En la antesala de la adicción: nuestra sociedad no superaría un test de dopaje
Miedos e insatisfacciones, personales y colectivas, parecen estar detrás de los problemas de una sociedad que presenta cada vez mayor dificultad para aliviar su malestar
David empezó a trabajar con dieciséis años en un bar. Su jornada consistía en estar doce horas de pie con un día libre a la semana. Estaba entusiasmado porque, por fin, iba a ingresar algo de dinero con el que darle un respiro a la economía familiar. Pero el entusiasmo no tardó en dar paso al cansancio: “Estaba agotado y tenía los pies ensangrentados de tantas horas con los zapatos puestos”, escribe en su libro recién autopublicado. “Entonces mi compañero me dijo que tenía algo para el cansancio”. A David, su compañero y su jefe le dijeron que ese polvo blanco era un tipo de vitaminas. Esnifó las tres rayas que le pusieron y el agotamiento se esfumó. Así empezó su carrera como drogadicto.
La mía fue a los doce años a causa de un miedo mal curado. “En el consumo de drogas pasa como en todas las enfermedades”, dice Lucía Hipólito, investigadora en Neurofarmacología de la adicción. “Puede ser muy leve, leve, moderada, moderada tirando a grave, grave y ultragrave. La adicción es el punto más grave”. Y yo estaba realmente grave. Tanto que, cuando llegué a mi primer grupo de terapia, necesité quince días para poder sentarme erguido. En ese momento, pensaba que los drogadictos no sabíamos afrontar las dificultades de la vida sin doparnos, y que disimulábamos nuestros miedos a base de mentiras, prepotencia y, a veces, violencia. Creí que yo mismo no podría gestionar mi propia vida si seguía sintiendo tanto dolor.
Nunca se me ocurrió pensar que también los que no son adictos quieren colocarse, dejar de sentir ansiedad, culpa o tristeza. Con el tiempo descubrí que el perfil del consumidor problemático, ese que a la larga puede desarrollar una adicción, era mucho más común de lo que yo pensaba. Hoy, por ejemplo, el bebedor de riesgo es un hombre de 38 años con estudios secundarios y con trabajo. Y la persona que abusa de los tranquilizantes recetados es una mujer mayor de 65 años que experimenta sentimientos de soledad, ansiedad y tristeza. Ni rastro del clásico yonqui, del pastillero de la ruta del bakalao o del borracho solitario del bar. Los adictos incipientes son personas como usted y como yo. Personas asustadas que no saben cómo liberarse del malestar.
¿Recuerdan que en el confinamiento se disparó el consumo de pornografía? Si nos fijamos en las curvas del resto de países, la nuestra destaca considerablemente. ¿Es que somos un país de viciosos? ¿Acaso le dio a la gente por tener un subidón de libido de forma generalizada? No tenemos datos sobre el asunto, pero sí podemos intuir que el miedo fue la emoción más universal durante esas semanas. Miedo a que murieran nuestros padres, miedo a que se contagiaran nuestros hijos, miedo a perder el trabajo, miedo a la incertidumbre, miedo al miedo. Resulta paradójico, por tanto, pensar que mientras nuestras hormonas del estrés se disparaban, tuviéramos ganas de pasarnos a la modalidad prémium de PornHub.
Sin embargo, ese extra de cortisol no se limitó a los meses de confinamiento. Durante las últimas décadas se ha observado cómo el estrés laboral y emocional no deja de crecer. En España, por ejemplo, una de cada cuatro personas coge la baja por ansiedad. Un modelo laboral poco racional, salarios bajos, prestaciones sociales cada vez más vulneradas, la necesidad de ser hiperproductivos, la carrera por los likes, el rechazo hacia nuestros cuerpos o la impotencia frente a las promesas de un capitalismo decepcionante, son algunos de los fenómenos que parecen estar detrás de una sociedad que presenta cada vez mayor dificultad para aliviar su malestar.
“No debemos reducir la adicción al uso de las sustancias”, dice Carlos Moratilla, psicólogo sanitario y terapeuta. “Nuestras intervenciones deben dirigirse a aumentar las competencias para relacionarse con el malestar emocional, para permanecer en la comunidad, para estar en el mundo de manera significativa, que la vida tenga el suficiente sentido”.
¿Qué pasa en la vida de un millón y medio de españoles que bebe de forma compulsiva? ¿Está la insatisfacción relacionada de alguna forma con que seamos los mayores consumidores de benzodiacepinas de toda Europa? ¿Por qué dos de cada diez estudiantes están realizando un uso problemático de internet en nuestro país?
Miedo y deseo
El miedo está siempre detrás de la adicción. Puede ser a causa del estrés laboral como le pasaba a David, de la ansiedad que genera un evento traumático como ha sido la pandemia o de la frustración generalizada que sentimos por no cumplir con las expectativas que la sociedad parece esperar. Sea como sea, sumémosle un consumo de riesgo al miedo y (¡bum!) ya tenemos la solución aprendida. “Consumir es como coger la placa base de un ordenador y recircuitearla para que el estímulo sea más intenso”, explica Hipólito. Y añade que, por supuesto, no todos somos alcohólicos, pero “sí que una gran mayoría de gente consume mucho más de lo que biológicamente debería, igual que con el azúcar y las grasas”.
Según los resultados de las investigaciones de Ken Berridge, experto en el estudio de la motivación y el aprendizaje en las conductas adictivas, a la larga, el deseo es mucho más estable que la sensación de placer que nos regala el hecho de consumir. Es decir, seguimos deseando con vehemencia aquello que ya no nos produce ningún bienestar. ¿No les parece de lo más sádico? Pero, sobre todo, ¿no les suena? Consumir una cosa detrás de la otra y terminar siempre con esa sensación de me falta algo: “Si consigo ese trabajo, estaré bien”, “si mi pareja vuelve a quererme, estaré bien”, “si hago todo lo que tengo pendiente, estaré bien”. Pero, al final, aunque logremos todo lo que deseamos, seguimos deseando y no logramos estar bien.
Moratilla insiste en que “la concepción de la salud desde un punto de vista muy individualista y la falta de recursos asistenciales, hacen que no nos dediquemos al análisis psicológico contextual y comunitario donde, no solo se debe trabajar la relación de la persona con las sustancias, sino también la relación con su comunidad”. Y precisamente la comunidad y el sentido de pertenencia fueron lo que yo descubrí durante mis primeros meses en rehabilitación cuando asistí a las terapias de grupo. Allí no había Tinder, no había por supuesto cañas, nada de smartphone con el que hacer scroll durante horas, ni el “abre un vinito y nos relajamos”. En desintoxicación, los síndromes de abstinencia los pasábamos en la bañera con agua caliente, pero la tristeza, la culpa, la ansiedad, el vacío existencial, la frustración, incluso las ganas de morir, solo las aliviaba el compañero que se sentaba a tu lado. Como dice mi admirada paleontóloga María Martinón-Torres: “Nuestra fortaleza no es individual, es siempre como grupo”.
Oihan Iturbide es biólogo clínico, máster en Bioética y en Comunicación Científica, Médica y Ambiental. Es editor en Next Door Publishers y Yonki Books.
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