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Placeres de verano | Gente encerrada en una puesta de sol

Me gusta la luz del estío, la luz de las noches que nunca empiezan o empiezan tan pronto que aún es de día

Dos jóvenes observan la puesta de sol que culmina a las once de la noche desde Punta Cabalo, en A Illa de Arousa, donde se produce uno de los ocasos más tardíos en la Europa continental.
Dos jóvenes observan la puesta de sol que culmina a las once de la noche desde Punta Cabalo, en A Illa de Arousa, donde se produce uno de los ocasos más tardíos en la Europa continental.ÓSCAR CORRAL
Manuel Jabois

Cuando teníamos 14 años y estábamos en la playa a las 10 de la noche, y era aún de día, y empezaba la hora terrorífica del beso, verdad o atrevimiento, se acercó un día un hombre del verano, uno de esos hombres bronceados y maduros cargados con una silla y una sonrisa, señor de pelo pobre, y nos dijo amablemente: “Hay que darles gracias a los nazis”.

Nos quedamos petrificados no porque tuviésemos clarísimo quiénes eran los nazis, más o menos sabíamos de qué iban, sino porque nada había en aquella postal magnífica de finales de junio que a nuestro parecer evocase al nacionalsocialismo. Interrogamos con la mirada al hombre del verano, como él pretendía. Y nos dijo, con las típicas maneras de imbécil que cree que la vida es un concurso de la tele, que si disfrutábamos de este huso horario que en Galicia era más acentuado, un huso horario que permitía días tan largos y noches tan cortas, era gracias a Hitler. Insistimos, entonces. Y nos soltó su lección (casi todos estos señores que se acercan a muchachos adolescentes tienen un motivo avieso que a veces es peor que el sexual: vienen a dárselas de listos): resulta que Franco había cambiado la hora en su momento para contentar a Hitler y, cuando acabó la II Guerra Mundial, media Europa volvió a Greenwich menos la dictadura, que volvió a la suyo. Así que allí estábamos nosotros en traje de baño en medio de una clase de Sociales, flipando con el señor y flipando con Hitler, sin saber qué decir. Supongo que le dimos las gracias, claro. Luego alguien de la pandilla, creo que Coto, sugirió que quizá el hombre era nazi, o simpatizaba con ellos, ya que no solo parecía estar agradecido por las noches blancas, sino que nos animaba a agradecer al Fürher el regalo. Se montó un pequeño debate en el grupo sobre si era peor ser un nazi o un enterado.

Aquello no enturbió mi placer de verano: los atardeceres hasta las 11 de la noche, la luz que se acaba por extinguir del todo cerca de la medianoche. Son tardes de cuento, noches que se resisten a empezar. En algún momento los españoles nos preguntamos qué hacer para cenar de día, como gente civilizada, y se nos ocurrió mover el día.

Pero más allá de la cena, sin duda el placer más divertido e intenso es el de la playa. La playa es todo un ecosistema en el que merece la pena detenerse. Los ídolos, los playeros veteranos a los que se les nota el callo y el carisma, son los que ven la etapa del Tour, echan luego la siesta (nunca durante la etapa, eso ya pasó de moda) y, finalmente, entre las siete y las siete y media de la tarde, bajan al mar con toda la pachorra. “La noche es nuestra”, dicen. Y lo es mientras están en la playa aprovechando los mejores rayos de sol, que son los rayos de sol que tardan en despedirse; los rayos en bajada, esos que matizan y suavizan el moreno, no como los rayos que convirtieron en berenjena al filonazi de los husos horarios.

Tengo tres sueños recurrentes, dos de ellos a causa de un trauma. El primero es que estoy en un examen para el que no he estudiado y el segundo es que estoy en un partido de tenis, pero se me olvidó correr, o pegarle a la bola, o simplemente no sé qué hago en la pista. En mi particular psicoanálisis, los dos sueños se deben a que yo dejé de estudiar y de jugar al tenis, después de muchas horas haciendo lo uno y lo otro, de un día para otro; de forma abrupta y para siempre (los estudios en sexto de EGB y el tenis a los tres días de tener mi primera raqueta —¿se imaginan?—).

Pero el tercer sueño es el que me preocupa: sueño que es de día, estoy por la calle, miro el reloj y veo que son las dos o las tres de la mañana; lo sueño mucho, constantemente, y no he tenido un reloj en mi vida. Ahí no hay un trauma, sino un placer y muy grande: el momento del día en que dices “hoy ya no se acaba nunca” y todo, desde las calles hasta la gente, tiene el color de las cosas que por un instante van a durar para siempre. Me gusta la luz del verano, la luz de las noches que nunca empiezan o empiezan tan pronto que aún es de día. Y me gusta la gente que a esa hora parece gente atrapada en un ocaso, la puesta infinita del sol, el momento en que el mar tarda tanto en digerir al sol que parece que lo puede vomitar en cualquier momento, y vuelva a empezar el día otra vez, atajando.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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