociología del táper de ensalada, ese que venden en muchas cadenas de comida rápida en las zonas de oficinas. Es el resumen perfecto de la rutina laboral: un plato rápido, sano e insípido que puede comerse con una sola mano mientras tienes la vista fija en la pantalla del ordenador. La antítesis del espeto de sardinas, o del pescaíto frito que comía Menguiano en sus vacaciones. “El consumidor de ensaladas preparadas es un ejemplo de pura eficiencia”, escribe la autora. “Tiene que comer una ensalada de 12 dólares en diez minutos porque necesita el tiempo que le sobre para seguir activo en un trabajo que le permite, en primer lugar, tener como rutina pagar una ensalada de 12 dólares”. Es la ensalada que se muerde la cola.

Pero, ¿existe un término medio entre estos dos extremos? ¿Entre la ausencia total de rutinas y vivir sometido a la tiranía de la vida eficiente? ¿Algo así como un pescaíto con ensalada mixta? Hace años, partiendo de esta idea, se acuñó el neologismo trabacaciones como una forma de fusionar las vacaciones y el trabajo, una promesa de una vida mejor.

“Combina lo peor de ambos mundos”, resume tajante por email la socióloga Tracy Brower, autora del libro Dele vida al trabajo dándole vida al trabajo. “Si intentas trabajar durante las vacaciones, no podrás pasar tiempo con la familia o los amigos y no vas a desconectar. Y tu trabajo también puede resentirse”, señala. Además, en estos casos, siempre es lo laboral lo que acaba colonizando el tiempo de ocio y no al revés, así que la experta apuesta por una separación total. “A veces puede ser mejor tomarse unas vacaciones y alejarse por completo, y cuando estés en el trabajo, dedicar allí tu tiempo y atención”, resume.

Brower también defiende los beneficios de una vida rutinaria. “La gente puede pensar que limita, pero en realidad puede potenciar tus virtudes. Cuando haces muchas veces lo mismo de la misma manera, ganas en eficiencia y productividad”, reflexiona. Pero uno no siempre quiere ser eficiente y productivo. A veces solo quiere ser feliz, vivir tranquilo. Por eso, las rutinas mutan según el contexto. Pueden ser veneno y antídoto, problema y solución. Condenan relaciones amorosas, pero sobre ellas se construyen brillantes carreras laborales. Las rutinas estructuran nuestra vida, pero también la encorsetan. Una vida rutinaria es aburrida, tan previsible que parece transcurrir sobre raíles. Desconectar de ella puede ser beneficioso, descarrilar suele acabar en accidente. Aunque los accidentes suelen ser los hechos más reseñables de una vida, aquellos sobre los que pivotan las biografías.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar

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