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Salud mental en prisión: “Alguien con un trastorno psiquiátrico no encaja y se atasca el problema”

El riesgo de suicidio en prisión es ocho veces más elevado que en la calle. El sistema penitenciario, más reeducativo que terapéutico, no siempre responde a las necesidades de los presos enfermos y, tanto la reinserción como la recuperación, se enquistan

Salud mental presos
Luis (nombre ficticio), en el patio de la Unidad Hospitalaria Psiquiátrica de la cárcel Brians I de Barcelona, donde recibe tratamientoKike Rincón (Kike Rincon)
Jessica Mouzo

En prisión, “las voces” campaban a sus anchas en la mente de David Balsa. Y, como en la calle, ni siquiera era consciente de ellas. “Pensaba que era mi pensamiento”, explica el hombre, de 43 años y diagnosticado en 2014 de un trastorno de personalidad y esquizofrenia paranoide. Desde 1997 ha pasado temporadas en prisión por robos, la última vez, en 2018. Entre rejas, lidiaba con la enfermedad a golpe de ansiolíticos y consumo de drogas. Sin red ni apoyo, solo pastillas y cocaína. Hasta que entró en el Programa de Atención Integral al Enfermo Mental (PAIEM) que hay en las prisiones españolas, con el que caminó hasta después de salir de prisión, en 2020. El estigma, eso sí, acompañaba siempre: “A los del PAIEM se nos miraba de otra manera. Como teníamos una paga, al hacer la compra en la prisión, alguna gente se aprovechaba de nosotros”. Sobrevivir siempre fue un reto, dentro y fuera.

Entre cuatro paredes, privado de libertad, los problemas de salud mental se hace más grandes. Llaman a la puerta de casi todas las celdas. Un estudio neozelandés cifra la prevalencia de alguna patología mental en cerca del 90% de la población encarcelada. La ansiedad, el consumo de drogas, la depresión, los trastornos de personalidad y las tentativas de suicidio son algunos de los cuadros comunes. Uno de cada siete reclusos, según otra revisión internacional publicada en The British Journal of Psychiatric, tiene depresión o psicosis. Las cifras bailan según la metodología y el abordaje de los estudios realizados, pero el patrón es consistente: la mala salud mental se extiende en las prisiones. La literatura científica ha calculado que, en la cárcel, el riesgo de desarrollar un trastorno de salud mental puede ser hasta 16 veces mayor que en la calle. En España, por ejemplo, el riesgo de suicidio es ocho veces más alto. EL PAÍS ha visitado la prisión de Brians I, en Barcelona, que dispone de una unidad de hospitalización psiquiátrica penitenciaria de referencia para tratar a los reclusos con problemas de salud mental.

No hay mucho lugar en prisión para la buena salud mental. La cárcel es, per se, “iatrogénica”, explican los expertos. Es decir, hostil y provoca efectos adversos indeseados: el choque emocional de entrar —con el aislamiento social, la reclusión obligada y la frustración que lo acompaña— favorece el debut de trastornos mentales o la exacerbación de los cuadros ya existentes. Todo juega en contra, explica Alfredo Calcedo, miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría Legal: “En un centro penitenciario hay unas normas regimentales que regulan la vida en prisión. Cuando hay alguien con un trastorno mental, no encaja porque la prisión es un sistema reeducativo, no de tratamiento de la salud mental. Y cuando uno no encaja, la respuesta es disciplinaria, no terapéutica. Y se atasca el problema”.

Cada recluso tiene su historia y su bagaje personal de salud mental: unos vienen con el diagnóstico de la calle, otros se encuentran con él en prisión. Los hay con ansiedad, consumo de drogas, depresión o todo a la vez. También esquizofrenia, psicosis, trastornos bipolares o de personalidad. La enfermedad puede haber influido de manera directa en el delito —algunos, de hecho, son inimputables porque no eran conscientes de sus actos al cometer el delito—, ser un propiciador o no tener nada que ver.

En cualquier caso, no se delinque más por tener un trastorno de salud mental, explican los expertos. Ni los síntomas de la enfermedad conducen a un comportamiento delictivo: un estudio publicado en la revista Law and Human Behavior revelaba, tras analizar 429 delitos en personas con trastornos mentales graves, que solo el 4% se relacionaba directamente con la psicosis, el 3% estaba asociado con la depresión y el 10%, con el trastorno bipolar.

David Balsa, de espaldas. El hombre sufre una enfermedad mental y estuvo en prisión.
David Balsa, de espaldas. El hombre sufre una enfermedad mental y estuvo en prisión.Álvaro García

A veces, todo forma parte de una especie de pescadilla que se muerde la cola: los determinantes sociales influyen en la salud y, a una predisposición genética, se suma una vulnerabilidad socioeconómica que eleva el riesgo de mala salud mental. Esa misma fragilidad social puede llevar a delinquir y terminar en prisión, donde debutan o se descontrola un trastorno mental más o menos latente. Pero la violencia, explica el psiquiatra Álvaro Muro, “no es un tema psiquiátrico”: “A la gente le gusta pensar que esa persona que comete un delito tiene un problema de salud mental para justificar que no es como yo. Es mejor asumir que está loco porque, si admito que existen las personas malas, yo también puedo ser malo”, reflexiona.

Sean cuales sean sus circunstancias, todos los presos con problemas de salud mental requieren ayuda. Una ayuda, sostienen los expertos, que la prisión no siempre puede dar. Lo ejemplifica Javier Pallarés, director de Servicios del Ámbito Penitenciario de la Fundación Manantial, que trabaja con presos con trastornos mentales para mantener el vínculo con el exterior: “Igual que a una persona no le puedes hacer un doble bypass o un trasplante en un centro penitenciario, tampoco se puede tratar una psicosis en la cárcel”.

Medicación excesiva

En las prisiones, lamenta Calcedo, todo se reduce a la medicación: “La prescripción de psicofármacos es descomunal. El servicio de psiquiatría más grande de Madrid no es el Marañón o La Paz; es Soto del Real”. Y la mala salud mental no se remedia solo con pastillas, agrega Pallarés: “Faltan otros medios que no son reproducibles en prisión. Faltan recursos comunitarios porque los determinantes sociales son clave”. La conexión con el psiquiatra de siempre —cuando entran en prisión, pierden el contacto con sus médicos habituales y pasan a ser visitados por los equipos de sanidad penitenciaria, explica el experto— o rearmar el vínculo con el Sistema Nacional de Salud cuando salen es clave para su recuperación e inserción. También encontrar un trabajo y un techo.

David Balsa explica que el PAIEM lo acompañó cuando salió de prisión, en mayo de 2020. Tan pronto pisó la calle, una profesional de Manantial lo dirigió a los servicios de salud mental de la Fundación Jiménez Díaz, para hacerle una valoración. En plena pandemia, sin vivienda ni familia, lo trasladaron a un albergue en Vallecas. Balsa fue tejiendo esa red imprescindible de ayuda, rehaciendo lazos y vínculos afectivos: “Después de 30 años sin hablar con mi madre, volví a entablar relación. Lo más importante en prisión es que te acompañen, el PAIEM o tu familia, antes de salir a la calle y que tengas su apoyo”. Ahora vive con su tía y ha encontrado trabajo como operario en una multinacional.

En España hay más de 55.600 reclusos. Casi el 30% de los internos, según la Encuesta sobre salud y consumo de drogas en internados en instituciones penitenciarias del Ministerio del Interior, han sido diagnosticados alguna vez de un trastorno mental y el 28% está actualmente en tratamiento psiquiátrico. Uno de cada cinco ha intentado quitarse la vida estando en prisión o en la calle.

El abordaje de los reclusos con problemas de salud mental en España es, en palabras de Calcedo, “lamentable”: “Tenemos un sistema heredado de la época de Franco”. A excepción de Cataluña —”a años luz del resto de España en esto”, según el especialista— , el País Vasco y Navarra, las competencias en materia de sanidad penitenciaria no están transferidas —aunque hay una ley de 2003 que lo obliga— y todo está en manos del Ministerio de Interior: para responder a la demanda sanitaria en salud mental cuenta con dos grandes hospitales psiquiátricos en Sevilla y Alicante y el programa PAIEM, de atención individualizada a los reclusos con trastornos mentales. Pero estos recursos son, a juicio de los expertos consultados, insuficientes.


En España hay más de 55.600 reclusos: casi el 30% de los internos han sido diagnosticados alguna vez de un trastorno mental y el 28% está actualmente en tratamiento psiquiátrico

Nadia Arias, subdirectora de Tratamiento de la cárcel de Teixeiro, en A Coruña, sostiene que las grandes carencias están en la falta de alternativas habitacionales y de apoyo de cara a la salida. “Tenemos un paciente con esquizofrenia que ha mejorado la adherencia al tratamiento y a nivel conductual y afectivo, pero llega la excarcelación y no tenemos nada. A veces, tiramos de la pastoral penitenciaria, que nos ofrece una acogida, pero no tenemos nada”, lamenta. De puertas adentro, hay todo un protocolo asistencial, asegura, para ingresar en el módulo de enfermería a los reclusos en una situación más inestable o con un problema agudo en su patología, y allí se les hace una valoración médica, el ajuste de la medicación y el seguimiento. Se quedan un tiempo variable, dependiendo de cada uno, aunque hay algunos que están de forma permanente: “Hay algunos crónicos. Tenemos una paciente que no tiene contacto con la realidad, no responde a la medicación y no está capacitada para vivir fuera de la enfermería”, ejemplifica Arias. Los que entran en prisión con un diagnóstico y conciencia de la enfermedad, pueden ingresar en el módulo PAIEM, donde el régimen de vida es más flexible, explica.

Todas las áreas de Teixeiro tienen psicólogo, un trabajador social y una ONG de apoyo. El centro cuenta, además, con cinco médicos y si un recluso necesita ser derivado a psiquiatría, se vehícula a través de la sanidad pública, aunque las listas de espera atascan la asistencia, admite Arias: “A veces necesitamos atención preferente y como nos vemos con este vacío por las listas de espera, hemos decidido contratar un psiquiatra”. Pero no es fácil encontrar profesionales para cubrir esas plazas. Y mantener el vínculo con los profesionales de la calle tras entrar en prisión, coincide Arias, es complicado: “Lo que debería ocurrir es que la sanidad penitenciaria se integre en el Sistema Nacional de Salud”, reclama.

Olvidar el delito

En la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica Penitenciaria de Cataluña, ubicada en la prisión de Brians I, en Barcelona, hay un tablón de deseos a las puertas del taller de carpintería y manualidades. “Que brille el sol cada día, aunque sea detrás de las nubes”, reza un papelillo; “No estamos solos. Coraje y a vivir”, apunta otro. Son los deseos de los presos ingresados en esa unidad, que presta asistencia psiquiátrica a todas las prisiones catalanas. Allí, a pesar de los muros con concertinas que miran a la calle, hay habitaciones, no celdas; y son pacientes, no reclusos. El abordaje terapéutico trasciende a la prisión, explica la psicóloga de la unidad, Gemma Escuder: “La diferencia entre un paciente de la comunidad y uno en prisión es que este no está aquí voluntariamente. Tenemos que generar un vínculo con ellos que sobrepase esta situación y nos alejamos del elemento delincuencial. Nos olvidamos del delito”. La unidad, formada por profesionales del Parc Sanitari Sant Joan de Déu, es el espejo al que mirar, admiten los expertos consultados, para tratar la salud mental en prisión.

Los dormitorios tienen portalones azulados con grandes cerraduras y, al fondo del pasillo, tras una pared enrejada, está el control de enfermería. El salón, lleno de mesas y butacas, da a un patio abierto donde charlan animadamente varios grupos de reclusos. Algunos se acercan a Eva Infantes, la enfermera responsable del Servicio de Atención Ambulatoria, para hablar con ella; otros juegan al ajedrez o pasean por la sombra. En la unidad, dirigida por Muro, tienen camas de hospitalización para los casos más graves, plazas de rehabilitación intensiva cuando pasan el cuadro agudo y un programa de seguimiento a los reclusos cuando pasan a los módulos ordinarios con el resto de presos. “Este es un medio hostil y el paciente se tiene que adaptar. La relación con ellos es más intensa porque hay más tiempo y dependen más de ti”, explica la enfermera.

Escuder distingue varios perfiles de pacientes. Primero, los que ingresan después de cometer un delito y que nunca han sido diagnosticados: “Es muy impactante. Esa persona lo vive como una agresión. No se puede confrontar la situación vinculada al delito: las víctimas son el paciente, el que recibió el ataque y la familia”, explica. Otra realidad es la de las personas diagnosticadas que, en brote de su enfermedad, comenten un delito: “Aquí hay que responsabilizar de que el descuido de su salud mental ha producido un suceso grave”, sostiene la psicóloga. Y la tercera situación es la de los internos con crisis, debuts de sintomatología psicótica o ideaciones suicidas: “Estos entienden la intervención como un abordaje de mejora, están poco tiempo en la unidad y vuelven a su módulo”. La atención ambulatoria, agrega Infantes, “proporciona continuidad en el tratamiento” cuando vuelven a las celdas ordinarias.

En cualquiera de los escenarios, el equipo terapéutico se encarga de atender su problema de salud mental, adaptarlos a ese medio y prepararlos, si es el caso, para la salida al exterior, tejiendo vínculos sanitarios y sociales con la calle. La reinserción y la rehabilitació es clave para mejorar la calidad de vida y trabajar los factores de riesgo de reincidencia, apunta la consejera catalana de Justicia, Lourdes Ciuró: “Tienen derecho a los mismos servicios y atención que las personas que están fuera. Este es el enfoque con el que trabajamos con el Departamento de Salud para reducir los casos de suicidio, las autolesiones y hacer un seguimiento más extenso”.

Luis (nombre ficticio) mira al patio desde el taller de informática de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Brians I, donde recibe tratamiento.
Luis (nombre ficticio) mira al patio desde el taller de informática de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Brians I, donde recibe tratamiento.Kike Rincón (Kike Rincon)

La diferencia con otras prisiones, explica Infantes, es que se ha dado el paso “de un modelo más represivo a un modelo comunitario”. Los sanitarios, dependientes del Departamento de Salud, se guían por criterios estrictamente clínicos, “independientemente de las demandas regimentales”, añade Escuder. Aunque también han aprendido de los funcionarios de Justicia las particularidades de este medio, matiza Muro: “En temas de seguridad, por ejemplo, porque no podemos entrar móviles o botellas de cristal. También asumimos la noción de que todos los pacientes están en régimen penal y yo no puedo mandar a casa a uno estabilizado sin pedirlo antes al juez”.

El buen entendimiento con los funcionarios de prisiones es clave, dicen, porque son también sus ojos, los observadores que pueden detectar conductas extrañas, descompensaciones o alertas de riesgo de suicidio, por ejemplo. La concienciación también ayuda a evitar descriminación o malos entendidos, como, por ejemplo, sanciones a un recluso si se queda dormido porque está tomando una medicación que produce sueño.

Luis (nombre ficticio) tiene 38 años y lleva más de dos en prisión por un delito grave que prefiere no revelar. Fue durante un brote de su enfermedad, una esquizofrenia diagnosticada fuera de prisión. Los primeros días se hicieron difíciles: “Es violento. Ves rejas y mucho cemento. Estuve una semana encerrado en la habitación”, relata. Poco a poco, explica, se fue “abriendo a los psiquiatras” y encontraron una medicación que “da en el clavo”: “Me siento cuidado. Yo aquí asumí más cosas de la enfermedad por el delito que cometí. Fuera no acababa de entenderla”.

Lo más difícil de la prisión, dice, “son las restricciones propias del centro: la limitación de espacio y de llamadas a la familia”. “Estando en un medio penitenciario, no se puede pedir más de lo que hay, pero veo mucha distancia con el entorno familiar: las llamadas son muy cortas y eso es agresivo”. Luis pide poco: más llamadas a la familia, un trabajo para cuando salga y, a poder ser, “una máquina de chocolatinas”, para alegrar un poco los días —y las comidas—.

Lucha contra el estigma

Como en la calle, cada día se lucha contra el estigma dentro y fuera de prisión. “Hay muchos internos que no están identificados [con problemas de salud mental] y están excluidos de todas las actividades porque son raros, pero esas conductas raras no son opciones personales, sino producto de la enfermedad. El estigma se reproduce en prisión y se convierte en aislamiento, como en la comunidad”, lamenta Pallarés.

Pesa sobre ellos una especie de doble condena: paciente y delincuente. Dos sustantivos que los definen siempre, aunque ellos y los sanitarios y entidades que los acompañan en su reinserción y recuperación intentan minimizar. No son solo eso. Son más. “Son seres humanos”, tercia Infantes.

En Teixeiro, asegura Arias, la mejor forma de combatir el estigma es “con la convivencia”. En el PAIEM, explica, la mitad son usuarios y la otra mitad, internos de apoyo a los que se les da formación para sensibilizar: “A veces, nos ayudan a prevenir abusos con la población reclusa. Esa observación permanente es muy poderosa”.

Los expertos urgen más recursos para la atención a la salud mental en prisión. En un informe del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura, los observadores internacionales alertaron de la falta de psiquiatras y profesionales sanitarios en las prisiones y pidieron trasladar las competencias en materia sanitaria de las prisiones al Sistema Nacional de Salud. Instituciones Penitenciarias, por su parte, expuso sus dificultades para cubrir las plazas vacantes, así como para transferir las competencias a las comunidades —según su relato, Cantabria, por ejemplo, alegó que no estaba “interesada” en asumir competencias.

Calcedo es tajante en el diagnóstico de la situación actual: “El principal problema en salud mental en prisiones es político. Es una dinámica perversa: ¿a quién le importan los presos a nivel electoral?”.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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