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‘Meaningful innovation’: la innovación al servicio de las personas

Ha llegado el momento de romper el vínculo exclusivo entre innovación y desarrollo tecnológico, asegura el emprendedor, inversor y tecnólogo aragonés

Getty Images

Mirando, por un momento, al pasado y observando lo que nos contaba el cine, por ejemplo, en Blade Runner (1982) y Regreso al futuro (1985), veo algo que me llama muchísimo la atención por el contraste que me ofrece con el presente. Más allá de su valor como obras del séptimo arte, estas dos películas compartían un aspecto que revela mucho de la humanidad y de nuestro futuro. En ambas obras subyace una visión, un rasgo prospectivo que recogía algo presente en el imaginario colectivo de la sociedad del momento: los coches voladores. Poco importa que dicha visión no se haya alcanzado, que aún no podamos conducir un coche volador. Para mí, el hecho verdaderamente relevante radica en lo mucho que decía de nosotros como especie, como sociedad, poseer una visión compartida, nuestro propio relato común, capaz no solo de empujarnos a avanzar, sino también de inspirarnos.

De vuelta en el presente, últimamente una pregunta resuena con persistencia en mi cabeza: ¿Seríamos hoy capaces de sugerir un relato común sobre ese futuro al que nos dirigimos inexorablemente? Nuestro presente, protagonizado por una miríada de innovaciones y nuevos desarrollos tecnológicos, se muestra como una maraña difícil de desentrañar, desvelando un futuro velado cuyos perfiles no están claramente acotados. Lo que sí resulta claro, en mi opinión, es que esa falta de relato se debe a una serie de factores tales como la complejidad, la automatización, el exceso, la incertidumbre y la falta de sentido. Efectivamente, el mundo que nos ha tocado vivir es un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo cuya seña de identidad es el cambio permanente y las crecientes dificultades para anticiparlo e interpretarlo.

Ha llegado el momento de romper el vínculo exclusivo entre innovación y desarrollo tecnológico, tender otros puentes y comprender que la innovación debe entenderse desde una perspectiva más integral, más diversa, que abarque múltiples disciplinas y que, de esta forma, nos permita afrontar los grandes problemas de los seres humanos

Creo, sinceramente, que nos encontramos en un momento clave de nuestra historia, en el que, tras una travesía por el desierto de casi diez años que ha supuesto asumir multitud de sacrificios, llega el momento de las decisiones que marcarán la vida de las próximas generaciones. ¿Qué queremos ser? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Seremos capaces de construir un consenso sobre ese futuro hacia el que nos encaminamos?

Vivimos, sin duda, momentos de profunda transformación. En la era de la información, su sobreabundancia nos arroja, en tiempo real, noticias plagadas de términos como inteligencia artificial, robótica, big data, computación cuántica, cloud o ciberseguridad que en muchos casos resultan alarmantes cuando exploramos las consecuencias derivadas de su implantación. Uno de los grandes problemas que veo hoy tiene su raíz en el ritmo vertiginoso con el que acontece todo. Empujados por el exceso y la inmediatez se genera, en muchos casos, una falta de profundidad en el análisis. ¿Somos realmente conscientes de los desafíos que las nuevas coordenadas tecnológicas nos plantean, de su significado y de lo que demandan de nosotros mismos?

La comprensión real de dichos desafíos es un paso esencial para identificar una narrativa común del futuro. Una narrativa, como toda historia, tiene un propósito, un significado y ese, sin duda, es uno de los grandes retos que tenemos como especie. Como sociedad debemos tener un propósito que nos sirva de faro, que nos guíe en el camino para construir un mundo mejor para todos y más inclusivo, un mundo que cuente con todas las personas y que todas sean partícipes de la definición de lo que significa desarrollo, de la construcción de nuestro propio futuro en nuestros propios términos.

Habitamos una era dominada por el optimismo tecnológico, construida sobre el principio de lo que es posible es bueno, pero... ¿es la tecnología suficiente por sí misma para la construcción de un mundo más inclusivo? Si la tecnología no se dota de una narrativa corremos el riesgo de que genere una sociedad distópica liderada por una nueva élite de superhumanos con acceso exclusivo a los últimos avances en manipulación genética, inteligencia aumentada o mejoras radicales en salud, aumentando exponencialmente la brecha y desigualdad social.

Llegados a este punto, me pregunto si disponemos hoy de esa hoja de ruta compartida que nos permita vertebrar un mundo mejor para todos los seres humanos. Creo firmemente que sí, que los Objetivos de Desarrollo Sostenible son ese faro capaz de aglutinar nuestras voluntades alrededor de la búsqueda de una respuesta a tres de nuestros grandes desafíos:

Disponemos de una hoja de ruta compartida que nos permita vertebrar un mundo mejor para todos los seres humanos: los Objetivos de Desarrollo Sostenible

En definitiva, a través de estos objetivos buscamos asegurar un futuro de prosperidad para todas las personas. Nuevamente, echando la vista atrás, creo que nunca en la historia de la humanidad habíamos dispuesto de un conjunto de herramientas tan poderosas como las que nos proporciona hoy la tecnología. Pero precisamente por eso, hoy más que nunca, es necesario que recordemos que la tecnología es simplemente una herramienta, de gran potencial, pero una herramienta al fin y al cabo, que no debe ser considerada como un objetivo en sí misma, sino como un instrumento de primer orden en la consecución de ese mundo mejor para todos.

En lo que debiera ser nuestro camino hacia los Objetivos de Desarrollo Sostenible, uno de los grandes retos que debemos abordar tiene que ver con las consecuencias que genera el impacto tecnológico en las personas, los negocios y las instituciones: la automatización que amenaza el empleo; la economía de la abundancia y el exceso, que conduce a la inmediata comoditización de los productos y servicios; la generación de nuevos modelos de negocio que desplazan otros tradicionales; la globalización, que ha transformado el propio concepto de producción. En definitiva, un mundo que nos despoja de la linealidad, de la tautología causa-efecto para adentrarnos en un nuevo escenario líquido, configurado como una red de infinitos puntos conectados de infinitas maneras distintas, un mundo sin principio ni fin, en una relación tan imbricada que es imposible de aprehender y abarcar, el mundo de la complejidad.

Si hay un ámbito en el que es especialmente visible cómo las certezas del pasado se han evaporado sin que hayan sido ocupadas por otras nuevas y cuya relevancia para afrontar la incertidumbre y complejidad del presente y futuro es clave, ese es el de la educación y la formación.

Durante siglos, el sistema educativo ideado, prácticamente en tiempos de la primera Revolución Industrial, ha mantenido ese relato lineal, esa certeza proveniente de lo conocido: recibimos la educación en un período determinado de la vida para, posteriormente, ponerlo en práctica en nuestros puestos de trabajo. Pero, de repente, la validez temporal del conocimiento se ha convertido en algo efímero, en un instante en el tiempo que antes de poder comprender ya demanda nuevos conocimientos. La educación se solía basar en la transmisión de certezas. Pero, ¿cómo se forma en un mundo donde las certezas no existen, dónde la única certeza es el cambio?

Los retos a los que nos enfrentamos en el ámbito de la educación, y sus posibles respuestas se han convertido, de esta forma, en uno de los temas más recurrentes en la actualidad y que más debería ocuparnos y preocuparnos como sociedad, dado que es la mejor luz para desenvolvernos en un mundo lleno de complejidad ¿Qué tipo de educación necesitamos para responder a los retos que genera este presente disfrazado de futuro que habitamos?

Los extraordinarios niveles mecanización futuros y las consecuencias que ello tiene sobre el empleo constituyen, sin duda alguna, uno de los rasgos más ciertos de este mundo incierto. Ello no solo porque las máquinas son excelentes ejecutores de órdenes, sino, sobre todo, porque empiezan a aprender, lo que eleva exponencialmente las posibilidades de sustitución de trabajo. Un reciente estudio de McKinsey (2017) destaca que, en un escenario medio (ni pesimista ni optimista), de aquí a 2030 unos 400 millones de personas serán desplazadas de su puesto de trabajo como consecuencia de la automatización. Pero, a su vez, también creará enormes posibilidades a través de la creación de nuevos perfiles profesionales (entre 390 y 590 millones en un escenario medio). Tal y como se nos presenta este escenario, la transición y el cambio serán la moneda común en la adaptación a esas nuevas coordenadas, generando un período de tránsito mayor de lo que significó para la humanidad el paso de las economías agrarias a las economías industriales.

Es en este contexto en el que el sistema educativo adquiere, desde mi punto de vista, una relevancia extraordinaria, ya que debe desempeñar un papel bisagra del sistema, no solo respecto a lo que se aprende, sino también a cómo se aprende. Respecto a lo primero, junto a las competencias que necesitaremos para interaccionar con las máquinas parece también necesario, en un escenario de complejidad como el actual, dejar un espacio para integrar el conocimiento diverso sobre disciplinas científicas y humanistas. Si hay un elemento clave que creo que debemos comprender es, precisamente, la relevancia que suponen aquellas personas que, dada su sabiduría en conocimientos diversos, son capaces de generar conocimiento para el cambio productivo. Dichos perfiles serán, cada vez más, codiciados por su resiliencia y capacidad de adaptación al cambio.

En este sentido, siempre me gusta destacar la dicotomía entre educación y formación, particularmente por la relevancia de esta para generar nuevas oportunidades para personas que pueden haber sido dejadas de lado, así como por la demanda de permanente adaptación al cambio que nos imponen los nuevos condicionantes de nuestro tiempo. El lifelong learning se convierte, de esta forma, en una vía que nos permite dar respuesta a los desafíos de nuestro tiempo. Mientras la educación es para siempre, la formación nos lleva por un camino de aprendizaje permanente.

Si asumimos que nuestros actos determinan lo que queremos decir de nosotros y, por ende, lo que queremos ser, España debería tener claro lo que quiere ser y hacia dónde quiere dirigirse. La innovación, entendida como el desarrollo de nuevo conocimiento que genera valor, es uno de los pilares clave para que seamos capaces de construir sociedades basadas en los principios impulsados por los Objetivos de Desarrollo Sostenible, además de ser un elemento capital para el desarrollo económico.

Durante los años de crisis, muchos países tuvieron que realizar sacrificios para cumplir con los esfuerzos derivados de la imposición de políticas austeridad, particularmente en la Unión Europea. Aquellos elementos en los que decidieron recortar o no recortar suponen algo más que una declaración de intenciones, un faro que define su apuesta de futuro. Entre los años 2009 y 2016 la inversión total en I+D en la Unión Europea se incrementó un 27,4%, liderando este avance países como Reino Unido y Alemania (39,3% y 37,9% respectivamente). En ese mismo período tiempo España vio como dicho concepto se redujo un 9,1%, representando el 58,6% de la inversión realizada en media por los países de la UE. Además, por sexto año consecutivo la inversión en actividades de I+D ha visto como perdía peso en la estructura productiva del país. ¿Es este el camino que queremos seguir como país o necesitamos revaluar nuestras prioridades?

Pero también la cultura de la innovación necesita de un cambio, de una transformación de mentalidad en las sociedades, y particularmente en la nuestra. Creo necesario impulsar una cultura que reconozca los esfuerzos realizados a largo plazo y sin perspectiva de réditos inmediatos, y el reforzamiento de los intangibles como elementos capaces de generar valor añadido. No todo pasa por la materialización de la innovación en algo físico y tangible. De hecho, un tercio del valor de los productos que compramos hoy proviene de elementos intangibles como el diseño y la marca. Elementos que no somos capaces de tocar como los factores productivos (trabajo o capital físico), pero capaces de apalancarse en las aptitudes exclusivas de los seres humanos para empatizar y comprender a los demás.

Si tomamos el concepto meaningful innovation, como un elemento diferencial en un entorno en el que las experiencias van ganando terreno como expresión de un nuevo modelo que deja la posesión y la producción tal y como las conocemos atrás, la capacidad de empatizar y dotar de significado a aquello que hacemos se presenta como una respuesta a la necesidad de dotar de sentido a la complejidad a la que nos enfrentamos. De esta forma, la creación de este tipo de experiencias va más allá del mero desarrollo tecnológico y pasa por conocer a las personas y preocuparnos por sus vidas de forma genuina.

Ha llegado el momento de romper el vínculo exclusivo entre innovación y desarrollo tecnológico, tender otros puentes y comprender que la innovación debe entenderse desde una perspectiva más integral, más diversa, que abarque múltiples disciplinas y que, de esta forma, nos permita afrontar los grandes problemas de los seres humanos, contando con estos y comprendiendo sus preocupaciones, sus necesidades y sus sueños. Se trata de innovar de forma sostenible y de hacerlo con un propósito para que lo que hagamos realmente merezca la pena. Se trata de innovar desde y para las personas, poner la tecnología al servicio de una narrativa responsable con nuestro futuro y el del ecosistema que lo sostiene. Y desde ahí crear valor en forma de una economía rica y generadora de nuevos empleos, un modelo económico que no deje a nadie atrás, que nazca de la humildad de entender quiénes somos, con nuestras propias debilidades y nuestras grandes y únicas capacidades como seres humanos.

Ese y no otro es el gran desafío de nuestro tiempo y de cómo decidamos enfrentarnos a él como país y como sociedad dependerá nuestro futuro. 

Carlos Barrabés es empresario, inversor, consultor tecnológico y tecnólogo.

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